Le pays va mal

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La violencia yihadista y el posible juicio a Blaise Compaoré copan la atención en Burkina Faso


Por José Carlos Rodríguez Soto desde Uagadugú (Burkina Faso)

La salida del expresidente Blaise Compaoré a finales de 2014, motivada por la presión social de los burkineses, abrió la espita de la inestabilidad en el país. Desde entonces, la violencia yihadista ha contaminado Burkina Faso. El asesinato de dos periodistas españoles y un cooperante irlandés a finales de abril ha sido una de sus últimas manifestaciones.

Thierry luce orgulloso una camiseta con la imagen de Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso desde 1983 hasta su asesinato en 1987. Este joven taxista no conoció a su admirado líder, como ocurre con la mayoría de los burkineses –más del 65 % tiene menos de 25 años–, pero habla de él con una devoción casi religiosa: «Luchó contra la corrupción, plantó cara a los franceses, nacionalizó las tierras, impuso la austeridad en el Gobierno…». Mientras le escucho, recuerdo una conversación el día anterior con un funcionario de una organización internacional que sí recuerda aquella época y añade una observación que solo los más mayores se atreven a hacer: «Sankara, además de ingenuo, fue demasiado rápido, no se dio cuenta de que en el interior del país la sociedad es muy conservadora, que los jefes tradicionales tienen mucha influencia y que antes de hacer cambios hay que convencer a la gente». No faltan los que apuntan a factores étnicos para explicar la caída de Sankara: su madre era peúl, una etnia minoritaria en un país en el que tradicionalmente el poder ha estado en manos de la comunidad mossi, a la que pertenecen los dos últimos mandatarios: el derrocado Blaise Compaoré y el actual presidente, Roch Marc Christian Kaboré.

Los que han desempolvado la memoria de Sankara celebran el reciente anuncio del juicio contra los presuntos autores de su asesinato. Un tribunal militar decidió el 13 de abril inculpar a Compaoré y a otras 13 personas –cinco de las cuales ya han fallecido– por atentado contra la seguridad del Estado y complicidad en el asesinato de Sankara y 12 de sus compañeros. Pero será difícil que comparezcan delante de la justicia, especialmente Compaoré, quien tras derrocar a Sankara fue presidente de 1987 a 2014. El antiguo mandatario reside hoy en Costa de Marfil, país del que tiene la nacionalidad.

En el destartalado taxi de Thierry suena un pegadizo estribillo a ritmo de reggae: «Le pays va mal, le pays va mal». El conductor explica que es de un cantante marfileño, Tiken Kah Fakoly, y que hace dos años se convirtió en un himno de protesta que ahora se canta en reuniones y manifestaciones en la capital burkinesa. 

A finales de octubre de 2014, en uno de esos rincones de -Uagadugú, la plaza de la Nación, decenas de miles de personas, en su mayoría jóvenes, se concentraron durante tres días en una protesta masiva que culminó con la salida de Compaoré, quien, tras 27 años en el poder, acabó con la paciencia de su pueblo al intentar cambiar la Constitución para suprimir el límite de mandatos presidenciales. 


El icono de Sankara trasciende las fronteras burkinesas. Postales con su imagen a la venta en una librería de Río de Janeiro. Fotografía: Mauro Pimentel / Getty

El proceso de cambio


La transición, que duró algo más de un año, no estuvo exenta de -sobresaltos, incluido un fallido intento de golpe de Estado en 2015, poco antes de los comicios. Ganó el actual presidente, Roch Marc Christian Kaboré, que volvió a imponerse en la primera ronda de las presidenciales de noviembre de 2020 con el 57,87 % de los sufragios. Muchos le consideran un «cambio en la continuidad», ya que formó parte del Gobierno de Compaoré desde que este asumió la jefatura del Estado. Sus partidarios citan, entre sus logros, la atención médica gratuita para mujeres y niños menores de cinco años, la mejora del suministro de agua potable y la construcción de nuevas carreteras. Pero lo que no ha dejado de crecer en los últimos seis años es la preocupación por el terrorismo. Según la ONG ACLED, desde 2015 hasta la fecha se han contabilizado algo más de 5.000 muertos en ataques, casi la mitad el año pasado. Según la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), un millón de burkineses se han convertido en desplazados. Algunos de los que lucharon por la democracia hace siete años se muestran hoy desencantados y susurran que tal vez fue un error forzar la salida de un presidente militar, que podría haber controlado mejor la inseguridad. «Le pays va mal».

