El creador del Rally Dakar

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El P. Antonio Molina atravesó el Sahara hace 38 años a bordo de dos utilitarios

 

«Queridos amigos, comienza aquí una aventura extraordinaria: el periplo de unos hombres solitarios contra el poder de la naturaleza». Así arranca el tráiler de 4 latas, una película protagonizada por Jean Reno, que se estrena este viernes en los cines de nuestro país. La cinta narra la aventura de un grupo de amigos que atraviesa el desierto del Sahara a bordo del mítico 4 latas para llegar a Tombuctú y visitar a un amigo enfermo. Esta aventura, llevada a la pantalla por Gerardo Olivares, la protagonizó en la vida real con matices –y, sobre todo, con menos impacto mediático– el P. Antonio Molina, un misionero de África (Padres Blancos), atravesó el desierto en un Citröen 3CV. Completó más de 5.000 kilómetros hasta llegar a Uagadugú, la capital de Burkina Faso. «Esto es un viaje de ida. Nadie garantiza el regreso», dice Jean Pierre, el personaje que interpreta Reno. En el caso del P. Molina, sí lo garantizó. Volvió a atravesar el desierto en un 4 latas pocos años después. En 2014, poco antes de cumplir 82 años, nos contó su historia en MUNDO NEGRO. Falleció un año después en su Murcia natal.

 

No, no es necesario que se pongan ustedes a cotejar el dato que ofrecemos en el titular. No es preciso que revisen ustedes diarios deportivos archivados en cualquier armario de casa, ni que consulten Internet. No hace falta, porque ya les anticipamos que el dato es falso. Y por eso, hemos utilizado la cursiva sobre el término creador, para subrayar la complicidad que esconde el encabezamiento de este reportaje.

Esa expresión es tan solo un guiño, una invitación a adentrarse en un episodio que, a pesar de todo, no desmerece en nada al que emprendió el piloto francés Thierry Sabine, fundador del famoso rally. El P. Antonio Molina Molina, de los Misioneros de África (Padres Blancos), no es ni el creador, ni el ideólogo, ni elalma mater del histórico París-Dakar, hoy conocido como Rally Dakar, y que desde hace años se disputa en las áridas tierras del desierto de Atacama (Chile) y países vecinos. Pero sí es un hombre que en dos ocasiones, y con unos medios mucho más modestos, ha afrontado la soledad del desierto con la misma normalidad con la que se ha enfrentado toda su vida a los desafíos de la misión: «Hoy no lo haría, pero en aquel momento me encontraba en forma. La aventura es más que nada saber mantenerse prudente dentro de las circunstancias que te rodean». Y esas circunstancias se llaman arena, dunas, calor y frío, riesgo…

Y por eso, cuando este murciano –que falleció en mayo de 2015, un año después de pubilcarse el reportaje– te cuenta su relación con el desierto del Sahara, a uno se le pasa por la imaginación la idea de desmitificar los triunfos de nuestros Carlos Sáinz o Marc Coma sobre arenas africanas o americanas. Porque la comparación entre los vehículos que desde siempre han utilizado los corredores profesionales y los coches que llevaron el P. Antonio Molina y sus compañeros no tiene cabida. La primera vez que atravesó el eterno desierto, lo hizo en un Citröen 3 CV. Dos años después repitió escenario y humildad en el vehículo empleado para la travesía, un Renault 4L, el famoso 4 latas. El P. Antonio reconoce que «íbamos buscando vehículos que se pudieran reparar en cualquier parte». Incluso, en mitad del desierto.

El París-Dakar surgió en 1977, cuando Thierry Sabine participaba en el rally Abiyán-Niza. Perdido con su moto en el desierto libio, fue salvado a punto de perecer en las dunas. Lejos de amilanarse con la dureza del desierto, quedó enamorado de sus paisajes y comenzó a pergeñar el proyecto, que puso en marcha ya en diciembre de 1978.

