El predicador del desierto

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Mark Desser, vicario general de Yibuti

 

Por Sebastián Ruiz-Cabrera

 

Cuando el padre Mark Desser aterrizó en un viaje fugaz en enero pasado en Madrid, con motivo de la Jornada de la Infancia Misionera, le sorprendió el frío. En su equipaje llevaba poca ropa para el invierno castizo. Una chaqueta negra de hilo, una barba semipoblada –y canosa– y cuentos del desierto. Es uno de los pocos misioneros que trabajan en Yibuti.

 

La historia de cómo este sacerdote de casi dos metros de altura ha acabado siendo vicario general de Yibuti tiene dos explicaciones. Pero ambas comienzan en Detroit, con los rezos provenientes de las mezquitas que hacían vibrar su curiosidad. Esta ciudad del estado de Michigan es indisociable a la historia contemporánea de Estados Unidos. Durante el siglo XX, Detroit fue un símbolo de ­América, la capital más importante en la industria del automóvil con Ford, Chrysler y General Motors como sus buques insignia. Un símbolo mundial de la modernidad, de la potencia del capitalismo estadounidense y de la mano de obra que la construyó. Mark Desser trabajaba como ingeniero para esta última compañía y se encontraba inmerso en una sociedad que experimentaba grandes cambios por la reestructuración de la industria y por las dinámicas demográficas.

Durante más de un siglo, los barrios periféricos de Detroit fueron el hogar de muchos inmigrantes católicos polacos y de sus descendientes. La ciudad prosperó cuando floreció la industria del automóvil, pero su fortuna y composición étnica ha cambiado drásticamente en las últimas décadas, sobre todo a partir de la deslocalización de las tres grandes del motor. Esa identidad de casi un siglo ahora se ha modificado. Por ejemplo, la ciudad de Hamtramck se ha convertido en la primera urbe de mayoría musulmana de Estados Unidos. Bajo este paraguas, explica Desser, “trabajaba con musulmanes. Y siempre estuve muy tocado a propósito del asunto de la paz en Oriente Medio. Como un americano típico, pensaba que con proyectos y con escuelas íbamos a cambiar el mundo… Después de una confesión me di cuenta de que el problema no radicaba allí. Estas opciones pueden ayudar, pero las respuestas se encuentran en la profundidad de nuestros corazones. Hace falta reconciliarnos con Dios”.

En su acercamiento a la fe católica tuvo mucho que ver su madre. Este americano que apacigua su discurso gesticulando con las manos de forma intermitente viene de una familia con 17 hermanos. Él era el penúltimo. “Mi madre rezaba para que uno, al menos uno, fuera cura. Y el Señor escuchó sus súplicas después de tanto tiempo”, sonríe.

 

Monseñor Giorgio Bertin, obispo de Yibuti.

Monseñor Giorgio Bertin, obispo de Yibuti.

 

 

Predicar en el desierto

Al cerrar la etapa en Detroit se le abrieron nuevas puertas. “Estuve en Toledo (España) y después en Perú durante tres años y medio, con los Siervos de los Pobres, pero el amor hacia los musulmanes estaba en mi corazón y no logré quitármerlo; tenía que seguir buscando. Esa búsqueda me llevó a Francia, a una parroquia en la que tenía que evangelizar puerta a puerta. ¡Imagínate!

–¿Quién eres?
–Soy un misionero que quiere hablarte de Jesús.
–¡Pero yo soy musulmán!
–De acuerdo. Y yo católico. Vamos”.

Desser continuaba rezando para discernir su particular encrucijada. Y después de mucha oración se dio cuenta de que “el Señor quería que fuese misionero en un país musulmán. Quería ir a Afganistán y escribí una carta que nunca llegó a ningún lado. Pero justo en esos momentos leí una carta de monseñor Giorgio Bertin, obispo de ­Yibuti, que suplicaba para que vinieran sacerdotes. Ni siquiera tardé media hora en encontrar su teléfono”, rememora sorprendido.

