Virusnacionalismo

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Desde el principio, la pandemia de la COVID-19 ha supuesto la estigmatización de ciertos grupos poblacionales. Ya en mayo del pasado año, el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, señalaba que «la pandemia sigue desatando una oleada de odio y xenofobia, buscando chivos expiatorios y fomentando el miedo», refiriéndose, sobre todo, a los ataques recibidos por la comunidad china en la diáspora. 

Sin embargo, los africanos tampoco se han librado de estar en el punto de mira de quienes creen que los virus saben de fronteras y de banderas, especialmente a partir del pasado verano. 

Yéndonos un poco más atrás en el tiempo, en mayo, ya empezó a hablarse de la situación de los trabajadores del campo de Lleida. A pesar de que, por convenio, los temporeros que se desplazan a más de 75 kilómetros de su lugar de residencia tienen que disponer de un alojamiento proporcionado por su contratador, que se lo descuenta de sus sueldos, las imágenes que nos llegaron desde allí mostraban todo lo contrario: centenares de personas estuvieron en situación de calle en la capital ilerdense. Si en cualquier momento esto es grave, en pandemia, además, resulta peligroso. El acceso al saneamiento básico, al mínimo que nos exigen a los demás, que es lavarnos las manos, se convirtió en algo prácticamente imposible para trabajadores que –aunque no se dijera ni se les aplaudiera en los balcones– eran y son esenciales.  

No obstante, la situación habitacional de quienes trabajan en el campo no es en absoluto novedosa. Prueba de ello son los asentamientos de infraviviendas autoconstruidas en la «huerta de Europa».   Pues bien, el pasado mes de agosto, algún que otro periódico ya señalaba la existencia  de «un nuevo epicentro de covid» y responsabilizaba a los jornaleros africanos de ser los causantes de la segunda ola. No a la forma de vida a la que les abocan, no, a ellos. Sin embargo, un mes antes, Madrid ya registraba  un brote en una empresa de la cual ni tan siquiera especificaban a qué se dedicaba. De alguna manera, los medios estaban poniendo el foco en un único sector y en un solo tipo de persona. 

Por otro lado, con una perspectiva más preocupada por el cuántos (son) que por el cómo (están), nos informaban de la cantidad de gente que llegaba con coronavirus en cada patera, mientras se celebraba por todo lo alto que los turistas, sin PCR mediante, puesto que no se exigió hasta después del estío, volvieran a tostarse en nuestras playas. Como si al coronavirus le importara dónde empieza España y dónde acaba Francia. Lo curioso es que en África las cifras de la pandemia no eran, ni entonces ni ahora, tan alarmantes como las de Europa, ahora bien, como en tantas otras ocasiones, es más fácil culpar a los de abajo que a los de arriba.

En mitad de todo esto –y con un terreno bien abonado– hicieron acto de presencia los bulos que se han diseminado por los chats laborales, de amistades y familiares. Hay quien se sorprende de que la audiencia se crea todo, pero cómo no hacerlo con el bombardeo mediático previo que predispone a la credulidad. Obviamente, las noticias falsas tienen consecuencias en la convivencia y enrocan a las personas migrantes en la narrativa de la réplica. Pierden más tiempo en desmentirlos y defenderse que en dialogar y en poder contar lo que sí son.

La palabra virusnacionalismo, pues, no solo se refiere a la nación a la que se culpa o a sus habitantes, sino también al sensacionalismo con el que los medios abordan el tema de la inmigración. En cambio, cuando se habla de turismo, la forma de tratar el asunto es muy diferente.


En la imagen, un trabajador temporero lee el periódico mientras acampa frente al Ayuntamiento de Lepe como protesta por sus precarias condiciones de vida. Fotografía: Cristina Quicler / Getty


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