El origen de la aventura del P. Antonio Molina, sin embargo, mereció muchos menos titulares que el empeño de Sabine, y se ubica cronológicamente en el año 1971, momento en el que estaba destinado en Mozambique. Cuando los Padres Blancos fueron expulsados del país, acusados de apoyar las actividades de la FRELIMO, se fue a Lovaina (Bélgica) para realizar estudios catequéticos. Y tras ese año sabático, fue destinado a Burkina Faso donde trabajó como director de un centro de formación de catequistas adultos entre 1972 y 1975. «Después de haber estado de 1956 a 1971 en Mozambique, el cambio a Burkina fue como cambiar de universo», recuerda el misionero.

Con la independencia de Mozambique, el superior general de los Padres Blancos ofreció la posibilidad de regresar a aquellos que habían salido de la antigua colonia portuguesa. Aunque las condiciones políticas, a priori, favorecían el regreso de los misioneros, la orientación marxista que envolvía el país y la guerra civil con la RENAMO no hicieron viable la reentrada del P. Molina y varios compañeros a tierras mozambiqueñas: «A los que pretendíamos volver no nos dejaron, no nos dieron visado de entrada».

Y este padre blanco tuvo que reescribir, de nuevo, su proyecto sacerdotal y vital, ya que le pidieron que abordara una de las tareas menos gratas y, desde luego, menos apetecibles que un misionero puede acometer: la de administrador de la Provincia de España de los Misioneros de África. Y paradójicamente ahí, en medio de las gestiones propias del cargo, entre números, facturas, pagos y gestiones, el P. Antonio se encontró con la posibilidad de atravesar el Sahara.

Un viaje para un aniversario

Ordenado sacerdote el 10 de abril de 1955, sus bodas de plata sacerdotales coincidieron con esa comisión de servicio en la administración provincial. «Con motivo de mis 25 años de ordenación, me dieron la posibilidad de hacer un viaje ese año. Aquel verano, un compañero, el P. Pep Frigola, de Gerona, había venido de vacaciones, pero se volvía a Níger con una furgoneta Citröen 3 CV. Y otros compañeros belgas también volvían de vacaciones con una furgoneta igual», relata el P. Molina, quien se animó a volver a Burkina Faso a bordo de esos coches que, ni por asomo, hubieran cumplido los requisitos mínimos imprescindibles para embarcarse en la aventura oficial del Dakar.

La logística era sencilla. Y estimaron que después de Navidad era el momento ideal para cruzar el desierto. Los dos padres belgas, P. Ives du Jardin y Pierre Beaudau –ambos ya fallecidos– salieron de Bruselas con las dos furgonetas, atravesaron Francia y llegaron a Gerona. Allí, recuerda el P. Antonio «embarcó y cogió el volante Pep Frigola con sus bártulos y se pusieron rumbo a Murcia. Yo les esperaba allí, en casa de mi padre. Pasamos una noche y, al otro día, salimos para Almería».

En estas tierras, completo el grupo expedicionario, el P. Antonio puso su cuentakilómetros a cero. Le separaban 5.175 kilómetros hasta Uagadugú, la gran mayoría por carreteras en medio del desierto, pero 700 de ellos directamente encima de las arenas saharianas. Un recorrido que realizaría esa comunidad itinerante de padres blancos, durante tres semanas, entre finales de enero y mediados de febrero de 1981.

Salvo en el caso del P. Antonio, los otros tres padres blancos atravesaban el desierto para volver a la ‘faena misionera’ y para llevar aquellos coches a sus misiones respectivas. Como recuerda el murciano, «no fue la primera vez que alguno de mis compañeros llevó un coche desde Europa hasta África. En este sentido, no fuimos pioneros. Sobre todo los franceses hacían esto con bastante frecuencia: compraban un coche ‘en tránsito’ y se lo llevaban a África occidental».

Retomamos la historia en Almería. Los cuatro misioneros embarcaron rumbo a Melilla. Allí pasaron la frontera con Marruecos, y luego la de Argelia, para dirigirse a Orán, donde se hospedaron en la casa de la comunidad de padres blancos, y salieron en dirección a Saïda, donde coincidieron con un padre blanco español nacionalizado argelino, el P. Borja Atallah, que en aquellos momentos trabajaba como funcionario del Estado del país norteafricano.

