Publicado por Mbuyi Kabunda en |
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Al principio de las independencias africanas, en 1961, el agrónomo galo, René Dumont, autor de Vamos hacia el hambre, dio la voz de alarma, denunciando el camino equivocado adoptado por los países africanos, especialmente por el mimetismo del modelo de Estado y de desarrollo occidental que habían adoptado. Entusiasmadas por las independencias de reciente adquisición, las élites políticas e intelectuales africanas respondieron al unísono: «Poco importa la dirección, lo esencial es arrancar».
Desde entonces han proliferado los adjetivos, en su mayoría negativos, para calificar la situación del continente: África bloqueada, traicionada, estrangulada, enferma de sí misma…, solo por mencionar algunas opiniones que han intentado poner de manifiesto el fracaso de las independencias y de las élites poscoloniales. Sin embargo, a pesar de todos estos diagnósticos afrocatastrofistas, África sigue adelante, desafiando todos los pronósticos de una muerte anunciada.
En este continente que destaca por la unidad en la diversidad, -Sylvie Brunel habla hoy de tres representaciones que se entrecruzan y superponen: el «África del caos o de la miseria», el «África del exotismo» y el «África emergente» –el Africa -rising– de la última década. La verdad es que se vive mejor en África hoy que hace un siglo, pero también un poco peor que hace 60 años.
Los líderes poscoloniales se dieron como principales objetivos la construcción nacional –el Estado-nación–, el desarrollo económico y social, la promoción de la democracia y de los derechos humanos y la unidad africana. Seis décadas más tarde, es necesario hacer un balance de la consecución de estas metas. Fundamentalmente, debemos intentar responder a las siguientes cuestiones: ¿qué balance político y económico se puede hacer de las independencias africanas?, ¿cuáles han sido los aciertos y desaciertos? y ¿cómo se presenta el futuro del continente?
No cabe duda de que el continente necesita una nueva estructura política y socioeconómica para resolver sus problemas y conseguir la inserción adecuada en la globalización, como sujeto y no como objeto.
En África, el Estado como fenómeno jurídico precedió a la nación como fenómeno sociológico. Fue el -principal atropello histórico de la Conferencia de Berlín, a finales del siglo XIX.
Por su origen colonial, el Estado africano no fue concebido ni para el desarrollo ni para la democracia ni para la promoción de los derechos humanos. Fue, y sigue siendo, un instrumento de dominación, agresión y explotación. Los Gobiernos nacionalistas africanos poscoloniales, en lugar de transformar el Estado colonial que heredaron de la colonización, lo recuperaron y mantuvieron debido a su obsesión por la creación del Estado-nación, lo que les hizo caer en la deriva autoritaria.
Las necesidades de construcción nacional y de desarrollo, convertidas en máximas prioridades, llevaron a las élites poscoloniales a la creación de Estados fuertes centralizados y jacobinos mediante la institución, en las décadas de los 60 y 70, de nuevos instrumentos de dominación: el partido único de derecho –o de hecho–, la etnocracia, la «dictadura desarrollista» o el desarrollismo estatal, mediante el capitalismo de Estado y/o el socialismo de Estado.
De este modo, confiscaron el poder político y económico, convirtiéndose en «nuevos colonos» con prácticas patrimonialistas y de colonialismo interno inspiradas en el modelo jacobino. El resultado ha sido la ruptura entre el Estado y la sociedad, con distintas legitimidades.
El futuro está en el afrofederalismo o federalismo interno. Es decir, la adopción de una forma de descentralización o endofederación, siendo el objetivo favorecer las iniciativas locales, respetar el pluralismo étnico, social y cultural de la sociedad y fomentar la participación popular en el desarrollo y proyecto de sociedad.
Con el mantenimiento de la división del trabajo establecido durante siglos y décadas anteriores, se mantiene vigente el pacto colonial, por el que el continente ocupa el lugar de granero de las materias primas y de la mano de obra barata.
Desde 1960 hasta 1980 se instituyó el Estado desarrollista, encargado de la creación del Estado-nación, considerado la base del desarrollo. El resultado ha sido la inversión en los aspectos políticos e ideológicos, en detrimento del desarrollo -económico.
Y de 1980 a 2000, ante la catástrofe generada por el modelo anterior, se impuso el ajuste privatizador –o Consenso de Washington–, que quitó al Estado funciones económicas y sociales, junto a la conversión del sector privado y del comercio internacional en motores del desarrollo.