Adiós a la cultura

Antes de que empezaran los ataques terroristas, Burkina era un país pobre pero en paz. Según datos de la ONU, durante los últimos años ha ocupado el sexto o el séptimo lugar entre los países con menor índice de desarrollo humano, pero la disciplina y determinación de sus habitantes han hecho milagros. En la capital, Uaga para los burkineses, hay orden, limpieza y los servicios básicos como la electricidad y el agua corriente no faltan, incluso en los barrios más pobres. Los que poseen una moto circulan por sus calles alineándose con cuidado, sin caos. Las cosas funcionan. Policías y gendarmes atienden al ciudadano con una amabilidad exquisita. En un país marcado desde siempre por las sequías, el suelo árido del Sahel y la falta de recursos naturales, florecen prestigiosas universidades frecuentadas por numerosos estudiantes becados procedentes de otros países africanos.

Uagadugú brillaba también por su efervescencia cultural, pero el terrorismo y la COVID-19 han retrasado hasta octubre de 2021 la edición del
FESPACO, un festival internacional de cine que se celebraba desde 1969. La SIAO, una feria internacional de artesanía y comercio, no se celebra desde 2018. El que ha dicho también adiós ha sido el prometedor sector turístico, muy atractivo sobre todo para personas interesadas en la vibrante cultura tradicional del país y  que empezó a despegar allá por los años 90.



Un vendedor de periódicos sostiene un ejemplar con la imagen del expresidente burkinés, Blaise Compaoré. Fotografía: Olympia de Maismont / Getty


La hidra del terrorismo

El terrorismo islamista que golpea Burkina Faso es un monstruo de, al menos, tres cabezas: Al Qaeda en el Magreb Islámico, DAESH y -Ansarour Islam. Aparecieron primero en el norte, cerca de Malí, y se han desplazado por la frontera con Níger hasta llegar al sur, donde su presencia preocupa en Togo y Benín. Sus ataques han obligado al Gobierno en varias ocasiones a declarar el estado de emergencia en algunas provincias del interior. Los terroristas han atacado mercados, iglesias y también a imanes que se oponían a sus tesis radicales. Uno de los últimos incidentes tuvo lugar en la reserva de Pama, en el este del país, el pasado 26 abril, cuando un grupo de hombres armados atacó el convoy de una ONG en el que viajaban dos periodistas españoles: David Beriain y Roberto Fraile, que realizaban un documental sobre la caza furtiva, y un irlandés miembro de la ONG conservacionista Chengeta Wildife. Los tres fueron secuestrados y asesinados por sus captores. El 3 de mayo, otro ataque en la comunidad de Kodyel, en el este, dejó cerca de 30 muertos.

La capital es hoy relativamente tranquila, aunque todos cruzan los dedos para que no se repitan los graves ataques de hace unos años. Una placa enfrente del Splendid recuerda a las 30 víctimas mortales de un ataque contra ese hotel y el restaurante Capuccino, ambos frecuentados por ciudadanos europeos, en enero de 2016. Dos meses después, en sendos ataques contra la embajada de Francia y el cuartel general del Ejército, murieron otras 16 personas.

Una de las incógnitas sin resolver en este conflicto tiene que ver con la antigua guardia presidencial de Compaoré. Cuando en septiembre de 2015 sus líderes intentaron abortar el proceso democrático por la fuerza, fracasaron y fueron juzgados. Muchos creen que la disolución de esta guardia pretoriana tuvo una consecuencia nefasta: los antiguos oficiales que manejaban la información de seguridad más sensible se fueron sin transmitir sus conocimientos de inteligencia militar a los nuevos funcionarios encargados de la seguridad. Hay quien va más lejos y asegura que Compaoré, durante su mandato, alcanzó un acuerdo con los grupos yihadistas de la región para que no entraran en Burkina Faso. 

