A la sombra de Soweto

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Los Misioneros Combonianos trabajan en Orange Farm desde 2015

 

Por Javier Fariñas Martín y P. Jaume Calvera

 

Apenas a 30 kilómetros de distancia, Soweto y Orange Farm comparten algunos trazos de historia: muchos de los habitantes de este último municipio llegaron procedentes del mítico township hace décadas. También de allí proceden los misioneros combonianos que trabajan en esta misión desde hace casi tres años.

 

En un recodo a la izquierda de la Golden Hwy (Golden Highway, la autopista dorada) en dirección sur, y cuando Johannesburgo ha quedado treinta y tantos kilómetros a la espalda, un pequeño monolito de ladrillo visto ajusta a uno de sus costados media circunferencia en color amarillo con un Welcome escrito en tinta negra sobre el perfil de una ciudad que, desde luego, no es esa a la que te prestas a entrar. La silueta podría ser Johannesburgo. Quizás. Podría ser Pretoria. También puede. Nada que ver con el barullo de casas bajas y casi mellizas que se extienden sobre un suelo rojizo que se pega a la suela de las zapatillas de la misma manera que unos macarrones pasados de cocción se incrustan en el fondo de la olla. Con solo otear los cuatro puntos cardinales te das cuenta de que ese trazo sencillo no se corresponde con lo que tienes delante, Orange Farm, un lugar donde –para no seguir haciendo justicia a las evidencias– no se cultivan naranjas, y donde los terrenos agrícolas no son abundantes. Es solo el indicador que certifica que si pretendías llegar ­hasta este rincón del Gauteng, has cumplido con el objetivo.

 

Un joven de la comunidad de San Carlos Lwanga durante la celebración eucarística. Fotografía: Javier Fariñas Martín

Inmigrantes y desplazados

Durante el apartheid, cualquier asentamiento similar a este, donde se hacinaban o a donde eran trasladados forzosamente miles de ciudadanos negros, recibía el nombre de township. Hoy, con la herida de aquello todavía abierta, aunque oficial y legalmente superada, prefieren hablar de una ciudad dormitorio. Matices lingüísticos a un lado, Orange Farm se fraguó en tiempos del Gobierno supremacista del Partido Nacional. Entre 1970 y 1980 comenzaron a llegar hasta aquí inmigrantes de Lesoto, Zimbabue o Mozambique, más miles de familias procedentes de otro de los townships míticos de los tiempos de la lucha racial: Soweto. Hoy son cerca de 400.000 las personas que viven en Orange Farm.

Aunque la brecha racial quedó en principio superada, uno de los tres misioneros combonianos que forman la comunidad de Orange Farm, Ibercio Rojas, es escéptico: “Pasarán muchas generaciones hasta que se dé una integración plena de blancos y negros, porque en el cerebro esa diferencia está muy arraigada. Lo primero que hacen es mirar la raza, católicos y no católicos. La relación entre unos y otros está condicionada por la raza, definitivamente”.

Los Misioneros Combonianos llegaron hasta aquí en enero de 2015. La parroquia, que había estado en manos de los Misioneros de África (PP. Blancos) hasta 2012, pasó después a manos del clero diocesano. Pero el obispo de la diócesis pidió a los Combonianos que asumieran la parroquia, compuesta por ocho comunidades, una de las cuales no tiene templo. Junto a Ibercio, peruano, trabaja un alemán, Benno Singer. Los dos recorrieron, como muchos de sus vecinos, el exiguo trayecto que une Orange Farm con Soweto, donde estaban antes. El centro de la misión, la última asumida por la congregación en tierras sudafricanas, es la parroquia de San Carlos Lwanga y compañeros mártires, donde la población es abrumadoramente negra.

La mayoría de los vecinos de Orange Farm se encamina cada día a Johannesburgo al trabajo. Otros se acercan hasta el cinturón de platino, donde están empleados en las minas. Una parte se gana la vida en el comercio formal o informal. Pero el 60 por ciento de la población está desocupada. El propio Ibercio señala consecuencias de esa causa: “Los problemas más graves de la zona vienen determinados por la violencia y las enfermedades, especialmente el sida, que está experimentando un aumento significativo”.

