Por Javier Fariñas Martín
He vuelto a tierras africanas con los mismos zapatos con los que llegué hace dos años. Literalmente con los mismos zapatos. Negros, de cordones, desgastados –o casi rotos– y con más kilómetros recorridos que un satélite en el punto de apogeo respecto a su planeta de referencia –cuánto bien hacen al enriquecimiento de nuestro lenguaje la Luna con su trayectoria y nosotros, los periodistas, con nuestra insistencia–.