Agua para el cáfir

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Por P. Feliz da Costa Martins (desde Nyala, Sudán)

La furgoneta me dejó a un kilómetro del campo de refugiados de la ciudad de Dreij, donde cerca de 80.000 personas intentan sobrevivir. Conozco bien esta zona, especialmente porque está ligada a la capellanía militar, una actividad que han solicitado a la Iglesia algunos grupos de militares católicos, sobre todo los que conforman el batallón de Nigeria. Al pasar por la primera tienda que me encontré pedí una botella de agua. Me respondió tímidamente el niño que vendía detrás del mostrador: “Solo vendemos el agua por vasos”. En ese momento oí a alguien murmurar “¡Cáfir!”, que significa infiel. No veía al que pronunció el insulto. Pensé que debía estar lejos, por lo que no le hice caso; mantuve la calma y lo tomé como una broma.

Pocos segundos después, cuando miré a mi alrededor, apareció un hombre que se levantaba de su angareb, una cama típica de Sudán hecha de cuerdas de sisal. Después de hacerle el saludo habitual, el assalam aleicum –la paz esté contigo–, le manifesté educadamente que quería hacerle una corrección. Él prestó atención, aunque no sin sorpresa. Y le hablé con calma pero con firmenza: “Yo no soy cáfir, yo creo en Alá, Dios, que nos quiere a todos por igual. Rezo y pido también para que Alá le bendiga a usted y a todos los de esta casa”. Al decir esto, me sentí feliz y contento. Respiré hondo y me preparé a escuchar su reacción.

Él me miró y su barbuda cara adoptó un tono grave y adusto. Pero no vi ninguna maldad en su corazón, por lo que me dispuse a escuchar con atención sus palabras: “Recuerde khauaja (extranjero) que si, en vez de conmigo, usted se hubiese topado con otro musulmán, ya le habría dado con la puerta en las narices. Conmigo puede estar tranquilo”. Y continuó con tono serio: “Pero déjeme que le diga lo que es esencial y sacrosanto para nosotros, que seguimos la religión islámica”. “Soy todo oídos”, le respondí. Y mientras me disponía a escucharle, pronunció con solemnidad las siguientes palabras: “Alá, Dios, envió a Mahoma a esta tierra. Fue a través de este distinguido mensajero árabe por el que el mundo conoció, o un día ha de conocer, la majestuosa religión islámica. Desde entonces, quedó claro que todas las otras religiones, las que vinieron antes y las de después, están fuera del verdadero culto al Altísimo y Todopoderoso”.

Al escuchar estas palabras, yo pensé en mis adentros. “He aquí a una persona profundamente convencida de su religión y cuyas palabras se contradicen con mi fe cristiana”. Aun así, no sentí en este musulmán el proselitismo o el extremismo que encuentro en conversaciones con otros musulmanes. Mi inspiración fue manifestarle mi respeto y darle gracias a Dios por la paz y la serenidad que experimenté en este lugar.

Volví a pedir el agua, a lo que me contestó que no tenían agua embotellada, sino un zir –vasija que conserva el agua fresca–, aunque también tenían hielo; pues era verano y eran días extremadamente calientes. El hombre desapareció y volvió en unos segundos con un gran vaso de agua, al que echó dos cubitos de hielo y me lo ofreció. “Chucran” (gracias), le dije, mientras lo cogía con las dos manos.

Mientras bebía, él reanudó nuestra conversación: “En la kalua –escuela coránica para niños– aprendemos cosas que luego decimos y repetimos fácilmente sin reflexionar cuando encontramos a una persona que no es musulmana. Es el caso de la palabra cáfir, con la que me he dirigido a ti hace un rato.” Era para él una manera de disculparse, a lo que le respondí que no se preocupase en absoluto porque no había tomado eso como una ofensa.

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