Cuando el otro es mi hermano

Marcha antirracista

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[Fotografía superior: Marcha antirracista del pasado 12 de noviembre en Madrid. Javier Sánchez Salcedo]

 

El 21 de marzo es el Día Mundial de la Eliminación de la Discriminación Racial, un evento promovido por la ONU, desde 1966, a raíz de la masacre perpetrada por el régimen racista del apartheid en la localidad de Sharpeville (Sudáfrica). Ese día, en 1960, la policía abrió fuego contra una multitud de ciudadanos negros que se manifestaban contra la llamada Ley de ­Pases. Se estima que 69 personas murieron en ­Sharpeville, víctimas de la represión policial.

Han pasado ya casi seis décadas desde aquel criminal acontecimiento. El régimen del apartheid desapareció al cabo de unos años, pero el racismo sigue vivo en muchas partes del mundo y bajo diferentes formas: en las relaciones internacionales, en la política, en la economía, en el empleo, en el deporte… En definitiva, allí donde prevalece el interés particular en detrimento de la dignidad de las personas surgen odio, intolerancia y discriminaciones de todo género. Lo podemos visualizar, a guisa de ejemplos recientes, en las noticias de actualidad: la subasta de subsaharianos en Libia, el genocidio de los rohinyás en Birmania y las afirmaciones racistas del presidente norteamericano Donald Trump, aludiendo a la situación de pobreza de algunos países africanos y centroamericanos.

Nadie nace racista. El racismo se aprende y se nutre en la familia, en la escuela, en el grupo, a través de la exaltación de los propios orígenes, al amparo de las armas y bajo la sombra de mitos y banderas. De ellos nacen el odio, los prejuicios y los estereotipos hacia todos aquellos a quienes no nos gusta identificar como iguales a nosotros mismos: los extranjeros, los moros, los sudacas y los propios subsaharianos, por ejemplo. No nos han hecho nada, pero podrían hacerlo, pensamos. Los vemos como una amenaza. Los aceptamos y acogemos en la medida en que son dóciles, no crean problemas y asimilan nuestras costumbres. De su cultura no conocemos nada. El rechazo y el desprecio son su pan de cada día. «Los taxistas rehusaban cogernos en sus coches y hasta los mendigos nos insultaban llamándonos negros»; «estamos en lo más bajo de la escala de los humanos», así se expresaban recientemente algunos subsaharianos, contando su paso por Libia y Marruecos.

El racismo no es pecado exclusivo de los blancos. Hay también negros racistas. A todos los humanos nos acecha el peligro de una cierta agresividad interior, dispuesta a revelarse ante cualquier contrariedad. Los conflictos raciales entre tutsis y hutus –en Ruanda, y Burundi– y entre nueres y dinkas –en Sudán del Sur–, muestran que los conflictos tienen su origen en las luchas por el poder, la tierra, el ganado… La agresividad nace del miedo a perder la vida o los bienes que deseamos conservar. La hospitalidad y convivencia, en cambio, son fruto de una alteridad bien entendida. El otro no es el enemigo, sino el hermano susceptible de enriquecerme. Para ello necesitamos potenciar una serie de factores positivos basados en el conocimiento mutuo, la estima, la confianza, la hospitalidad, la tolerancia y la solidaridad.

Pienso que uno de los motivos por los que la ONU instauró la celebración del Día Mundial de la Eliminación de la Discriminación era luchar contra sus causas, evitar la amnesia a la que nos avoca el paso de los años y mantener la conciencia crítica sobre las más o menos veladas manifestaciones racistas que tienen lugar en el mundo.
Esta celebración nos recuerda dos cosas. La primera, como así se afirma en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es que todos somos iguales en dignidad y derechos. Y la segunda, que si no queremos que la celebración del 21 de marzo sea letra muerta, tenemos que mantener firme el compromiso para luchar contra toda manifestación de racismo y tratar de erradicar las causas que lo provocan. El otro diferente es mi hermano.

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