«Mayotte es un laboratorio de nuestra realidad»

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Natacha Appanah, escritora mauriciana
Lleva más de 20 años escribiendo, es autora de la editorial francesa Gallimard, y fue finalista del premio Goncourt (2017). En Trópico de la violencia narra la realidad de los menores en las calles de Mayotte, «una isla maravillosa, salvaje y marcada por la violencia cotidiana».
La historia va de un personaje a otro, cinco voces que hablan a la vez. ¿Cuál es su técnica para lograr que la narración fluya?

Es una polifonía, una historia vista desde diferentes ángulos. Cuando empecé el libro solo existía la ver­sión de Marie, la madre de Moïse, quien contaba en primera perso­na su vida y en la que ya aparecían todos los personajes. Cuando acabé de escribirla supe que algo no fun­cionaba. Viví dos años en Mayotte, entre 2008 y 2010, y acabé la histo­ria de Marie en 2015, tras regresar a Mayotte para verificar algunas cosas. Es una historia tan compleja y sin­gular que cada personaje necesita su propia voz. Es como si nos estuvie­sen hablando a los lectores, como en el teatro antiguo, una tragedia griega.

¿Cómo logra que nos metamos en la piel de Marie, Moïse, Bruce, Oliver y Stéphane en capítulos tan cortos?

Sea en primera o tercera persona, un narrador omnisciente, el escritor an­hela que el lector crea en su histo­ria. Para Trópico de la violencia (De Conatus, Madrid 2019) trabajé mu­cho sobre el lenguaje de cada uno, có­mo se expresarían, moverían y reac­cionarían. En el segundo viaje hablé con muchos jóvenes, sin cuaderno ni bolígrafo, no recopilaba información, sino que les decía que estaba escri­biendo un libro. Les hacía preguntas, observaba cómo vivían, escuchaba las historias de los bomberos y las enfermeras, y así fui comprendiendo la complejidad de esa isla.

¿Qué le llamó la atención en relación a los jóvenes? ¿Por qué escribir sobre ellos?

Fue una de las primeras cosas que percibí al llegar a Mayotte en 2008: el número de niños que había en la calle. Al principio, creía que era al­go positivo, una isla de los niños, parecían contentos, jugaban… Pero alguien me dijo que me equivocaba completamente. La mitad de ellos no tienen padres porque han sido detenidos y repatriados. Cuando son pequeños siempre tienen a alguien, no ocupan mucho espacio, son muy monos…, pero cuando llegan a la adolescencia no hay nada para ellos. Poco después empecé a ver a jóvenes durmiendo en la calle que buscaban la forma de ganar dinero. Un con­traste por tratarse de un territorio francés con tantos niños desnorta­dos, una isla laboratorio para todo lo que nos interesa en la actualidad, sobre la cuestión migratoria, iden­titaria, medioambiental, religiosa… Esa isla es un laboratorio y eso me interpeló y obsesionó.

¿Son niños de Mayotte o de fuera de la isla?

Algunos llegan en familia, otros na­cen poco después de llegar sus ma­dres en avanzado estado de gesta­ción. Mayotte tiene la tasa de nata­lidad más alta de nacimientos al día de Europa porque existía el derecho a la nacionalidad por nacer en tierra francesa, aunque esto se modificó el año pasado. Cuando los padres son detenidos por la policía no dicen que tienen hijos. Y cuando son devueltos, los niños se quedan porque los pa­dres prefieren que tengan un lugar, y se quedan con un primo, un tío o un amigo. Pero durante la adolescencia, esos niños empiezan a hacerse pre­guntas, a gestionar mal su situación, que les hayan abandonado. También están los niños que hacen el trayecto solos, a los que no se puede devolver; y los jóvenes que han nacido en Ma­yotte y durante la adolescencia sufren una ruptura familiar, como podría ocurrir en cualquier lugar.

¿Qué preguntas se hizo para encaminar el relato?

Todas mis historias nacen de una ob­sesión por comprender, no las razo­nes exactas, sino lo cotidiano, el sen­timiento, el corazón. Quería contar la historia de un joven que tiene una vida estable y que, de pronto, ve có­mo esa forma de vida se detiene. Me obsesiona ese cambio repentino que le hace enfrentarse a su color de piel, su identidad, su infancia, a las men­tiras de su niñez, y, al mismo tiempo, mantiene todo el amor que le dio su madre. Ser fuerte y débil por ese amor recibido. Esa fue mi gran pregunta.

