Pon una negra en tu mesa

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Pon una negra en tu mesa, a una cualquiera, aunque sea para rellenar, a fin de que no te digan que algo está mal. Pon una negra en tu mesa para que quede bonita y no te acusen de falta de diversidad.

Comienzo con ironía un texto en el que quiero reflexionar sobre la instrumentalización que estamos padeciendo muchas mujeres negras en los últimos tiempos. En un afán de «integración urgente de las otras voces», producto de la convicción, en algunos casos y en otros de las amonestaciones previas derivadas de nuestras ausencias (una reciente fue la queja de la youtuber Desirée Bela-Lobedde, que afeó el hecho de que en un seminario sobre feminismo usaran la foto de Angela Davis aclarada y no invitaran a ninguna mujer no blanca), ha surgido la necesidad de contar con nosotras en infinidad de espacios. Al fin, parece haber una intención real de acabar con la subalternización histórica a la que nos han relegado (repito, «otras voces»). Sin embargo, pensar que todas podemos hablar de todo es inaudito e implica tener interiorizado que, o bien tenemos superpoderes que nos permiten contar con una sabiduría universal o bien, poco importa nuestro discurso siempre y cuando pintemos esas reuniones con nuestra presencia. Sin ir más lejos, a mí me han llamado tres veces en lo que va de año para participar en conferencias sobre feminismo, aun cuando he dejado claro que yo de lo que sé es de medios de comunicación.

Sería bueno repensar el término integración. Partamos de que muchas de nosotras no creemos que necesitemos ser integradas, lo que queremos son los mismos derechos y eso pasa, entre otros miles de cosas, porque se visibilicen nuestros discursos, así, en plural, desde la polifonía de conocimientos, opiniones, ideologías y sentires que nos atraviesan. Somos poliédricas, como el resto de humanas y no meras pieles que tapizan las sillas en las que nos piden que nos sentemos.

Un día, un compañero de trabajo me dijo que estaba harto de un hombre al que siempre entrevistaban en su programa cuando había que hablar de juventud, inmigración o racismo, puesto que hacía lustros que había dejado de ser joven, era nacido en Madrid y ni siquiera le veía especialmente negro. «La culpa es del programa –le respondí–, no de él». El problema, pues, radica en el funcionamiento mediático, extrapolable a otros mundos, que entiende que no hace falta buscar más, puesto que ya cuentan con UNA fuente a la que otorgan capacidad plenipotenciaria. He estado en charlas en las que he observado con estupor cómo algunas personas blancas escuchan con admiración intervenciones basadas en las vivencias que tienen la profundidad de la experiencia encarnada y que son importantes porque son nuestras, pero que forman parte de lo cotidiano, de conversaciones comunes en entornos en los que no nos consideran marcianas. Cuando suenan tan ajenas, cuando lo usual recibe aplausos, significa que nunca se produjo un encuentro más allá de esa mesa, o que esperaban tan poco de nosotras que cualquier reflexión se torna en algo extraordinario. Quizá, simplemente, acaban de despertar de un letargo y han descubierto que somos y estamos aquí desde siempre, porque los escasos kilómetros que separan la Península Ibérica de África llevan milenios cruzándose.

En mi círculo más cercano tengo amigas negras que pueden hablar de muchos asuntos, pero cada una, ¿obvio?, de lo que conoce. Algunas son expertas en feminismos e intersecciones varias, otras en historia del África precolonial, hay quien sabe de trabajo social y violencia de género, otras hablan de moda, de yoga, de nuevas tecnologías o de rap

Y… créanme, esto no es anormal. Si lo que quieren es contar con ponentes para sus encuentros, basta con hacer un pequeño esfuerzo y buscar.

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