La COVID-19 a distancia

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Casi en cada hogar de Guinea Ecuatorial, da igual que sean mansiones levantadas con cemento o casas construidas con madera, hay una tele, ya sea antigua, nueva, en blanco y negro, pequeña o de 50 pulgadas. Y casi en cada uno de ellos hay una parabólica o cuentan con canales vía satélite para ver las noticias de fuera del país. Si el poder adquisitivo de sus ocupantes impide que cuenten con una, se enteran por los vecinos que sí disponen de ella, o por el informativo de alguna de las cadenas nacionales que, a diferencia de lo que sucede en los medios de aquí –en los que Guinea aparece de siglo en siglo–, tienen muy presente en la sección de Internacional lo que pasa en nuestro país.


Por supuesto que ese interés no es espontáneo, sino que está directamente relacionado con el histórico vínculo colonial que une a los dos países. No obstante, a día de hoy, y desde un punto de vista más pragmático, también tiene que ver con el hecho de que son pocos los ecuatoguineanos que no tienen algún familiar aquí. Esa es la forma por la que muchas personas están permanentemente actualizándose acerca de cómo se está viviendo la pandemia a unos 6.000 kilómetros de su residencia, y cómo nos está afectando.
Lo curioso –y quizá debería decir, también, lo hermoso– es que desde que la pesadilla sanitaria comenzó, el flujo de comunicación no ha cesado. En las dos direcciones, claro. Qué duro es que el mundo se ponga patas arriba, saberte lejos de los tuyos y observar a distancia los paisajes que llevas décadas viendo a través de fotos o de la pequeña pantalla, pero ahora radicalmente distintos debido a que están vacíos. Y qué mal ver las noticias y morirte de miedo escuchando cifras que, hasta que la curva modificó su trayectoria y comenzó a bajar, provocaban nudos en la garganta que difícilmente se podían desatar. Sin embargo, no es lo mismo que un periodista lo cuente que reconfortarse escuchando las voces de los seres querido. Por eso, desde ­Bata o Malabo, mi familia y mis amistades nos llaman, a veces desde el locutorio y otras desde casa, fundiéndose en cuestión de escasos minutos el saldo del móvil solo para que les respondamos a una pregunta: «¿Estáis bien?». Luego, supongo, respiran aliviados.


¿Pero qué hay de quienes estamos en este lado? Que la falta de información nos martiriza, e imaginar en base a las pocas noticias que nos llegan, también. Hemos oído que los números de infectados allí son menores, o que un facultativo francés sugirió experimentar una futurible vacuna para la ­COVID-19 en los cuerpos de los pobres del planeta para que la otra parte del mundo continúe gozando de paz, salud y tranquilidad. Así mismo, sabemos que el confinamiento es un lujo de un segmento poblacional, el occidental, donde la gente suele tener viviendas que son escudo –más que cárcel, por mucho que se quejen–, y, pese a la inseguridad laboral, existen algunas ayudas. Sin embargo, en África, hay un montón de ciudades en las que el mercado informal es lo habitual, donde unas sillas de plástico y cuatro mesas ya son un bar, y unos esmaltes y unas banquetas en una esquina, el lugar en el que muchas personas se hacen la manicura. Precisamente por eso, el encierro privará de trabajo y de sustento a toda la gente que vivía al «medio-día», porque «al día» ya era demasiado.
Cuando todo esto acabe, nos levantaremos tras una caída que nos ha dejado en el suelo durante mucho tiempo. La diferencia sustancial radicará en cómo nos alzaremos. Algunos únicamente tendrán que limpiarse el polvo de las rodillas, mientras que otros necesitarán muletas que se tendrán que fabricar ellos mismos, puesto que nadie se las va a proporcionar.

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