Inmunidad o impunidad

Por Donato Ndongo-Bidyogo Aunque nos pese, los africanos nos haríamos un infinito bien asumiendo nuestras culpas por fomentar muchos de los males que padecemos. Ni fuimos el único continente colonizado, ni, tras su finalización formal, la indudable opresión extranjera puede ser el eterno cajón de sastre al cual atribuir todas nuestras miserias. Si la primera condición para que se reconozcan nuestras exigencias de libertad y dignidad es presentarnos ante el mundo como adultos responsables, parece obvio que los modos de quienes nos simbolizan desmienten tal afán, convertido en pura utopía. ¿Razonable reclamar justicia e igualdad cuando nuestros usos legitiman privilegios e impunidad?

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DONATO 100    Por Donato Ndongo-Bidyogo

 

Aunque nos pese, los africanos nos haríamos un infinito bien asumiendo nuestras culpas por fomentar muchos de los males que padecemos. Ni fuimos el único continente colonizado, ni, tras su finalización formal, la indudable opresión extranjera puede ser el eterno cajón de sastre al cual atribuir todas nuestras miserias. Si la primera condición para que se reconozcan nuestras exigencias de libertad y dignidad es presentarnos ante el mundo como adultos responsables, parece obvio que los modos de quienes nos simbolizan desmienten tal afán, convertido en pura utopía. ¿Razonable reclamar justicia e igualdad cuando nuestros usos legitiman privilegios e impunidad?

El 14 de junio pasado, el Tribunal Penal Internacional (TPI) ordenó a las autoridades sudafricanas el arresto de Omar El-Beshir, presidente de Sudán, participante en una reunión de la Unión Africana en Johannesburgo. Ratificado el mandato por el Tribunal Supremo de Sudáfrica, prohibiéndole salir del país, el Gobierno del presidente Jacob Zuma desoyó ambos requerimientos judiciales y facilitó la huida del reo, decisión que indignó a los demócratas del continente y escandalizó a la opinión pública mundial. La arbitrariedad contenida en el mensaje de complicidad de Pretoria contamina la credibilidad de todos los Estados africanos: se sabe que el mandatario sudanés, como otros notorios delincuentes, pasea tranquilo en muchos de ellos, signatarios del Estatuto de Roma. Desde principios de octubre, Sudáfrica se escuda tras el endeble pretexto de la inexperiencia; aduce su Ministerio de Asuntos Exteriores que no supo cómo gestionar una situación que involucraba la inmunidad de un jefe de Estado, y pide “más tiempo” para “explicar” por qué no detuvo al acusado.

Era fácil cumplir las leyes, propias e internacionales. El TPI no reclama al general El-Beshir por delitos menores, sino por el asesinato de, al menos, 400.000 personas en la región de Darfur, campaña de represión que generó más de dos millones y medio de refugiados. Por ello, el fiscal Luis Moreno Ocampo inició la investigación en 2008 que generó las órdenes de detención dictadas en 2009 y 2010. Existen, además, pruebas suficientes de su desfalco continuado a su mísero país, amasando una fortuna personal cifrada en 9.000 millones de dólares desde que en 1989 se aupó al poder mediante un golpe de Estado. Desde entonces, gobierna sin parlamento, ni Gobierno, ni partidos políticos; expulsó del país a las ONG, dejando desamparados a más de un millón de compatriotas. Informan organismos humanitarios que su régimen personalista reprime con crueldad cualquier asomo de contestación, especialmente de la prensa. Sudán vive en un estado de sitio permanente.

No es solo un peligro para los sudaneses: se sabe que el general El-Beshir favorece la propagación del integrismo islamista en su país y en la región; protector de Al Qaeda y otros movimientos yihadistas, no es ajeno a la fanatización religiosa en determinados países magrebíes y sahelianos, como Malí, Níger, Nigeria o Chad.

Cabe preguntarse entonces si, para ciertas mentalidades, no son punibles atrocidades como crímenes de guerra, de lesa humanidad, genocidio y corrupción, por los cuales es reclamado en La Haya. ¿Ser africano, o negro, les vuelve angelicales? ¿No merecen sus víctimas el consuelo moral de la justicia?

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