El Ébola como advertencia

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Verónique tadjo

En compañía de los hombres.


Traducción: Leandro Calle. 

Libros de las Malas Compañías.

Madrid 2024,
138 págs.



Aunque nacida en París en 1955, Véronique Tadjo es una de las más brillantes escritoras de Costa de Marfil, como acreditó con una de esas novelas que dejan huella: La sombra de Imana. Fue su personalísima y estremecedora participación en la iniciativa «Ruanda, escribir por deber de memoria». Ese «deber de memoria que es deber de justicia» al que ha dedicado su vida el pensador Reyes Mate. Por eso la busqué en cuanto supe que Tadjo se había atrevido con la epidemia de ébola que, entre marzo de 2014 y mayo de 2016, devastó amplias áreas de Guinea, Liberia y Sierra Leona y dejó un rastro de dolor y muerte. «Los habitantes viven en la belleza y al mismo tiempo en una gran indigencia». Casi así empieza la historia, y con las certeras hondas con las que «dos niños traviesos» matan a un murciélago, se lo comen, y el virus traspasa una frontera y empieza a buscar nuevas víctimas. Como dice la propia contraportada, «una reflexión actual sobre nuestro habitar una tierra que nos empeñamos en devastar». Y es ahí donde creo que radica el principal error: el peso de la idea lastra el vuelo narrativo. 

Este es un libro de voces, un coro griego con un baobab convertido en corifeo que abre y cierra esta representación de la vida africana: «Soy Baobab, árbol primero, árbol eterno, árbol símbolo (…) No me da miedo la muerte, está vinculada con la vida». El propio árbol se pregunta si este modo de vida que prolifera por todo el planeta no está cebando su propia destrucción: «Hubo un tiempo en que los hombres conversaban con nosotros, los árboles». Mientras todavía sigue en nuestro humor vítreo la nebulosa de los humos que dejaron los incendios (el verano del genocidio y de los fuegos), En compañía de los hombres es otro aldabonazo en una conciencia dividida entre la comodidad y el cambio climático, no querer saber y el estruendo de los crímenes que llega a nuestras pantallas. Escrito antes del Covid, Tadjo recuerda que era «peor que en la guerra», porque «la madre, el padre, el hijo podía volverse un letal enemigo. La compasión era una sentencia de muerte». 

Vemos desfilar una serie de figuras que, en primera persona, darán cuenta de su lugar en la película real del Ébola, desde un doctor que «descubre un nuevo universo» («Nunca he conocido nada más gratificante que aliviar el sufrimiento»), la «valentía de una enfermera» que es «una joya» (pero que suscita el miedo –y la ­cobardía– entre sus vecinos. Quien salva puede llevar la muerte, y su hija padece las consecuencias: «No teníamos más amigos»), un sepulturero, una madre que con su amor «lleva la muerte en sus alas» (las mujeres son las más afectadas por la epidemia, porque cuidan), supervivientes que devuelven tratando de salvar a otros el bien recibido, un poeta que pierde a su amada, un investigador congoleño, y el propio virus que toma la palabra para advertirnos: «No soy ni bueno ni malo (…) Nosotros, los virus, hemos conseguido conquistar el planeta (…) Nadie puede vencerme». Hasta el murciélago cuenta sus razones. Este es un libro profundamente africano: vida y muerte son el mismo río navegable; animales y plantas tienen voz y conciencia. Pero le ha faltado a esta autora dejarse persuadir por su propia voz interior para que el peso de la información que nos proporciona no impidiera que el libro sobrecoja. Como pretendía Kafka que hicieran siempre los libros. 


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