Misioneros con presos

Por Gerardo González Calvo Se informó hace unos meses que de los 327 presos españoles que hay en Perú, unos 200 se encuentran en la prisión Ancón II, levantada en medio de un paisaje desértico a varios kilómetros de Lima. Se aseguraba también que allí han muerto ocho españoles en los últimos tres años. No he tenido la ocasión de visitar ese penal, pero sí conocí otro en Perú del que se podría decir lo que advierte Dante en el Canto III sobre el Infierno en La divina comedia: “¡Oh, vosotros, los que entráis, / abandonad toda esperanza!”. Estuve en otra cárcel en Kinshasa, capital de la República Democrática de Congo, pero, en comparación con la peruana, parecía un hostal.

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Se informó hace unos meses que de los 327 presos españoles que hay en Perú, unos 200 se encuentran en la prisión Ancón II, levantada en medio de un paisaje desértico a varios kilómetros de Lima. Se aseguraba también que allí han muerto ocho españoles en los últimos tres años. No he tenido la ocasión de visitar ese penal, pero sí conocí otro en Perú del que se podría decir lo que advierte Dante en el Canto III sobre el Infierno en La divina comedia: “¡Oh, vosotros, los que entráis, / abandonad toda esperanza!”. Estuve en otra cárcel en Kinshasa, capital de la República Democrática de Congo, pero, en comparación con la peruana, parecía un hostal.

Visité la cárcel peruana de Cerro de Pasco en el verano de 1980 con el misionero comboniano español Isidro Sans. Esta ciudad, considerada la capital minera de Perú por sus cuantiosos recursos de plata, cobre, cinc y plomo -explotados ya en la época colonial-, se encuentra a 4.380 metros de altitud sobre el nivel del mar, en la meseta de Bombón, altiplano de la majestuosa cordillera de los Andes. El P. Sans, poco después de ir a trabajar en los años setenta como misionero a Cerro de Pasco, decidió visitar la cárcel un día a la semana para charlar con los presos y echarles una mano, si lo deseaban

Al principio, los presos recibieron al P. Sans con mucha desconfianza, por suponer que los iba a sermonear y obligarles a ir a misa. Se fueron fiando de él poco a poco, sobre todo a partir de un día en que les propuso facilitarles la venta de sus trabajos manuales: canastas, mesitas de centro, lámparas, muñecos, sombreros y juguetes de madera. Para dar salida a estos productos, el P Sans creó una hermandad con miembros de la parroquia de Cerro de Pasco. El precio lo fijaban los presos, la hermandad los vendía en las dependencias parroquiales y entregaba el dinero a los artesanos. Además de esta ayuda, la parroquia se interesó por las causas pendientes contactando con abogados para agilizar los trámites legales. Gracias a estas gestiones, me comentó el P. Sans, algunos reclusos consiguieron la libertad.

Comprobé la calidad de algunos de estos trabajos; pero lo que más me impresionó fue la suciedad imperante, el hacinamiento y la desesperación en la mayoría de los reclusos en la cárcel de Cerro de Pasco, que era lo más parecido a una zahúrda extramuros de la dignidad humana. Olía a inmundicia y miseria. Un hombre desdentado y avejentado, aunque me aseguró que solo tenía 40 años, me recitó en voz baja: “Cárcel de Cerro de Pasco, / de piedras, de cal y canto, / sepultura de hombres vivos, / donde se muestran ingratos / los amigos más queridos”.

La otra cárcel que visité fue Makala, a las afueras de Kinshasa. En 1996 fui a verla en compañía de la Hermana Nuria, misionera española del Sagrado Corazón. Esta misionera era menuda y flaca, pero tenía un vigor asombroso. Me presentó al director adjunto de la cárcel, Adolph Nzenze, quien nos dijo afablemente: “Podéis ver todo lo que queráis”. Habían pasado dieciséis años desde que estuve en Cerro de Pasco. Supuse que iba a ver algo similar, pero no fue así. Lo primero que me fascinó fue una magnífica biblioteca y lo segundo un gran patio soleado por el que paseaban algunos presos con aspecto saludable. Había allí muchas perolas en las que se cocinaba ñame y parrillas para asar mazorcas de maíz que suministraban los familiares de los presos.

Después de visitar las celdas y otras dependencias, comenté a la Hermana Nuria: “Esto no parece una cárcel”. Me aseguró que para llegar a esta situación se habían realizado esfuerzos titánicos durante los últimos veinte años. De hecho, había en 1996 unos 800 pesos, pero llegó a albergar a 2.000 en 1975, con los consiguientes problemas para la higiene y la salud. La también misionera española Felicidad Vélez a principios de los años noventa exigió a las autoridades zaireñas que tomaran medidas sanitarias para erradicar un brote de cólera; el gobierno, presidido entonces por Mobutu Sese Seko, negó la existencia de cólera y expulsó del país a la misionera, pero la realidad es que murieron varios presos a causa de esta efermedad.

La Hermana Nuria llevaba ya una veintena de años atendiendo a los presos de Makala con dos actividades específicas: ayudar en el dispensario para curar a los enfermos y desempolvar los papeles, cuando los había, de las causas pendientes. Comprobó, con la ayuda de religiosas de varias congregaciones misioneras que trabajaban en Kinshasa, que más del 80 por ciento de los presos no habían sido juzgados, a pesar de llevar cinco o diez años en Makala. Me aseguró que fue muy duro trabajar con los jueces, pero que lograron resolver decenas de casos.

Al salir de la cárcel de Makala, el director adjunto pidió a la Hermana Nuria que hiciera algo por algunos presos que tenían problemas de visión. Me comentó, mientras sujetaba mi mano con fuerza: “Mamá Nuria es la luz que ilumina nuestra ceguera”. Quizá esta prisión congoleña era entonces un caso singular en África, pero así la vi y así lo relato.

En cualquier caso, ambas cárceles eran muy distintas en dos países sacudidos entonces por la marginación y la penuria; pero tenían un rasgo en común: los misioneros se ocupaban no de hacer más llevadero el calvario de los presos, sino de preservar su dignidad y conseguir que la justicia actuara con prontitud. Una cárcel, después de todo, no es un lazareto para recluir a apestados, ni mucho menos una porqueriza, sino un lugar en donde se encuentran personas arrestadas por quebrantar la ley, pero que tienen derecho a vivir con dignidad y ser juzgadas con prontitud y con todas las garantías procesales.

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