«¿Qué voy a hacer yo si no tengo nada que dar?»

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Hna. Juana Domínguez, misionera



La Hna. Juana Domínguez es misionera de las Hijas de la Virgen de los Dolores. La congregación, y con ella esta religiosa, aterrizó en Angola hace algo más de un cuarto de siglo, en plena guerra civil. La llegada de la paz y la estabilidad política no han aligerado de tareas la agenda diaria de esta comunidad que vive en Benguela, a orillas del Atlántico.



1962. Raoul Follereau, el conocido como apóstol de los leprosos, publicaba en Francia su libro Si Cristo, mañana, llamase a tu puerta… ¿lo reconocerías? Ese mismo año, Ediciones Combonianas –precursora de la Editorial MUNDO NEGRO–, adquiría los derechos de la obra y lanzaba en España su primera ­edición.

1961Juana Domínguez Ferrero, natural de Figueruela de Arriba, una aldea zamorana a tiro casi literal de piedra de la frontera portuguesa, ingresaba en el noviciado de una congregación religiosa.

La obra del hombre que, con sus manifestaciones y soflamas contra la indiferencia y el silencio que generaba la lepra, hizo posible que se instituyera una jornada mundial contra la enfermedad, planteaba en su portada una situación que ninguneaba a la indiferencia. Si Cristo, mañana, llamase a tu puerta…

2020. Comunidad de las Hijas de la Virgen de los Dolores. Benguela. Angola. Amanece. La gente se agolpa en una fila ordenada delante de la puerta. Cuando llega el momento, las misioneras abren la cancela y comienza el intercambio de necesidades y respuestas. Los que esperan cada mañana son los Cristos. O, al menos, así los llaman las religiosas de esta comunidad. Así se refiere a ellos la Hna. Juana.

En Benguela, Angola, a medio camino entre el agua serena y dulce del río Cavaco, y el tronío del Atlántico, con playa Morena como nexo de unión entre ambos, sí saben qué respuesta dar a aquellos que llaman a su puerta. En Benguela, igual que en tantos y tantos lugares del mundo, son capaces de reconocer a aquel que llega. Aunque cambie de rostro cada día.



Mercado público en la localidad de Catumbela. Fotografía: Khaled Desouki / Getty


Sin un recuerdo claro

Las historias, en ocasiones, no son demasiado difíciles de contar. Arrancan, o pueden hacerlo, en un enclave determinado, o en un momento concreto de la historia particular de cada uno, y van fluyendo con sosiegos y sobresaltos hasta llegar a una planicie que puede ser puerto intermedio o final de etapa. En el caso de la vocación de la Hna. Juana, en ese punto inicial confluyen su pueblo y su niñez. Aunque, reconoce la religiosa, que eso es lo que le dijo siempre su madre. «Mi historia vocacional, según decía mi madre, surgió en mi primera comunión, a los ocho años. De eso no me acuerdo, aunque mi madre me decía que me preguntó qué le había dicho a Jesús, y que le respondí que quería ser monja. Pero de eso no me acuerdo».

Luego llegaron los requiebros de cualquier adolescente, los fogonazos de la edad. Y joven, con 17 años, se encaminó a aquello de lo que no tiene más recuerdo que una promesa de la que le habló su madre.

El proceso arrancó en el noviciado. Luego llegaría todo lo demás. Varios destinos en España, un paso por Portugal, una llegada no consumada a tierras americanas, para culminar en Angola.

Era domingo. 16 de octubre. 1994. Sin embargo, para que esto fuera realidad tuvo que interponerse la insistencia de otra religiosa de la congregación, la Hna. Esperanza. A título personal realizó una experiencia misionera en Angola. Desde allí comenzó a escribir a la Hna. Juana y a la Hna. Soledad. «Aquí hay mucho trabajo y muchas cosas que hacer», les escribía. Les repetía cada poco ese mensaje, que llegaba en un sobre con matasellos angoleño. Una y otra vez, la Hna. Esperanza pidiendo lo que, entonces, no dejaba de ser un sueño. Hasta que llegó la posibilidad real de comenzar la misión en aquel país del Sur. La misionera de Figueruela de Arriba, que siempre se había caracterizado por su disponibilidad para responder a las necesidades de la congregación, en este caso no levantó la mano ofreciéndose voluntaria. Fue, de nuevo, su madre quien indirectamente orientó su respuesta de forma positiva. «Mi madre era mayor y podía necesitarme aquí. Pero fue ella la que me empujó a decir sí a la propuesta. ¡Y me vine a África!».