¿Yibuti? ¿Qué sabía de este país?. “Lo que hace falta en el mundo son misioneros de misericordia, personas que lleven la gracia de Dios en contextos donde no la hay, como decía San Juan de la Cruz. Eso me marcó mucho”. Lo demás no importa. Era su primera vez en África y Desser evoca el calor que hacía al salir del avión. “Recuerdo los senderos de los animales que caminaban hacia el agua de los pozos. Me sentía como en Perú. Otra realidad fue reencontrarme con el mundo musulmán, con la llamada a la oración a las cuatro y media de la mañana. Es muy bello. Encontrar la Iglesia en medio de este tumulto. Encontrar esta joya en medio del desierto”.

Además del místico español San Juan de la Cruz, otra de las figuras que alumbró el camino de ­Desser fue Charles de Foucauld, “un bienaventurado que llevó una vida apasionante en medio de los musulmanes”. El caso de Foucauld, nacido en Estrasburgo en 1858, ha inspirado a muchos misioneros, en parte, debido a la conversión por la que pasó: de militar y explorador a sacerdote en el norte de África, donde murió asesinado en 1916.

 

 

 

 

La educación y el desarrollo

Yibuti se encuentra en un lugar estratégico (ver “Territorio de frontera” en Mundo Negro nº 615 pp. 18-25), controla la entrada al Cuerno de África, pero también las aguas entre el mar Rojo y el golfo de Adén. Sin embargo, las extremas temperaturas hacen que la agricultura sea muy complicada y que variedades arbóreas como el prosopis se conviertan en un peligro para la población. Sus raíces pueden penetrar en el suelo a más de 20 metros en busca de agua, para desgracia de la población nómada. El Ministerio de Agricultura de Sudán llegó a proclamar 1996 como el año de la erradicación de esta especie. Y por eso, uno de los primeros trabajos de este exingeniero estuvo relacionado con el prosopis: “Mi labor era sencilla y humilde: arrancar los troncos de los árboles con la gente. Fue mi trabajo durante dos años. Hice amistades con la comunidad gracias al hacha y los palos”.

Con una población que no llega al millón de habitantes y una extensión de 23.200 kilómetros cuadrados, la labor de la Iglesia católica en este pequeño país se centra en la educación. Las escuelas impulsadas por la Iglesia están presentes en Yibuti desde que llegaron los primeros misioneros capuchinos en 1885. “Soy vicario general porque no había muchos sacerdotes donde escoger”, ríe el americano. “También soy el director de una escuela técnica donde doy clases de soldadura. Un hombre con todos los oficios y maestro en ninguno. Todo el apostolado está en el campo de la educación”.

La implicación del misionero en el día a día es esencial para la aceptación de la propia comunidad de acogida. Es la particularidad de las misiones: el trabajo compartido. Como apunta Desser, “aprendemos una estima mutua que no se puede encontrar con un discurso o en una reunión. Hay que compartir la comida, comer con las manos. La gente lo aprecia mucho”.

 

 

El P. Desser con un grupo de alumnos de la escuela en la que trabaja

El P. Desser con un grupo de alumnos de la escuela en la que trabaja

 

 

La esencia del pueblo afar es nómada y, según Desser, “para ellos es importante una persona de referencia”. Es con ellos con quien Mark desempeña su trabajo en la Misión Católica de Tadjorurah, al norte del país, alfabetizando a 71 niños y niñas. “Hay colinas rojas y su gente tiene un carácter fuerte. Por eso se los conoce como la gente de las colinas rojas”. En todo el país, la Iglesia tiene cuatro escuelas primarias acreditadas por el Estado y cinco (entre las que se encuentra la de Tadjorurah), dedicadas a los más pobres y vulnerables, a los que no tienen papeles o no pueden ingresar en la escuela pública por diversas razones.

En total en el país hay 5 sacerdotes, incluido el obispo, además de un pequeño grupo de consagrados, para una población católica que no alcanza los 15.000. Es una nación pequeña pero muy cosmopolita donde, además del 96 por ciento de musulmanes, se encuentran unos 1.000 ortodoxos coptos etíopes y eritreos, y unos cientos de protestantes (europeos o africanos), entre otras confesiones.

