Publicado por Lucía Mbomío en |
El otro día fui a ver la película Black Beach. Como ecuatoguineana que –también– soy, tiendo a quejarme de lo poco que se habla de Guinea Ecuatorial, así que decidí aprovechar la oportunidad que me brindó el cine.
Había varios elementos que me parecían positivos, como que habían contado con varios actores y actrices africanos y afrodescendientes que, desgraciadamente, no suelen tener demasiadas oportunidades para demostrar su talento interpretativo; además, el director había vivido allí más tiempo que yo, y el título de la obra sugería cierto conocimiento de la realidad local. Black Beach se llama una prisión cuyo nombre da miedo hasta pronunciar. Comenzó a funcionar en la época colonial y, tras la independencia, se convirtió en un centro de reclusión y tortura para aquellas personas a quienes se considera opositoras o críticas con el Gobierno y también para presos comunes.
Por el tráiler, ya sabía que se trataba de una cinta de acción, y por la prensa y las reacciones contrariadas de la Embajada de Guinea Ecuatorial en España, que hablaba del país, pero sin decir que lo era, y que de fondo estaría un tema común a la hora de retratar el continente africano en la gran pantalla: el de los pobres territorios ricos en recursos naturales. A partir de ahí, surgen otros subtemas típicos como que, por culpa de sus subsuelos prósperos, se convierten en víctimas de tropelías y saqueo por parte de multinacionales voraces y desalmadas que miran hacia otro lado o, incluso, sostienen a presidentes sátrapas aferrados al poder y a los pingües beneficios que se derivan de no soltar el bastón de mando.
Lo que no se adivinaba en el tráiler era que, aunque sin detenerse demasiado en ello, se recurriría a otro de los topicazos habituales a la hora de explicar África: el enfrentamiento fratricida entre dos grupos étnicos con rencillas consuetudinarias, incapaces de cohabitar a pesar de las décadas transcurridas desde las independencias y de la forzosa unión colonial. Ahora bien, del mismo modo que no se dice el nombre del país y que la bandera tiene colores distintos, sabemos a qué sitio se están refiriendo, entre otras cosas porque se habla español. También podemos deducir a qué pueblos alude a la hora de marcar divisiones entre perjudicados y «beneficiados» por el régimen dictatorial. El problema, como pude leer en un artículo de Africaye, no es que esos enfrentamientos no existan, sino que queden completamente desideologizados y reducidos a odios viscerales entre «Villarriba y Villabajo».
En cualquier caso, lo que peor me supo fue que, de nuevo, una persona europea sabelotodo fuera la que protagonizara una película donde el grueso del elenco es negro. El argumento consiste en que un -excooperante, reconvertido en trabajador de una multinacional, es el encargado de negociar en un secuestro. El resto, menos el hijo del dictador y un examigo del protagonista, son mera comparsa, atrezo con piernas y brazos para el lucimiento de un James Bond que no ha pasado ni por el MI6 ni por el CSIC y que, sin embargo, con solo pisar el sur del mundo, deviene en experto en aquello que le han encomendado hacer.
A todo esto, vemos poco Black Beach. Intuimos no obstante, gracias a una excelente dirección de fotografía, sus pésimas condiciones, el hacinamiento y hasta su hedor, ya que un personaje crucial para el desempeño de la labor del protagonista estaba ahí encerrado. Ojalá se hubiera puesto más el foco en quienes estaban dentro y en sus historias.
El cine podría haber hecho y contado lo que prácticamente no hacen ni cuentan los medios de comunicación y, mientras, hay inocentes que siguen confinados en ese -infierno.