¿Un continente emergente?

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Tras varias décadas de crecimiento negativo en los 70, 80 y 90, con un modelo de desarrollo que condujo a la ruina, los países africanos experimentan en la última década un crecimiento positivo, con un promedio de entre el 5 % y el 7 %, sobre todo los llamados «leones africanos» –Botsuana, Namibia, Mauricio, Seychelles o Sudáfrica, con sólidas instituciones democráticas–, el equivalente de los «dragones asiáticos».

Los diez países con las tasas más altas de crecimiento en el mundo, según el FMI, son africanos; y cinco de los 15 países que han mejorado considerablemente su situación en el mundo en 2020 pertenecen al continente –Senegal, Togo, Nigeria, Níger y Zimbabue–. Además, se dan pasos de gigante en la gobernanza política. A ello hay que añadir que el continente sigue caracterizándose por enormes recursos naturales y humanos, además de un potencial mercado interno. Estos factores están a favor de la emergencia africana y podrían convertirlo en una potencia mundial. Sin embargo, África necesita un crecimiento superior al 7-8 % anual durante 30 años, según fuentes autorizadas, para alcanzar el nivel de Latinoamérica.

Han mejorado la educación y las infraestructuras, ha arrancado la diversificación de las economías y hay avances democráticos, a pesar de los golpes de Estado. Pero algunos de estos avances corren el riesgo de ser interrumpidos por las consecuencias de las crisis económica y financiera de 2008 y de la ­COVID-19.

Botsuana pone de manifiesto que el desarrollo es un problema de organización o de las instituciones. Uno de los países más pobres del mundo en el momento de su independencia (1964), y cuyo territorio es principalmente desértico, es hoy un «león africano». El secreto radica en la recuperación de la kgotla. Esta práctica tradicional, que busca el consenso y la paz social, se ha trasladado a los debates entre el Gobierno y las comunidades locales para la implantación de cualquier proyecto, la inversión de los ingresos procedentes de los diamantes o la construcción de infraestructuras.

A pesar de las notables tasas de crecimiento registradas en el continente, hay que señalar que 31 de los 35 países con peores índices de desarrollo humano son africanos: cerca de 880 millones de africanos viven en un país con un bajo índice de desarrollo humano.
En esta África de paradojas, como señalaba Léopold Sédar Senghor, asistimos a la coexistencia de avances y casos de éxito –Ghana, Costa de Marfil o Kenia– que invitan al afroptimismo, junto a otros de retroceso o estancamiento –RCA, Sudán del Sur o ­Níger– que llaman al afropesimismo. Estos enfoques casi «esquizofrénicos» sobre el análisis de las realidades de África, parafraseando a Jean-Fabien Steck, nos demuestran que no estamos ante un continente homogéneo.

Se ha dado un paso decisivo en el camino de la recuperación. Sin embargo, no dejaremos de insistir en que crecimiento no significa desarrollo y, en el caso africano, además de conllevar un aumento de las desigualdades sociales, no favorece el desarrollo humano ni el comercio interafricano.

De cara al centenario de la UA, marcado en su Agenda 2063, el continente tendrá que reinventar su modelo de desarrollo –­basado en el antropocentrismo, el sociocentrismo y el ecocentrismo–, de democracia –respetuosa del pluralismo étnico y cultural de la sociedad– y de integración regional –más endógena que exógena–. Deberá empezar por la transformación de las materias primas en bienes manufacturados o semimanufacturados, como única manera de generar riqueza, según señala el profesor Kako ­Nubukpo, rompiendo con las lógicas cortoplacistas o las economías rentistas, y convirtiendo la maldición de las materias primas en la bendición de las mismas.



Fotografía: Francisco Anzola (Flickr)

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