Desde 2000 hasta la actualidad, se intenta el supuesto equilibrio entre el Estado y el mercado. El resultado ha sido la profundización de los déficits internos y externos, el paro estructural y el deterioro en los aspectos de desarrollo humano.
Durante las seis décadas de las independencias es preciso subrayar la falta de diversificación de las economías africanas, la desindustrialización, así como las escasas o nulas inversiones sociales, factores todos que explican la persistencia del subdesarrollo en el continente.
En resumen, la pobreza y el subdesarrollo en África se explican por tres crisis combinadas: la crisis orgánica –la prioridad dada a la construcción nacional o del -Estado-nación en detrimento de los aspectos de desarrollo económico–; la crisis estructural –el mantenimiento de las economías coloniales o rentistas basadas en las materias primas o las industrias extractivas–, y la crisis coyuntural –las consecuencias de las crisis mundiales por la extrema vulnerabilidad y extroversión de las economías africanas–, además de por dar prioridad a una sociedad de consumo en detrimento de una de producción.
Es preciso subrayar, que desde hace diez años, el PIB africano crece más rápidamente que en otros continentes, en torno al 5 % de promedio. Pero, se trata de un crecimiento sin desarrollo, por fundamentarse en lo coyuntural y no en lo estructural.
En la actualidad, solo ocho países presentan una buena situación económica: Botsuana, Mauricio, Seychelles, Kenia, Sudáfrica, Namibia, Ghana y Costa de Marfil. Tal y como sugiere el economista Carlos Lopes, el desarrollo de África en las décadas venideras pasa por la síntesis entre el humanismo, el panafricanismo, la combinación del desarrollo económico con el desarrollo social, y el respeto medioambiental, contra el actual modelo ecocida.
En las décadas venideras se deberá imponer la democratización del desarrollo, cuyos ejes serán el desarrollo «del pueblo» –priorizando el desarrollo humano y social, dando preferencia a la educación y la sanidad–, «por el pueblo» –fomentando la participación popular y a favor de la mayoría–, y «para el pueblo» –con la reducción de las desigualdades y el fomento de la justicia social–. Será obligada la conversión de la economía popular, social o solidaria –que representa del 40 al 50 % del PIB del África subsahariana y el 30 % del norte de África–, y el 80% de puestos de trabajo en muchos países, en vector del desarrollo.
Casi todas las constituciones africanas proclaman en sus preámbulos la adhesión al panafricanismo, y muchos Gobiernos se han dotado con un ministerio de integración regional, poniendo así de manifiesto la primacía del proyecto de unidad africana.
El resultado es el sorprendente dinamismo institucional experimentado en el continente, desde 1960 hasta la actualidad, con la creación de más de 200 agrupaciones de toda índole. La integración regional se ha convertido en una alternativa al fracaso del Estado-nación y del desarrollo a nivel nacional. Sin embargo, este entusiasmo contrasta con la lentitud y el débil grado de cooperación bilateral y multilateral entre los países africanos.
A pesar de dar importantes pasos a nivel continental con la creación de la Unión Africana (UA), la adopción de la Nueva Alianza para el Desarrollo de África (Nepad) y la puesta en marcha del Área de Libre Comercio Continental, estamos aún lejos de proyectos supranacionales.
El proceso de integración regional se encuentra en un callejón sin salida por el apego a las soberanías nacionales, la ausencia de voluntad política, la falta de complementariedad entre las economías rentistas y extrovertidas y, sobre todo, por el equivocado enfoque librecambista, basado en el mimetismo de la Unión Europea (UE). Ello explica que la integración africana se está realizando desde el exterior –la estadounidense Ley de Crecimiento y Oportunidad en África (AGOA) o los Acuerdos de Partenariado Económico (APE) de la UE– más que desde el propio continente.
Ante este desconcierto, es preciso optar por un nuevo enfoque de integración, que ha de tomar en cuenta los aspectos -mesoeconómicos, en particular la estrategia de los países-frontera –áreas culturales -homogéneas y lingüísticas, complementarias y con uniones aduaneras a caballo, de hecho, entre dos o varios Estados, como ósmosis para la unidad–; la construcción de infraestructuras físicas horizontales para vincular a los pueblos y a los Estados balcanizados; así como la institucionalización de los flujos migratorios transfronterizos y de la mencionada economía popular.