Con esta realidad tan heterogénea, la misión principal de la Iglesia es la de vivir la presencia de Cristo conjuntamente con los musulmanes. “Las primeras escuelas en el país eran católicas, aunque ahora nuestra representación se ha visto empequeñecida porque el Estado nos ha reducido el margen de maniobra. Tenemos alrededor de 2.700 alumnos y la mayoría son musulmanes”. También existe una pequeña presencia en el ámbito de la salud, con algunas religiosas que trabajan cuidando a enfermos de tuberculosis o la labor que realiza Cáritas con los niños de la calle. Debido a la importancia del puerto de Yibuti han surgido dinámicas relacionadas con la prostitución. Cáritas trabaja con estas personas para evitar enfermedades comunes, explica Desser.

 

Mark Desser, misionero en Yibuti

Mark Desser el día de la entrevista / Fotografía: Javier Sánchez Salcedo

Diálogo interreligioso

En los tiempos actuales en los que los medios hablan de choque de religiones, este misionero norteamericano recuerda que “el presidente mismo fue alumno de la escuela Charles de Foucauld en los años 50 y 60. Gracias a este contacto hay mucho respeto con las autoridades públicas y con los musulmanes. Para ellos Jesús es muy estimado. No es el gran profeta, pero lo respetan. En Navidad, el Ayuntamiento regaló luces para iluminar toda la fachada de la catedral. Era muy hermoso. Además, sin pedirlo, ellos envían policías para prevenir algún altercado. Hay hoteles gestionados por musulmanes donde acuden cristianos y viceversa. Lo que hay que evitar es una cerrazón hacia los demás”.

 

La Iglesia y los refugiados

Entre todas las historias de este sacerdote que vive y predica entre musulmanes, Desser recuerda especialmente cómo hace un año la realidad de las migraciones forzosas se cruzó en su camino. “Había un traficante que estaba transportando etíopes por una zona que pasaba por el lago Assal –el lago de la miel–, el punto más bajo de África. ­Normalmente, después, cuando llegan a la costa de Yibuti, se embarcan para ir a Yemen y, desde allí, viajar a Riad o Dubai para buscar trabajo. En este caso, el que conducía era un joven de 22 años con, al menos, 90 etíopes encima de la camioneta. Cuando salieron del pueblo unos policías los vieron y salieron tras el vehículo. Pero el camino es terrible. Al día siguiente, cuando fui por allí, había 26 cadáveres esparcidos por todos lados. El sol picaba. Era terrible. Estaba con una familia franco-etíope y algunas ­personas más. El prefecto y el embajador de Etiopía estaban advertidos. Consiguieron herramientas para construir una zanja y poder sepultarlos. No tenía agua bendita. Solo mis herramientas. Pero desde aquel día, celebro la Misa de Difuntos sobre sus tumbas. Murieron buscando una vida mejor en otro lugar”.

El del misionero en Yibuti –como en tantos otros lugares del planeta– es un trabajo con múltiples facetas y Mark confiesa no saber cómo se podría solucionar este problema, el de la migración, porque es de una magnitud enorme. “Hay que cambiar los corazones para que la gente se dé cuenta de que debemos tener nuestras necesidades económicas resueltas, pero no vivir exclusivamente para eso. Un país no vive del producto interior bruto sino de lo que hacen sus pueblos. Esa es la riqueza de un país. Quiero que la gente pueda trabajar y no solo sensibilizar, sino también educar en las escuelas a los jóvenes del valor de la vida. Esa es la raíz de toda convivencia”.

 

La infancia como elemento de futuro

“La Iglesia puede enriquecer todas las dimensiones de la vida humana. Una de las claves para las generaciones futuras es que sean buenos padres. Que eviten las cosas que atentan contra la familia: el abuso del dinero, el materialismo o el consumo de drogas. Lo que es importante en este sentido es que los padres sean colaboradores en la obra de la Iglesia, ya que ellos son sus primeros formadores. Padres formados para tener jóvenes formados; hacerles capaces, con un espíritu crítico. Y que sean valientes para buscar la verdad sin miedo, con coraje. Porque es la verdad la que nos hace siempre libres. Estamos hechos para ser libres y todo error nos esclaviza”.

 

 

Mark Desser el día de la entrevista / Fotografía: Javier Sánchez Salcedo

Mark Desser el día de la entrevista / Fotografía: Javier Sánchez Salcedo

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