 

Ibercio Rojas con un miembro de la comunidad de San Carlos Lwanga. Fotografía: Javier Fariñas Martín

La huella del VIH

A pesar de alternarse con Nigeria en el primer puesto de la economía continental, la errática política sanitaria sudafricana ha influido directamente en la elevada tasa de contagiados de VIH en el país. En 2006 fue el propio presidente, Jacob Zuma, quien después de jactarse de haber mantenido relaciones con una joven infectada, señaló que no había ningún problema en ello porque se había duchado después. Cuatro años después y ante la gravedad de la situación, Zuma rectificó y encabezó una gran campaña nacional de prevención y atención a los enfermos. Los datos de infectados no son concluyentes, ya que mientras que en el país se anticipa una cifra de entre el 10 y el 12 por ciento de la población, algunos organismos internacionales la elevan hasta el 19 por ciento. Demasiado alta, en cualquier caso.

En lugares como Orange Farm, la cifra suele estar dos o tres puntos por encima de la media nacional. Por eso, la parroquia de San Carlos Lwanga cuenta con el proyecto ­Inkanyesi, que puede traducirse como ‘luz’, donde se ofrece información para la prevención de la enfermedad, para evitar el estigma y para realizar un seguimiento adecuado del tratamiento. Para hacer viable el proyecto, la comunidad comboniana cuenta con el apoyo de la Archidiócesis de Johannesburgo y de la propia Conferencia Episcopal sudafricana.

 

Junto a los tumbos protagonizados por el Ejecutivo sudafricano, la situación familiar tampoco ayuda. Ibercio Rojas señala que “el matrimonio aquí es muy raro. La fidelidad es muy poca. La poligamia es muy común. La familia está en crisis. Aquí la familia puede ser la abuela y los niños, o la madre y los niños. La familia es el grupo de personas que vive en la misma casa, se cuidan y se ayudan”. La media de hijos es de cuatro o cinco por hogar.

Otro de los debes de Orange Farm es la falta de formación por ausencia de medios y por poca empatía de las familias con la constancia en el estudio. Por ello, la parroquia ha asumido como propio un proyecto que beneficia cada año a unos 300 jóvenes que se forman en carpintería, mecánica, contabilidad o idiomas. Además, esta ciudad dormitorio al sur de Johannesburgo sufre otra plaga común a muchos lugares de los países en vías de ­desarrollo: la ­fijación de las nuevas generaciones en los valores y costumbres de sus homólogos en el mundo occidental, con lo que ello conlleva de pérdida de sus tradiciones. “Hay –dice Ibercio Rojas– un problema de comunicación entre padres e hijos, ya que estos tienen otras expectativas. La integración racial en Sudáfrica hace que los jóvenes estén más en contacto con Occidente. Aprenden de allá, quieren vestirse como ellos, no quieren someterse a las normas de la cultura, hay un problema de relación entre las generaciones”. Y añade: “No hay pelea, hay cambio, pero ese cambio no está dirigido, por lo que puede provocar errores e incomprensiones, lo que puede generar crisis en la familia y en la sociedad”.

 

Un grupo de mujeres en Orange Farm. Fotografía: Getty Images

 

El coro de Robben Island

Las estrictas normas que rigieron Robben Island para Mandela y el resto de condenados en el proceso de Rivonia no impidieron que todos los domingos los presos pudieran participar en los oficios religiosos. Como los turnos en el parchís, cada semana se alternaba el pastor de una confesión. Uno de aquellos religiosos fue el padre Hughes, sacerdote anglicano capellán de un submarino durante la II Guerra Mundial. Buen y anecdótico predicador, finalizaba el servicio dando la oportunidad de cantar a aquel grupo de negros. En El largo camino hacia la libertad, Nelson Mandela manifestaba su convicción de que “el padre Hughes nos visitaba con tanta frecuencia para oírnos. Llevaba consigo un órgano portátil y tocaba para nosotros. Nos rogaba que cantásemos y aseguraba que el nuestro era el único canto que podía igualarse al de los coros de su nativa Gales”.