Se ha de pasar del «panafricanismo armado», o de la colonización económica de unos países -sobre otros, tal y como sucedió, y -sigue sucediendo, en la región de los Grandes Lagos, a un «panafricanismo de cooperación». Es preciso para fomentar la complementariedad o la cooperación/integración entre los países africanos, para la mejora de las condiciones económicas y sociales de los pueblos y para beneficio de todos. Se debe acabar con la maldición de los recursos naturales, convirtiéndolos en su contrario: la bendición de los mismos.
La unión y/o unidad de los Estados africanos a escala continental –desde la pluralidad y la diversidad o la descentralización desde dentro, y el federalismo hacia fuera– es el trasfondo del ideal panafricano de Kwame Nkrumah, de Patrice -Lumumba y Cheikh Anta Diop, que ahora se trata de recuperar y concretar en un mundo globalizado.
Ante la inoperancia del panafricanismo de los aparatos del Estado neocolonial, viciado y vaciado de contenido, hay que abogar por un nuevo panafricanismo –neopanafricanismo–; por el fomento de las iniciativas de desarrollo y de unidad desde abajo; por los pueblos, que han encontrado soluciones a sus problemas de supervivencia diaria al margen del Estado y de la comunidad internacional y, por último, por hacer frente a los desafíos de la -globalización.
A comienzos de las décadas de los 80 y 90 se impusieron los procesos de democratización en África, en sustitución de los deficitarios sistemas monopartidistas, según los criterios occidentales de democracia liberal y de economía de mercado.
El balance que hoy se puede hacer de dichos procesos es controvertido. En algunos casos se puede hablar de mejoras –no hay marcha atrás–, y en otros de un verdadero retroceso por el fraude, la manipulación electoral, el clientelismo, las leyes electorales restrictivas, las enmiendas constitucionales, la manipulación autoritaria de las instituciones y de las violencias pre- y pos- electorales. Mirando al lado soleado, es preciso subrayar la emergencia de una sociedad civil dinámica y luchadora, el papel de los medios de comunicación en el despertar de la conciencia ciudadana, y el papel de contrapoder de los partidos de la oposición.
Sin embargo, los avances democráticos son frágiles por desarrollarse en un contexto de crisis económica. La democratización política no se ha visto acompañada por la económica y la social. La democracia se ha limitado al multipartidismo –democracia electoral formal– y a la libertad de prensa. Además, en algunos países, se han instaurado las «democraduras» –democracias formales y dictaduras encubiertas–, las «monarquías republicanas» –al suceder los hijos a sus padres en la jefatura del Estado–, o las enmiendas constitucionales –golpes de Estado constitucionales e institucionales– para perpetuarse en el poder.
Solo cuatro países ofrecen instituciones democráticas sólidas: -Sudáfrica, Botsuana, Namibia y Mauricio, con importantes avances en Senegal, Benín, Ghana o Etiopía.
Las soluciones a los problemas de desarrollo y de democracia en África no deben ser idénticas a las adoptadas en Europa, sino que han de inspirarse en las estructuras tradicionales, adaptadas a las realidades de los pueblos. Es hora de sustituir el mercado por lo social, poner el desarrollo económico al servicio del desarrollo social conforme a la cultura africana de la democracia y el desarrollo: la democracia de inclusión inspirada en los valores africanos, y experimentada por el ubuntu (humanismo).
África necesita una segunda independencia o liberación, pues la primera, ficticia, ha dado lugar al neocolonialismo y al colonialismo interno.
Se procedió al mimetismo del modelo occidental en lugar, según Ali Mazrui, de la indigenización o la adaptación de los valores extranjeros a las necesidades locales, la diversificación cultural y la defensa de los intereses nacionales. Es decir, África necesita modernizarse sin occidentalizarse. Es precisa una estrategia de liberación y de resistencia contra el capitalismo periférico, que ha conducido a una verdadera «catástrofe económica en África», que debe definir su propia visión del Estado, de desarrollo, de democracia, de unidad, y establecer el proyecto de sociedad que mejor le convenga.
La nueva estrategia ha de consistir, fundamentalmente, en la conciliación de la endofederación –federalismo interno– con la -exofederación -–federalismo externo–, para crear grandes espacios de soberanía política y económica, siendo el objetivo conseguir el desarrollo interno y fortalecer el poderío africano en el -sistema internacional.
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