Además de llevar los vehículos a la misión, la pequeña caravana organizó el itinerario para seguir los pasos de Charles de Foucauld, cuando se sumergió en el desierto a primeros del siglo XX. Por eso, desde Saïda tomaron rumbo a Beni-Abbés, donde Foucauld se estableció por primera vez en el Sahara.

El desierto para Foucauld

«Tanto me han atraído los grandes espacios vacíos que se distinguen en algunos mapas que Dios me ha regalado vivir en uno de ellos: el Sahara», decía Charles de Foucauld –en boca de Pablo d’Ors, en su libro El olvido de sí–. Para el P. Antonio Molina, la experiencia se convirtió en una especie de ejercicios espirituales, con otros tres compañeros, en medio de las dunas. Entre todos improvisaron una comunidad monástica itinerante, nómada, al modo de los tuaregs, los señores del desierto.

Y en ese contexto, este misionero murciano reconoce que «parece que uno está más cerca de Dios, y entiendes porqué los anacoretas se iban al desierto. Guardo muy buen recuerdo de algunos momentos de oración, momentos en los que los cuatro padres blancos formábamos una comunidad».

En concreto en Beni-Abbés, donde se conserva la construcción de barro y adobe en la que vivió el místico francés, y donde permanece una comunidad de Hermanitas de Foucauld, el P. Molina desmenuza sus recuerdos con palabras como arena, capilla, silencio, asombro, paz, tranquilidad… Allí, después de una dura jornada al volante del Citröen 3 CV, tuvo lo que él mismo califica como «uno de los mejores momentos de oración de mi vida». Aquella aventura, para él, ya tenía sentido. Y quien nos dice eso no es un místico.

Hasta llegar a Beni-Abbés, la carretera discurría por la conocida como ‘pista oeste’, que avanza cerca de la frontera argelino-marroquí, y en la que todavía quedaban alambres de espino y trincheras del tiempo en el que ambos países litigaron por aquel territorio. «Hasta aquí tuvimos asfalto», recuerda el misionero murciano. A partir de ahí, y durante un puñado de días, arena y más arena para atravesar el desierto de oeste a este.

En esa dirección alcanzaron Adrar, una ciudad artificial en mitad del desierto donde trabajaba otro misionero de África, el P. Mikel Larburu, como paso previo a Ain Salah. Aunque en aquel tiempo había cierta circulación por las carreteras saharianas «aquí ya nos avisaron de que nos podíamos encontrar tuaregs y campamentos de gente que comercia con camellos. Nos dieron un consejo: cuando viéramos tuaregs debíamos adelantarnos y montar el campamento al menos a 40 kilómetros de ellos, para que no les diera tiempo a alcanzarnos por la noche» y robarles lo poco que llevaban. Y así lo hicieron. Con los dos coches y alguna lona armaron muchas noches un pequeño hogar, improvisado, en medio del desierto, lejos de la amenaza de los hombres azules.

Los Padres Blancos y los tuaregs

El temor a los ataques tuareg no procedía solo del obligado cuidado para salvaguardar sus pertenencias. Se podría decir que era una precaución acrisolada en el adn de la congregación, ya que las dos primeras caravanas de padres blancos por el Sahara, en tiempos todavía del cardenal Lavigerie, no tuvieron buen final. El P. Antonio Molina recuerda que «los guías tuaregs ofrecieron a aquellos primeros padres blancos a pasarlos a lo que antiguamente era conocido como Sudán francés, que hoy es Malí y Senegal. Y en la primera y en la segunda expedición, nuestros hermanos fueron asesinados por sus guías tuaregs».

Aquellas jornadas en medio del desierto eran días bastante similares. «Nos íbamos turnando para conducir… y para sacar los coches de la arena. Esa era la ventaja de ir en dos coches, porque cuando uno se quedaba hundido en la arena, el otro con una cuerda tiraba y tiraba hasta que se le sacaba de allí».

En su diario de aquel viaje, el 23 de enero de 1981, el P. Antonio Molina escribía: «Paramos a comer en pleno desierto. Ni un árbol. Nos viene muy bien la lona de la tienda de los belgas. Atada a la baca, nos da una sombra espléndida. Ya empezamos a gozar de los espejismos. A cerca de medio kilómetro de la carretera, vemos abundantes lagos con espléndida vegetación, casas, acantilados… ¡Pobres los que perdidos se dirijan a ellos como refugio!».