Un grupo de niños de la calle han improvisado una vivienda en la plaza de la República, de amoudzou, la capital deMayotte, en junio de 2016. Fotografía: Camille Lecat / Via Getty


En España, la situación de los menores no acompañados, genera rechazo en parte de la población. Se los criminaliza. ¿Qué opina?

No quiero opinar sobre la situación española, pero es como se percibe la llegada de extranjeros, y además los jóvenes dan miedo. Los que llegan son los más fuertes, tanto física co­mo mentalmente, existe ese miedo a su vitalidad. En Mayotte, el Frente Nacional, de extrema derecha, es el primer partido de la isla. Hay una repercusión enorme, reacciones xe­nófobas, violentas, pero creo que es porque las cosas van muy rápido.

¿No hay tiempo para comprender la situación de estos menores?

Sí, pero es que ellos también van muy rápido. El mundo va tan rápido que hay mucha incomprensión.

¿Qué destacaría de la relación entre Moïse y Bruce?

Moïse es un chico criado por Ma­rie, una enfermera blanca que vi vió tiempo en la ciudad. Su madre biológica le ha abandonado al nacer por tener un ojo verde y otro negro, lo que se considera maléfico. Es un niño que podría traer mala suerte, y es abandonado en los brazos de Marie, no en la calle, sino en sus brazos. Ella le adopta y cría como si fuera su hijo, como si fuera un niño blanco. Va a la escuela, ve dibujos, come cereales, escucha música eu­ropea. Con 14 años muere su madre y se topa con Bruce, que nació en Mayotte, tuvo una infancia tierna y está muy unido a su tierra. Conoce las tradiciones, pero ha roto con su familia, fue humillado en la escuela porque no conjugaba correctamente el francés. Cuando se encuentran, son el verso y el reverso de un mis­mo espejo. Tienen la misma edad, se parecen porque son del mismo ori­gen, pero Moïse envidia de Bruce su capacidad de ser fuerte, de creer en sus raíces, confiar en su identidad, dominar, hacer la ley… Tiene celos y miedo al mismo tiempo. Y Bruce, que envidia la vida segura de Moïse, piensa: «No ha tenido nunca proble­mas», habla bien francés, es tan ino­cente que comparte lo que come con su perro. Es una relación de atrac­ción y rechazo que se extiende por todo el texto.

Hay mucho detalle en la descripción de ambientes, lugares… ¿Es imaginario o hay referencias reales?

Ambos. Son los sitios en los que he estado, los que he observado de le­jos. Soy muy sensible a lo que me ro­dea. En Mayotte, la geografía impone un comportamiento a la persona que considero esencial en el relato.

¿Su origen indio y haber vivido en varios países afecta a su escritura?

Soy de origen indio de forma leja­na, sé que tengo un parecido físico… Cuando estaba en Mayotte me con­fundían con una malgache, mauri­ciana, o de isla Reunión. Todos so­mos criollos, habitantes de las islas. Era invisible, en el buen sentido de la palabra, no como en Europa, donde a veces soy invisible en el mal sentido. En Mayotte la gente se parecía a mí, y cuando trabajé con los bomberos en el barrio Gaza, mi color de piel me ayudó mucho. En cambio, cuando se publicó el libro, fue diferente. Este libro es amado o detestado. No deja indiferente, lo que es bueno. Me reprochan ser mauriciana y haber escrito así sobre nosotros, es duro y difícil.

¿Qué es la identidad?

Es como la arena en movimiento, lo que más cambia. No creo que nues­tra identidad esté escrita en el már­mol, el tiempo pasa también por ella. Queremos, dejamos de querer, tene­mos hijos, relaciones diferentes con nuestros padres, dejamos un país, ocupamos un lugar… Todo eso hace que se transforme nuestra identidad.

¿Cómo condiciona a los menores de la calle?

Esta historia es particular, no uni­versal. Contamos con referencias re­ligiosas, de nuestro país, de nuestro tiempo pero es como una matrioska: está la gran historia, la familiar, la ín­tima, la de la aldea, la que alguien os contó en secreto un día cuando tenías 13 años y que te condiciona comple­tamente… Las identidades con las que nos identificamos son estáticas, fijas, lingüísticas, culturales, pero cuando aceptemos que el cambio es con lo que podemos contar, nuestra identidad será magnífica.

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