Empieza el éxodo de los jóvenes en los montes Mandara

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[En la imagen Jean, conocido como Seka Seka, ha terminado las labores agrícolas y está a punto de emprender el viaje hasta Duala donde trabajará de mototaxi. Tiene su propia moto por lo que el viaje le será más fácil. Posa en su pueblo, Berek. Fotografía: Chema Caballero]

 

Hace unas semanas terminaron las lluvias en los montes Mandara, en el extremo norte de Camerún junto a la frontera con Nigeria. Los ríos casi se han vaciado. El verde de la tierra da paso a un paisaje amarillento y gris. Donde antes se divisaban campos sembrados de mijo y maíz, ahora se alzan los tallos secos que quedan tras la siega. En las casas, sobre unas plataformas altas sustentadas con cuatro troncos, se secan los frutos que tanto trabajo han costado.

 

Las cosechas ya no son como eran antaño, comentan los más ancianos: «No sabemos qué le pasa a la tierra pero ya no produce tanto mijo como antes». No se nombra, pero lo que describen tiene mucho que ver con el cambio climático que afecta a todo el Sahel.

Sopla el harmatán, el viento que llega del desierto cargado de una arena fina que se mete por todas partes y lo seca todo, desde la piel de las personas a los últimos tallos verdes que despuntaban junto a los caminos. Su llegada anuncia a los jóvenes que es tiempo de partir hacia las grandes ciudades a buscarse la vida. Las primeras lluvias, allá por junio, los había traído para ayudar en las tareas agrícolas a sus familias. Pero una vez asegurada la cosecha, parten poco a poco hacia Yaundé o Duala. Allí sobrevivirán gracias a los trabajos informales que encuentren. En los montes Mandara no hay trabajo para ellos.

Antes, cuando el grupo terrorista Boko Haram aún no había penetrado en este territorio y la frontera con Nigeria estaba abierta, migraban al otro lado de la raya imaginaria que divide las dos naciones, más cerca de casa. Incluso podían volver los fines de semana a visitar a las familias.

El éxodo ha comenzado, los hombres parten con sus pocas pertenencias en mototaxis hasta Mokolo, la capital de la zona. Allí cogerán uno de los pequeños autobuses sobrecargados de viajeros y mercancías que los dejaran en Maroua, la capital de la región. Cuatro o cinco horas de viaje. Entonces empieza la parte más larga: tres o cuatro días hasta llegar a su destino final en los autobuses que viajan hacia el sur por carreteras llenas de baches.

Atrás quedan las mujeres, los niños y los ancianos que rezan para que sus seres queridos lleguen salvos a las ciudades y que, una vez allí, encuentren un trabajo que les permita enviar algo de dinero a casa y, sobre todo, pagarse el viaje de vuelta el próximo año, cuando regresen las lluvias.

A lo lejos, sobre los montes que están en la parte nigeriana, los terroristas de Boko Haram observan con sus Kalashnikovs en la mano. Conocen bien lo que sucede allá abajo. De vez en cuando hacen incursiones para robar cosechas y ganado. Los comités de vigilancia, creados en el pueblo, están atentos para hacer sonar sus silbatos a tiempo y avisar a la población para que se ponga a salvo y no sea secuestrada.

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