Además, sin los mapas, la logística y los apoyos de la localización por satélite, el P. Molina recuerda la importancia del copiloto en aquellas pistas interminables, sin carteles ni referencias visuales: «En muchos sitios del Sahara los franceses habían puesto una especie de postes cada 5 kilómetros, por lo que era muy importante la labor del copiloto, porque tenía que avistar esos postes y, si te salías, poder volver al sitio correcto. Mucha gente se ha salido de la pista, ha perdido referencia de aquellos postes, y se ha perdido en el desierto». Si volvemos brevemente la vista al original París-Dakar, en la cuarta edición una tormenta de arena en el desierto del Teneré desorientó a una cuarentena de pilotos, que tardaron 4 días en encontrar el camino. En el caso de nuestros cuatro aventureros, no fue así, aunque hubo días en los que alguna avería o algún despiste en las infinitas pistas saharianas, provocó que cada vehículo tuviera que hacer noche en la soledad del desierto.

Paraban en los mercados que se encontraban de camino, donde compraban dátiles, que se convirtieron en la base de su alimentación durante el día. «Al anochecer hacíamos algo caliente, alguna sopa. Teníamos un infiernillo y preparábamos algo que nos templara el cuerpo». Junto a lo que adquirían de camino, en cada furgoneta llevaban una garrafa con 20 litros de agua por cada viajero; dos bidones de combustible y otro bidón con una etiqueta que ponía ‘súper’, pero que en realidad llevaba coñac. «Cuando llegábamos a una misión, pedíamos a nuestros compañeros una botella y les ofrecíamos una buena dosis de nuestra ‘súper’. Así, las convivencias se hacían más cálidas. Además, para nosotros, alguna noche en el desierto, la mejor calefacción era un latigazo de coñac».

Pasaron frío. Mucho frío, a pesar de los sacos de dormir del Ejército americano que consiguió uno de los dos padres belgas. Durante el día podían alcanzar los 35 grados de temperatura, «pero por la noche bajaba de cero. Incluso con el saco, tiritábamos. Parecía que dormíamos en un frigorífico», cuenta. Cuando llegaron a Burkina Faso, el bidón de ‘súper’ llegó vacío. Y del jamón que colgaba en la parte trasera de una de las furgonetas, solo quedaba el hueso, «que se llevó Pep Frigola para hacer caldo», recuerda entre risas el P. Antonio. Del frío y de la incomodidad del viaje, quedaba entonces bastante poco.

Días y noches sobre la arena y bajo el sol, en los que descubrieron ese desierto del que se enamoró Charles de Foucald, tras cuyos pasos transitaban estos cuatro padres blancos. En El olvido de sí, Pablo d’Ors, pone en boca de Foucauld la dureza del desierto y las impresiones que este causa: «El viento que soplaba por las noches me mantuvo con frecuencia despierto y temeroso hasta las primeras luces del alba. Hasta que no escuché el gemir de aquel viento no había comprendido ese refrán árabe que dice que se trata del desierto mismo, que llora porque querría ser pradera».

Ese viento, que parafrasea D´Ors, convirtió Ain Salah en un campo de arena. Como si de una ventisca de nieve se tratara, la llegada de los aventureros fue recibida por máquinas que retiraban la arena de las carreteras y calles de esta ciudad, a medio camino entre Adrar y Tamanrasset. «Por poco no nos quedamos atascados con los coches no en el desierto, sino dentro de las calles de la ciudad».

Sin el soporte de alguna congregación religiosa, los cuatro padres blancos durmieron en un albergue de turistas. El próximo destino fue Tamanrasset, lugar donde el P. Foucauld fue asesinado. Allí, emprendieron la subida a la montaña del Assekrem, de 3.200 metros de altura, donde el asceta francés construyó una ermita en la que pasaba semanas de retiro eremítico. «Nosotros –cuenta el P. Molina– hicimos la ascensión por la mañana y bajamos por la tarde. El panorama desde aquella altura es maravilloso, con la cadena montañosa rodeando y limitando el desierto».

