Dilema

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Cacofonía o disonancia es la primera idea con la que el visitante relaciona el barullo que salta las tapias de la escuela. Una vez traspasada la puerta, descubre un patio donde algunas mujeres separan arroz e impurezas o trabajan sobre grandes morteros. La barahúnda le arrastra a caminar hacia el fondo.

Allí se erige una construcción de palos y plásticos estampados con las grandes siglas azules de la organización humanitaria de la que proceden, quizás por donación directa o por adquisición en el mercado. Sortea una balsa multicolor, formada a partir de chanclas, zapatillas y zapatos de goma, lona o plástico, para acceder a la estancia.

El maestro, que le espera, se alza para saludar. Su boubou albugíneo contrasta con los hábitos descoloridos y desgastados de la mayoría de los menores que se sientan sobre tapetes de rafia o plástico. Los de delante destacan por sus uniformes. En el centro se alzan los hiyabs que cubren las cabezas de las chicas. Al fondo, niños vestidos de cualquier manera. «Son refugiados que han llegado huyendo del conflicto, no tienen dinero para pagar y no podemos dejarlos en la calle. Hacemos un esfuerzo para acogerlos», le explicarán luego.

La entrada del forastero provoca que los alumnos levanten los ojos de sus tablillas de madera. Se crea un silencio que dura unos segundos. Una ola de murmullos y ojos traviesos que espían de soslayo lo rompen. Los látigos –tiras gruesas y negras de ruedas de coche– manejados por los discípulos mayores, silban y cortan el ambiente. Aquellos sobre los que aterrizan se retuercen sin proferir grito alguno. Renace la algarada. Todos se desgañitan por elevar sus suras lo más alto posible, no tanto para que se oigan en el cielo como para evitar que los vigilantes vuelvan a restallar sus instrumentos de castigo. Entretanto, unas gallinas siguen picoteando el suelo como si nada de eso fuera con ellas.

El educador sonríe tímidamente ante el estupor del huésped y desgrana mecánicamente las cuentas del tasbih que sostiene en la mano derecha. «Son niños africanos, no aprenden de otra forma», justifica. «¿Y qué aprenden aquí?», indaga el visitante. «El Corán», le responde. «Eso está bien, pero además, imagino, estudiarán lengua, matemáticas, ciencias…». «No, eso no corresponde a esta escuela». «Ah, ¿entonces para esas materias acuden a otra?». «No, esta es la única a la que asisten, no necesitan más». Por respeto, el forastero guarda silencio mientras pasea su mirada por los niños y niñas. «Pero hay escuelas islámicas donde los niños cursan esas materias además del Corán», insiste. «Ya, pero no es el caso aquí. A estos niños les basta con esto». 

El profesor enumera una lista de necesidades, sobre todo para atender a los menores refugiados. Son justas. Es evidente la carencia de muchos de los presentes, pero, ¿se puede ayudar para perpetuar este tipo de prácticas?

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