Phabang Paul Monokoa, sobre una silla, dirige a los miembros de la Coral Santa Cecilia, de Orange Farm. Fotografía: Javier Fariñas Martín

A buen seguro que el padre ­Hughes hubiera estado también encantado de participar en cualquier misa dominical en San Carlos ­Lwanga, en Orange Farm. La sacristía se encuentra fuera del templo, dentro del recinto de la parroquia. Mientras los oficiantes se revisten, se ajustan el cíngulo y se colocan la estola del tiempo ordinario, un acólito prepara el incensario como si no hubiera nada más importante en 50 kilómetros a la redonda, y los miembros más jóvenes de la coral parroquial comienzan a entonar en sotho el canto de entrada, que restalla cuando la procesión de entrada avanza por el pasillo central del templo. Ahora el coro de adultos, compuesto por 65 personas y dirigido por Phabang Paul Monokoa, amplifica el testigo de los jóvenes miembros de la Asociación Santa Cecilia, en la que encaja la coral parroquial. Con ropaje y actitud celebrativa, Phabang se afana subido a una silla para que los cantos de alabanza no se conviertan en un miserere fúnebre. Aquel capellán de submarino añoraría tanto los cantos de San Carlos Lwanga como aquellos que resonaban en la isla de Robben.

La celebración eucarística es el centro de la jornada dominical. Aunque el templo se muestra rebosante, no es reflejo de lo que ocurre fuera: la población sudafricana que se declara católica no llega al ocho por ciento. Por eso, Ibercio Rojas considera que el principal reto de los combonianos en Orange Farm es la evangelización: “Los mismos católicos no están completamente evangelizados, necesitan la Palabra. En el pasado, los misioneros estuvimos junto a los negros en la lucha contra el apartheid, estuvimos bastante participativos en el ámbito político y social, pero ahora el reto es llevar el Evangelio. La evangelización es un reto tanto para los católicos como para los que no lo son”.

Este misionero peruano llegó a Sudáfrica en 1992, con Nelson Mandela ya en libertad y trabajando por la instauración de un país nuevo. Esos dos años antes de las elecciones, en las que los sudafricanos celebraron al primer presidente negro de su historia, le permitieron conocer los estertores de aquella lucha por la libertad, y anticipar también cuáles deberían ser los nuevos retos de la Iglesia a partir de entonces, sobre todo en zonas donde históri­camente los privilegios eran casi una utopía. “No hay diferencias entre Soweto y Orange Farm. La principal es el idioma; la mayoría aquí habla sotho y es más pobre. Las zonas nuevas siempre son más pobres y más vulnerables”, remata Ibercio Rojas.

La Golden Hwy, la autopista dorada, parte en dos mitades desiguales Orange Farm. Al girar a la derecha para incorporarte de nuevo a ella, dejas atrás un entorno de casas bajas y arena roja. Sin abandonar la vía llegas a la circunvalación sur de ­Johannesburgo. Desde ahí una línea imaginaria permite unir el hospital que lleva el nombre de Chris Hani –el líder antiapartheid del Partido Comunista asesinado en abril de 1993– con Soweto. Desde la lejanía solo se divisan las chimeneas de las centrales térmicas del barrio, hoy convertidas en museos al aire libre de la lucha por la libertad que se desarrolló en aquellas calles durante años. La Golden Hwy, pasado ese nudo gordiano de la historia reciente del país, desemboca en los pies del Soccer City, estadio donde una selección europea ganó el primer campeonato mundial de fútbol celebrado en tierras africanas. Pero esa es una historia mucho más banal.

 

Un hombre lleva a sus cuatro hijos al colegio en medio de una manifestación. Fotografía: Getty Images

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