El idioma del desierto

Desde el lugar del abandono de Foucald, el P. Antonio Molina y los otros tres misioneros de África dejaron la arena para sumergirse en los socavones de una carretera asfaltada que, en ocasiones, obligaban a salirse de la vía debido a su estrechez y al mal estado en el que se encontraba. Después de la tortura del deficiente asfaltado, otros 200 kilómetros largos hasta la frontera con Níger. Arena y piedras para rematar la experiencia argelina.

El 30 de enero de 1981, viernes, solo pudieron recorrer 130 kilómetros. Según recogió el propio P. Molina en su diario de viaje «esta jornada quedará grabada en la memoria de todos como el día más duro del viaje. (…) nos ‘enarenamos’ una docena de veces. Como no vamos provistos de placas de hierro antiarena (…) unos franceses nos prestan las suyas y salimos del paso. Además, los conductores, inexpertos en cuestión de arena, llevan las ruedas bien hinchadas, lo que hace que nos enterremos más veces».

Esa noche –que según recoge la letra del P. Molina en su diario, se encontraban «tan reventados, que no estamos para misas»– el campamento de los padres blancos se completó con un minibús de un grupo de holandeses, una pareja de franceses que iban a vender un Mercedes 240D a Uagadugú, y otros dos vehículos: «Son dos Peugeot 404, turismos, uno casi nuevo, pero el otro que va a Camerún está hecho una cacerola», escribió el P. Antonio esa noche. En definitiva, un grupo de lo más heterodoxo, hablando el mismo idioma, el de la arena, el de los socavones y el de la ayuda al que lo necesita.

La siguiente frontera que tuvieron que atravesar fue la de Níger, y las primeras paradas en aquel país fueron Arlit, y Agadez. Allí también encontraron vestigios de Foucauld, en este caso a través de las Hermanitas, con presencia en esta ciudad.

Níger supuso el abandono definitivo de las pistas de arena. Por carretera llegaron a la capital, Niamey, donde la comunidad de cuatro quedó reducida a tres. El P. Pep Frigola, que tenía destino allí, abandonó la caravana con su vehículo, que quedó ahora compuesta de tres misioneros y un coche. «Desde ahí a la frontera con Burkina Faso, unos 130 kilómetros, ya nos encontrábamos como en casa. Seguíamos parando cerca de las ciudades, comprábamos en los mercados…». La misma rutina, aunque ya con menos sol, con menos arena, y dejando atrás el aroma de Foucauld.

La llegada a Uagadugú fue el regreso a casa. La sorna y el buen humor fue lo que recibió el P. Molina a su llegada al país. «¿Ves? Si no te hubieras marchado, ahora no estarías en Madrid haciendo cuentas», le decían. Visitó amigos, compañeros y antiguos feligreses. La vuelta a Madrid fue, casi, tan complicada como la llegada a Burkina Faso. El trayecto acumuló escalas y billetes de avión como quien colecciona cromos de futbolistas en un álbum: Uagadugú-Dakar; Dakar-Canarias; Canarias-Sevilla y Sevilla-Madrid.

Si de algo le sirvió el viaje, fue para reafirmarse en su deseo de volver a Burkina Faso cuando finalizase su comisión de servicio en Madrid, «algo que pude hacer en enero de 1983». Y para ello, aunque en aquel momento ni siquiera lo intuyera, tuvo que reemprender la larga travesía del desierto.

En esta segunda ocasión, el P. Antonio Molina comenzó el itinerario en Bruselas, a bordo de un Renault 4L, ya que los Padres Blandos habían adquirido allí el vehículo para su misión. Bajó con su 4 latas hasta Murcia. Y llegada la fecha, con la compañía de un misionero italiano, de su hermano Enrique y de un sobrino político, emprendió el camino de regreso a Burkina Faso. De nuevo un coche y un misionero camino de la misión. Las primeras etapas tuvieron como metas Almería, Melilla, Orán y Argel. El resto de lo que ocurrió merecería tantas o más palabras para completar la historia.

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