¿Genocidio o democidio?

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Las manifestaciones antirracistas contra la muerte de George Floyd, con el derribo de estatuas de personalidades implicadas en la esclavitud o el racismo, han vuelto a poner sobre el tapete la actuación de Leopoldo II en la cuenca del Congo.

Hábil diplomático, el rey consiguió en la Conferencia de Berlín (1885) la institución de una colonia privada, el Estado Independiente del Congo (EIC). Se convirtió así en el monarca de un pequeño país, Bélgica, y del EIC, un territorio de 2,5 millones de km2 cuyo suelo no pisó nunca. Cuando Livingstone y Stanley exploraron la cuenca del Congo (1871-1879), su población era de unos 42 millones de personas. Diez años más tarde, la población había caído a la tercera parte.

Esta reducción tuvo dos lecturas ambivalentes. Para unos, fue el resultado de las crueldades cometidas por los agentes del EIC y las empresas concesionarias contra los indígenas para maximizar la explotación de marfil y caucho, muy cotizados por la floreciente industria automovilística. Adam Hochschild, en El fantasma del rey Leopoldo (1998), habla de un genocidio, de uno de los mayores crímenes contra la humanidad de todos los tiempos. Escritores como Joseph Conrad o Mark Twain hablaron de «oro rojo» o «caucho de sangre».
Para otros, esta merma demográfica es el resultado de la combinación de varios factores: las enfermedades tropicales o venéreas, la presión fiscal o las expediciones militares que llevaron a los indígenas a abandonar sus aldeas para refugiarse en la selva. Es preciso añadir los trabajos forzados y la construcción del ferrocarril Léopoldville-Matadi, junto a las razias esclavistas a manos de jeques afroárabes como Tippo Tip.

La necesidad de importantes capitales para rentabilizar a corto plazo el territorio condujo a la sobrexplotación de la población nativa y a la instauración de un sistema arcaico de depredación.

Para Jean Stengers, la obra de Hochschild es una «caricatura grotesca de Leopoldo II», que tiene a su favor la lucha contra los esclavistas afroárabes, junto a la «colonización civilizadora».

Muchas de las obras publicadas en los 20 o 30 últimos años destacan por el sensacionalismo y la falta de rigor histórico.La crítica fundamental que se puede formular contra estos trabajos es que generalizan –en todo el territorio del EIC y todo el período de Leopoldo II– unos crímenes y abusos que estuvieron limitados en el espacio y el tiempo. Es llamativo el silencio sobre crímenes similares cometidos por otras potencias coloniales en África. En este sentido, las denuncias contra Leopoldo forman parte de la vendetta del imperialismo británico, que no llegó a digerir la pérdida de Katanga –anexionado en 1892 por el monarca—, con el propósito de celebrar la segunda Conferencia de Berlín y proceder a un nuevo reparto de la cuenca del Congo entre las grandes potencias.

Lo que pasó en el EIC, más que un genocidio, es un democidio (reducción de la población), resultado de varios factores que tuvieron un impacto demográfico nefasto. No fue un genocidio porque no existió una voluntad deliberada y planificada de eliminar a un grupo racial, étnico, o confesional.

Leopoldo fue responsable de aquella violencia, pero no fue culpable en esta hecatombe. El propio rey complicó las cosas al quemar, en el verano de 1908, los archivos del EIC. Manifestó: «Les daré mi Congo, pero no tendrán el derecho de saber lo que hice allí».
El drama es que el Congo poscolonial sigue padeciendo el «síndrome de Berlín»: la cultura de la violencia y la depredación, o el legado del Bula Matari –apodo con el que las comunidades autóctonas denominaban a Stanley– leopoldiano. A las desgracias del caucho, del «oro rojo» o el marfil, ha sucedido la del coltán.

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