El conflicto no solo provoca muertos e inseguridad. La cohesión social es un edificio al que cada vez le salen más grietas. Algunos jóvenes explican que muchos cristianos en zonas rurales castigadas por la violencia desconfían de sus vecinos musulmanes, sobre todo de los peúles, a los que acusan de encubrir, incluso de colaborar, con los terroristas. Uno de los grupos, Ansarour Islam, está formado casi en su totalidad por militantes de esta etnia.

Fronteras porosas

Los expertos en seguridad temen que la inestabilidad esté creando un pasillo yihadista en el Sahel donde los terroristas pasen de una frontera a otra con facilidad. En 2019 se celebró en Uagadugú una cumbre de 15 países de la zona en la que se comprometieron a emprender un ambicioso plan quinquenal de cooperación en materia de seguridad. -Burkina forma parte del G5-Sahel, una fuerza multinacional antiterrorista de 5.000 soldados formada también por Malí, Mauritania, Chad y Níger. Pero este ejército todavía no consigue funcionar de forma adecuada por falta de coordinación. Francia, con 4.000 soldados en la Operación Barkhane, concentrados sobre todo en Malí, no abarca esta enorme zona.

Muchos temen que, tras la derrota del Estado Islámico en Irak y Siria, los combatientes procedentes de estos países intenten reconstruir su califato en el Sahel. Si lo intentan, Burkina Faso puede ser el eslabón de seguridad más débil. Tras la muerte del presidente chadiano Idriss Déby el pasado mes de abril se abren muchos interrogantes como consecuencia de la inestabilidad en Chad. Mientras, el Gobierno se ha mostrado dispuesto a dialogar con los yihadistas, y hay indicios de que han tenido lugar contactos discretos, pero muchos se muestran escépticos sobre los resultados de una hipotética negociación.  

Los problemas que sufre hoy Burkina Faso son muy distintos de los que tuvo que afrontar el hombre cuya imagen se encuentra hoy multiplicada en telas o camisetas por todo el país. Cuando comience el proceso contra sus presuntos asesinos, que llega tras varios años de investigación, se reavivará aún más la llama de su recuerdo. Burkina, como muchas otras sociedades, ha rescatado la imagen de un héroe que domina el mito fundacional del país. Un país cuya buena estrella declina hoy por culpa de la violencia de los extremistas.   



Un burkinés mira la portada de un periódico local sobre el ataque terrorista a la localidad de Solhan. Fotografía: Olympia de Maismont / Getty

Horror en el Sahel



Por Enrique Bayo

Los obispos de Burkina Faso y Níger han mostrado una gran preocupación por la multiplicación de los ataques terroristas en la zona del Sahel. La noche del 4 al 5 de junio, un grupo de hombres armados, presumiblemente pertenecientes a grupos yihadistas, atacaron la localidad de Solhan, al norte de Burkina Faso, y asesinaron a más de 160 personas en el peor ataque terrorista desde 2015.

En un mensaje hecho público el 11 de junio, ambos episcopados se muestran en estado de shock por «la noche de horror de Solhan», presentan sus condolencias a los afectados y agradecen la cercanía del papa Francisco, que envió un mensaje ofreciendo su oración por las víctimas de la masacre. Los obispos reconocen los esfuerzos realizados en materia antiterrorista y agradecen su trabajo a las fuerzas de seguridad, pero también se preguntan cómo son posibles acciones como la de Solhan contra una población «rodeada de bases militares tanto nacionales como extranjeras». Además, expresan sus dudas «sobre el interés de la presencia de tantas fuerzas extranjeras en nuestros territorios. Este hecho constituye una gran preocupación para las poblaciones, preocupación que compartimos».

Por su parte, Mons. Laurent Dabiré, obispo de la diócesis de Dori, a la que pertenece la población de Solhan, ha querido matizar que «el país es atacado por diversos grupos que utilizan el islam con fines propagandísticos», aunque matiza que «el islam de los grupos armados no es el de nuestros hermanos. Los musulmanes de Burkina Faso son también las víctimas».

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