Continuidad en un régimen híbrido

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Las elecciones presidenciales celebradas el 25 de octubre en Costa de Marfil, en las que resultó reelegido Alassane Ouattara para un cuarto mandato con el 89,77 % de los votos, son un ejemplo paradigmático de lo que la ciencia política denomina regímenes híbridos. Estos sistemas combinan instituciones democráticas formales –­elecciones, partidos, tribunales– con prácticas autoritarias que los sitúan en una zona gris entre ambas.

En este contexto, la última votación debe interpretarse menos como un ejercicio pluralista que como la consolidación de un modelo político basado en el control institucional, la exclusión de adversarios y la gestión tecnocrática del poder. La propia candidatura de Ouattara ilustra el carácter del proceso: la reinterpretación constitucional que permitió su cuarto mandato siguió la lógica observada en otros países africanos –Benín, Togo o Camerún–, donde estos límites han sido erosionados. No fue un debate jurídico neutro, sino una decisión política del Consejo Constitucional, que privilegió la voluntad presidencial sobre el espíritu de la Carta Magna de 2016. La narrativa oficial del «reinicio» del contador constitucional se apoyó en un aparato legal flexible y en un sistema de control sobre las élites administrativas y judiciales.

El resultado fue un proceso electoral sin alternancia real. La exclusión de 55 de los 60 candidatos inscritos no puede considerarse una simple depuración administrativa, sino un mecanismo deliberado para eliminar la competencia. Las descalificaciones de Laurent Gbagbo y Tidjane Thiam, los únicos opositores con capacidad de articular un desafío creíble, confirman esta lógica. En el caso de Gbagbo, absuelto por el TPI, se reactivaron sentencias judiciales que evidencian la instrumentalización política de la justicia. En el de Thiam, reapareció la noción de la ivoirité, una doctrina identitaria usada históricamente para excluir, incluso al propio Ouattara en el año 2000.

Las tensiones se tradujeron en protestas preelectorales, prohibición de manifestaciones y arrestos masivos. Aunque la jornada electoral transcurrió «globalmente en calma», hubo incidentes en bastiones opositores y una participación cercana al 50 %, con picos de abstención superiores al 80 % en algunas zonas.

Este escenario político convive con una paradoja económica. Desde 2011, Costa de Marfil registra un crecimiento medio del 7 % anual, impulsado por el cacao, el anacardo y grandes proyectos de infraestructuras. Este segundo «milagro marfileño» ha reforzado la imagen de Ouattara como tecnócrata eficiente. Sin embargo, el crecimiento no ha sido inclusivo: un tercio de la población vive bajo el umbral de pobreza, la deuda pública aumenta y el paro juvenil es estructural. Esta brecha alimenta un malestar latente y explica el deseo de salir del país. En 2023 se produjeron 19 000 llegadas irregulares de marfileños a Europa, un 164 % más que en 2022, según datos de la OIM. A ello se suman la desinformación y la circulación de noticias falsas sobre intervenciones militares.

Las elecciones evidencian una tensión estructural: crecimiento económico con déficit democrático, estabilidad macroeconómica frente a una creciente frustración social y continuidad política sin garantías de sucesión. La promesa oficial de una «transición generacional» contrasta con la ausencia de un heredero definido en el partido de Ouattara y con una oposición debilitada. En un contexto regional marcado por la fractura entre los Estados atlánticos –­como Costa de Marfil– y los países de la Alianza de Estados del Sahel, gobernados por juntas militares, el principal riesgo para la gobernabilidad marfileña no puede ser la prolongación indefinida del poder de un solo hombre.



Fotografía: Britta Pedersen / Getty

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