Coronavirus en Etiopía. Crónica desde dentro

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Por Juan González Núñez, desde Etiopía.



Esta mañana, antes de ponerme a escribir esta crónica, fui a dar un paseo por la «ciudad» donde vivo, Gilgel Beles. Es 24 de marzo. Nada ha cambiado todavía a juzgar por el movimiento de la gente en las calles, salvo que a los amigos y conocidos que encuentro no les doy la mano. Nos hacemos una inclinación con la cabeza y reímos por lo grotesco del gesto, como si estuviéramos representando una pantomima. Luego viene a flote el nombre del dichoso virus, del que todos han oído, pero que unos llaman corolavirus, otros corimavirus, otros (no sé si por hacer una gracia) caramelavirus. La palabra corona, tan familiar para un latino, no les suena.

Si en algún lugar del planeta podría haber la esperanza de que el coronavirus no llegara, sería esta destartalada ciudad cercana a la frontera con Sudán, mal comunicada y con temperaturas de 40 grados, algo que al virus no parece agradar.

Pero no, no estamos a salvo y el virus ya nos afecta, llegue o no llegue de hecho. El movimiento de personas hacia ciudades como Adís Abeba o Bahr Dar es continuo, y basta que alguien haya traído el virus de alguna parte, su efecto será como una cerilla que encienda un fuego de proporciones imprevisibles. Se ha anunciado y todos lo han oído, tómenlo en serio o no. ¿Hay un ejemplo más claro y contundente para explicar lo que es la globalización?

A juzgar por los datos oficiales facilitados por el Gobierno, en Etiopía hay en este momento 11 infectados, todos ellos bien localizados y bajo control, y queremos creer que así es. Las autoridades han tomado ya desde hace días las medidas convencionales para atajar la propagación de la epidemia: cierre de escuelas o suspensión de todos los actos multitudinarios. El 21 de marzo proclamó medidas adicionales mucho más precisas. Todo pasajero que llegue a Etiopía ha de someterse a una cuarentena de 14 días en uno de los tres hoteles designados al respecto, y pagar la estancia. Hace una llamada particular a las instituciones religiosas –que, en realidad, son las que más gente congregan en la nación– a suspender todas sus celebraciones multitudinarias y usar otros medios. El primer ministro en persona escribió una carta a los principales líderes religiosos y estos han respondido positivamente.

El Gobierno condenó expresamente el acoso a todo tipo de extranjeros en Etiopía. En efecto, se habían comenzado a tratar a los extranjeros –de forma particular a los chinos– como culpables de la situación, lo que se traducía en agresiones verbales más o menos veladas, hasta que los taxis se negaran a llevarlos, o que los negocios se opusieran a venderles lo que iban a comprar.

En la vida cotidiana de la capital, la incidencia de las medidas tomadas contra el virus son mucho más visible que en el interior. El número de personas en la calle se ha reducido, los transportes han sido reorganizados para dar prioridad a las personas con responsabilidades públicas importantes, hay garrafas de plástico con agua en muchos puntos para que la gente se lave las manos antes de entrar a las tiendas, al trabajo, a los restaurantes…

Volviendo a nuestro pequeño mundo de Gilgel Beles, estas medidas se notan menos, puesto que la llegada del virus suena más a irreal. Nos toca a los que disponemos de una información más amplia concienciar a la gente acerca de lo serio y peligroso de la situación. La Conferencia Episcopal católica publicó una circular bastante precisa haciéndose eco de las normas del Gobierno e instando a los católicos, obispos, sacerdotes y fieles, a atenerse a ellas lo más literalmente posible. Aconseja que las Misas se celebren al aire libre, aumentando su número para que haya menos concentración de fieles. Se baja a detalles tan particulares como vaciar la pila del agua bendita y dar la comunión en la mano y bajo una sola especie, algo que va contra la costumbre, aquí muy arraigada, de darla en la boca y bajo las especies del pan y el vino.

Mirando a las condiciones de vida de la inmensa mayoría de los etíopes, todas estas medidas, incuestionablemente necesarias, dan la impresión de que equivalen a cerrar una ventana al virus, cuando hay tres puertas abiertas por donde puede entrar a sus anchas. ¿Cómo confinar a seis, siete u ocho personas que viven en una casa con una sola habitación? ¿Cómo decir a otros que estén en casa, si a casa no van más que para dormir o, simplemente, no tienen casa? ¿O cómo ofrecer asistencia médica a los afectados cuando todo el sistema sanitario no da para cubrir las necesidades elementales en los tiempos de bonanza? Si el virus no estuviera en realidad tan circunscrito y controlado como los datos oficiales reflejan, o si se escapase de la caja de Pandora para esparcirse entre los 110 millones de habitantes de esta nación, las vidas caerían ante él como el heno tierno ante la guadaña del segador.

¿Debería acabar así esta crónica como un simple pronóstico de hechos calamitosos? ¿No pertenece también a la crónica la interpretación que de esos hechos da el pueblo? Una de las más oídas por aquí es que todo esto es un castigo de Dios por nuestros pecados. Es la interpretación legítima y que parece desprenderse del Antiguo Testamento. Pero Jesús ha abierto un abanico mucho mayor de interpretaciones. De hecho, en Jesús, Dios escogió compartir nuestras penas más que librarnos de ellas. Dios es misterio y solo se le entiende desde la fe. Y esta es, por definición, «claridad oscura». Es como una tenue luz que envuelve a cada uno que intenta creer y le hace ver el sentido de aquello a lo que su razón no le encuentra sentido.

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