En algún momento de todo este proceso, la Hna. Juana se ha cuestionado, como casi todo aquel que hace una apuesta radical, como casi todo aquel que se juega sus monedas al rojo o al negro, a par o impar, el sentido de aquella opción en la que dejas tantas cosas atrás. «A veces me he preguntado que por qué le diría eso a mi madre de que quería ser monja, porque eso significaba arrancarte de tu sangre, de las piedras del pueblo en el que has vivido. Aunque, a decir verdad, cuando el Evangelio nos pide salir de nuestra tierra y dejarlo todo…, en mi caso no he sentido que haya dejado nada. Los pocos “todos” que he dejado han sido esas piedras de mi pueblo, los vecinos, aquella relación, aquellas flores del campo… El “todo” del que nos habla el Evangelio es diferente en cada persona, en cada uno de nosotros», señala la misionera zamorana.

Estación de tren de Benguela. Fotografía: Eric Lafforgue / Getty

En tiempos de guerra

La llegada de las Hijas de la Virgen de los Dolores a Angola tuvo lugar en un contexto muy complicado social y políticamente para el país. Después de la independencia de Portugal, el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA) y la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA), retomaron las armas para enfrentarse entre ellos. El angoleño fue uno de los conflictos armados más largos del continente. Cuando la Hna. Juana llegó al país, ya llevaban 18 años a tiro limpio. Eso sí, sus primeros días allí coincidieron con la firma de los acuerdos de paz de Lusaka. Vendría en abril de 1997 un Gobierno de unidad y reconciliación nacional. Y un año después la vuelta a la guerra. Todo hasta que la paz llegó para quedarse en 2002.

Todo eso lo vivieron allí las religiosas, cuyo cometido principal ha sido, desde entonces, la promoción de las vocaciones. Así se lo pidió el entonces obispo de la diócesis, Óscar Braga, fallecido el pasado 26 de mayo a los 89 años de edad, quien las propuso, como primer destino, trabajar en el seminario diocesano. A través del teléfono, paseando entre un jardín que las religiosas han llamado Laudato Si’, como la encíclica del papa Francisco, la Hna. Juana recuerda aquel momento: «“¿Pero qué voy a hacer yo en Angola si no tengo nada para dar?”, le dije. Y él me respondió: “Eso es lo que yo quiero: monjas que no tengan nada para dar”. Y esa expresión es lo que he experimentado a lo largo de mi vida: tengo mis manos, tengo mis ojos, tengo mis pies… Se los doy al Señor y él hace conmigo maravillas. Experimento eso en mi vida. Aquello de los cinco panes y los dos peces del Evangelio está clarísimo. Él no quiere muchas cosas: quiere todo, el “todo” que tú puedes dar».
La promoción vocacional fue la primera prioridad. Pero con el tiempo han llegado más encomiendas: un internado de niñas, un dispensario, el trabajo en Radio Ecclesia –que comenzó a emitir de forma casi clandestina, y desde la que ahora colabora en un programa catequético–, las pastorales educativa o juvenil, el cuidado del entorno y la educación ambiental, los Cristos…

La Hna. Juana forma parte del grupo de 62 misioneros y misioneras españoles destinados en Angola. Además, este año su rostro es la imagen central de la campaña del Domund –«Estoy muy feliz. Si una zamorana puede dar alegría y motivar, bendito sea Dios. Y ya está», dice desde Benguela–. 26 años de trabajo le han conducido a esta forma de reconocimiento público. 26 años de un continuo aprendizaje. «¿Qué he aprendido en este tiempo? Mucho más que con todos los cursos que hice. He participado en no sé cuántos cursos a lo largo de tantos años en la escuela, pero aquí he aprendido más que todo lo que he estudiado. Al estar aquí aprendes mucho y ves cómo Dios está en cada una de las personas con las que vivimos».

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