Pesca

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Un grupo de hombres tira de la soga. Marcan el esfuerzo con un ritmo gutural que acompasa los tirones que arrastran una pesada red que, sin prisas, se asoma entre las olas que rompen sobre la playa.

Decenas de gaviotas sobrevuelan la escena y compiten con las pandillas de niños que revolotean alrededor de los adultos en un intento de ayudar que, en realidad, se convierte en estorbo. Algún grito o amenaza de castigo les hace retroceder un poco, pero sin alejarse demasiado porque no quieren perder detalle de lo que sucede delante de sus ojos.

Las mujeres aguardan un poco más atrás, sentadas sobre la arena, rodeadas de barreños, cubos y de los hijos más pequeños que juegan o dormitan colgados a las espaldas de sus madres. Un poco apartadas, pero no muy distantes, esperan las más jóvenes comentando noticias y chascarrillos para entretener el tiempo.

Los hombres sudorosos, con torsos desnudos y pantalones remangados, siguen absortos en su labor. La red está cada vez más fuera. Se la ve llena, todos se miran con ojos cargados de satisfacción y esperanza. Las mujeres contienen el aliento.

Por la mañana salieron las barcas. Los pescadores, de pie sobre ellas, formaron semicírculos con las redes que desplegaban sobre la mar. Se podían apreciar sus diestras maniobras desde la playa. Ahora, al atardecer, es tiempo de recogerlas y ver el fruto que ha caído en ellas. Unos y otros se ayudan. Forman cuadrillas para arrastras las sogas que darán paso a las mallas. Primero, la de una barca, luego la de otra. Así se turnan hasta que todas estén fuera. Es ahora cuando llegan las mujeres y las jóvenes con sus recipientes. Se separan los plásticos que se han enredado en el paño de nailon, botellas, bolsas o suelas de chancletas y otras basuras que cada vez son más frecuentes en estas aguas. Los peces empiezan a ser distribuidos. Primero los más grandes, luego los pequeños. Concluida la operación, baldes y cubetas desaparecen en distintas direcciones y sus porteadoras vocean sus contenidos en la espera de venderlos lo antes posible.

«Cada vez sacamos más basura y menos peces», se lamenta el viejo Ouattara. «Así es difícil vivir». Culpa a los grandes barcos extranjeros, que a veces se divisan en el horizonte, de la merma que experimenta su mar. Entiende que los jóvenes no quieran seguir los pasos de sus padres y huyan lejos de la profesión que durante generaciones alimentó a decenas de familias en la zona. Los ve partir casi a diario. «Solo quedan niños y mujeres», murmura mientras enciende su pipa con un gesto mecánico.

Los más pequeños no parecen preocupados por su futuro. Se han apoderado de algunos pececillos y encienden una hoguera donde asarlos. Las gaviotas también se dan un festín con los restos de la pesca que quedan esparcidos sobre la arena y se los disputan con algunos perros que se han acercado desde la aldea.

En el horizonte, el sol se zambulle en un mar que se tiñe de rojo.

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