El desafío gambiano

Workers remove an electoral poster of Gambia's outgoing president Yahya Jammeh, in a street of Bijilo, on December 4, 2016. Opposition candidate Adama Barrow hailed a "new Gambia" on December 3, 2016 after he pulled off a stunning presidential election victory, putting an end to the 22-year rule of Yahya Jammeh. Jammeh -- who has been frequently accused over the years of suppressing his opponents -- conceded defeat on television, accepting that Gambians had "decided that I should take the backseat". / AFP / SEYLLOU (Photo credit should read SEYLLOU/AFP/Getty Images)

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Fotografía: Getty Images

Gambia no levanta cabeza. Después del ‘viaje’ de ida y vuelta protagonizado por Yahya Jammé, que pasó en un suspiro de reconocer su derrota a poner en duda los resultados de las elecciones presidenciales, el país vive con la incertidumbre de no saber qué pasará: si al final el hasta ahora presidente cederá el sillón de mando al vencedor oficial de los comicios, Adama Barrow, o pondrá todos los impedimentos posibles para que lo que parecía una transición democrática normal se convierta en una crisis de efectos impredecibles. De momento ni la mediación de la CEDEAO –que ha amenazado incluso con una intervención militar si Jammeh no cede– ha hecho desistir al hasta ahora jefe del Estado, cuyas presiones podrían haber provocado incluso la salida del país del presidente de la Comisión Electoral gambiana, Alieu Momar Njai, según han señalado diversas fuentes. Desde la capital gambiana, José Naranjo nos explicaba en el último número de la revista Mundo Negro lo que sucedió en el país tras la histórica votación.

 

Parecía más un sketch de Gila o de un programa de humor que un momento histórico. El dos de diciembre por la tarde, el presidente de Gambia aparecía en la televisión pública de su país, teléfono en mano, comunicando a su rival en las elecciones celebradas el día anterior, Adama Barrow, que aceptaba su derrota y que se retiraba a su finca de Kanilai a llevar una vida de granjero.

Una semana después, sin embargo, donde había dicho ‘digo’ dijo ‘Diego’ y ­Jammeh decidió impugnar los resultados electorales y aferrarse al poder. Ni la reacción unánime del Consejo de Seguridad de la ONU ni los esfuerzos conducidos por la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (CEDEAO) a principios de diciembre lograron que el dictador diera su brazo a torcer, pero lo cierto es que Jammeh está cada vez más solo, dentro y fuera del país, y su salida del palacio presidencial podría ser cuestión de tiempo.

En realidad, Jammeh empezó a perder las elecciones a mediados de octubre, el día que siete partidos de la oposición y una candidata independiente al fin se pusieron de acuerdo para presentar a un solo aspirante a la Jefatura de Estado que rivalizara con el tirano, responsabilidad que recayó en Adama ­Barrow, empresario del sector inmobiliario y tesorero del UDP, el principal partido de oposición, en realidad un gran desconocido para la mayoría de gambianos hasta ahora. El año 2016 había sido especialmente intenso, las manifestaciones de abril habían acabado con la muerte de dos opositores en prisión y la gente estaba empezando a perder el miedo. Ya durante la campaña electoral los mítines de la oposición registraban una gran afluencia de enfervorecidos simpatizantes convencidos de que esta vez sí era posible. Las señales estaban ahí.

Además de este creciente clima de protestas interno, el régimen se había ido aislando en el exterior. La salida gambiana de la ­Commonwealth, el anuncio de retirada del Tribunal Penal Internacional y la declaración del país como República Islámica, interpretada como un viraje hacia el mundo árabe, estaban haciendo dudar a ­Occidente que, hasta ahora, había observado con cierto desdén las locuras de un dictador que no solo aseguraba poder curar el SIDA o amenazaba con decapitar a los homosexuales, sino que se dedicaba con especial énfasis a la represión de opositores y periodistas díscolos. Ni siquiera con sus vecinos africanos, especialmente con Senegal, tenía buenas relaciones.

Si a esto añadimos el deterioro de las condiciones de vida de los gambianos –miles de ellos obligados a intentar llegar a Europa atravesando el desierto libio en el llamado Back Way y muriendo en el intento–, tenemos un escenario en el que era factible una derrota en las urnas. Para eso, sin embargo, las elecciones tienen que ser transparentes y libres y lo llamativo es que lo fueron. El dictador no supo o no quiso interpretar esas señales y cumplió su promesa de unos comicios respetuosos con la ley, permitiendo el recuento en cada colegio electoral en presencia de la oposición. De hecho, lo sorprendente no fue tanto que ganara Adama Barrow, lo que logró con 227.708 votos frente a los 208.487 de su rival, lo sorprendente fue que Jammeh aceptara el resultado y aquella surrealista llamada ante las cámaras, sobre todo teniendo en cuenta su autocrática trayectoria.

La primera semana de diciembre fue mágica en Banyul. A Yala Ndjai no le cabía la alegría en el rostro. Taxista de 53 años y con siete hijos a su cargo transitaba con su destartalado vehículo amarillo por la avenida Kairaba de la capital con gesto de satisfacción. “Mira, los carteles con su cara han desaparecido. Ya era hora de que se acabara esta pesadilla, 22 años, demasiado”, decía. En Serrekunda, en medio de una montaña de ropa y aparatos electrónicos, Idrissa Touré, vendedor de objetos de segunda mano que tiene cuatro hermanos en Europa, resumía sus sentimientos con una frase: “Ya podemos hablar sin mirar a nuestras espaldas”. Baboucar Cessay, periodista que ha sufrido los embates del antiguo régimen, lo explicaba tajante: “Trabajar aquí ha sido un infierno, el miedo era enorme. Ahora todos me llaman para expresar sus opiniones”.

Pero la alegría es siempre efímera en la casa del pobre. El viernes 9 de diciembre, justo una semana después, Jammeh daba marcha atrás. El anuncio por parte de algunas voces de la coalición opositora de que se iba a llevar al dictador ante la Justicia no sentó bien en palacio. El propio Adama Barrow trató de quitar hierro al asunto, pero el tirano ya no se fiaba. En los días siguientes envió a los militares a ocupar la sede de la comisión electoral y presentó un recurso ante el Tribunal Supremo –que estudiará el próximo 10 de enero– solicitando la nulidad de las elecciones, una impugnación más que dudosa desde el punto de vista jurídico pues este órgano lleva más de un año sin reunirse porque no están nombrados los magistrados necesarios.

Mientras las calles de Banyul y otras ciudades permanecían en calma, la pelota saltaba al tejado de la diplomacia. La reacción internacional fue unánime: el Consejo de Seguridad de la ONU, la Unión Africana, la Unión Europea y Estados Unidos condenaron el cambio de postura de Jammeh y le instaron a permitir una transición pacífica en Gambia. El día 13 la CEDEAO envió una misión de cuatro presidentes a Gambia, encabezada por Ellen Johnson-Sirleaf (Liberia) y con Mahammadu Buhari (Nigeria) como negociador principal, que se marchó de Gambia sin haber coronado la cima. Jammeh seguía en sus trece.

El presidente de la Comisión del organismo del occidente africano, Marcel de Souza, deslizaba mientras tanto la posibilidad de una intervención militar, siempre como último recurso y si las negociaciones no llegaban a buen puerto, tal y como se encargó de aclarar el presidente senegalés, Macky Sall.

Si en algún lugar ha puesto nervioso la crisis gambiana es en Dakar, donde todos conocen el apoyo de Jammeh a los rebeldes de Casamance en los años duros de la guerra en el sur. La ofensiva diplomática ha comenzado y sobre la mesa está la posible concesión de algún tipo de inmunidad al dictador, que teme convertirse en un nuevo Hissène Habré a la gambiana.

En teoría, la resolución de la crisis no debería prolongarse más allá de mediados de enero, el plazo fijado por la Constitución gambiana para el traspaso de poderes. Sin embargo, Jammeh está jugando su última baza, el apoyo de un Ejército construido a base de lealtades y con un fuerte componente diola –la etnia del presidente– entre la oficialidad, para tratar de forzar la máquina y, en el peor de los casos para él, obtener algún beneficio de todo esto. Si la región de África occidental se ha caracterizado en los últimos 15 años por una progresiva instalación de la democracia y consolidación de las alternancias políticas, con ejemplos evidentes como Nigeria, Benín, Senegal o Ghana, lo cierto es que Gambia representa, en el momento actual, su último desafío.

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