
Publicado por Gonzalo Vitón en |
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El 25 de septiembre se iniciaban unas protestas lideradas por los jóvenes malgaches y el 12 de octubre, en un vuelo ofrecido por Francia, el todavía presidente del país, Andry Rajoelina, abandonaba la isla con destino a un inespecífico «lugar seguro», desde donde trató, sin suerte, de disolver la Asamblea Nacional. Ante la presión en las calles, los diputados votaron a favor de la destitución y, poco después, el Cuerpo de la Administración del Personal y de los Servicios Administrativos y Técnicos (CAPSAT por sus siglas en francés), una unidad de élite del Ejército malgache, anunciaba la creación del Comité de Defensa Nacional de Transición (CDNT).
El CAPSAT, que ya había apoyado las revueltas que en 2009 acabaron con la destitución del entonces presidente Marc Ravalomanana, sustituido por Rajoelina –que permaneció en el poder hasta 2014, para después ganar las elecciones en 2018 y ser reelegido en 2023–, ha sido decisivo también en esta ocasión, sobre todo cuando el pasado 11 de octubre decidió apoyar a los manifestantes. Tras la toma del poder, el coronel Michael Randrianirina, al frente del CAPSAT, aseguró que «esto no es un golpe. El Ejército ha respondido a la incesante llamada que le ha hecho el pueblo malgache. El poder pertenece al pueblo, no a mí». Sin embargo, la Unión Africana (UA) ya ha suspendido a Madagascar y ha exigido al Ejército que «cese inmediatamente su injerencia, restablezca el gobierno civil y organice elecciones libres, justas y transparentes».
No parece que vaya a ser así, pues Randrianirina aseguró que el período de transición durará entre 18 y 24 meses, tras el cual se organizarán los comicios. El CDNT asumirá las funciones de la presidencia y, según el coronel, estará compuesto por «oficiales del Ejército, la Gendarmería y la Policía Nacional y, quizás más adelante, por asesores civiles». Los militares, que también anunciaron la creación de un gobierno civil cuya composición aún no se conocía al cierre de esta edición, aseguraron que se daría a conocer «en unos días», tras la toma de posesión de Randrianirina, celebrada el pasado 17 de octubre en Antananarivo. Tres días después nombró al empresario y consultor Herintsalama Rajaonarivelo como primer ministro.
La historia política de Madagascar ha estado salpicada por períodos de inestabilidad desde su independencia en 1960, marcados por los golpes militares de 1971, 1991 y 2009. Esta falta de estabilidad política es una de las causas de las condiciones económicas y sociales que enfrenta el país. Según el Banco Mundial, el 75 % de la población vive por debajo del umbral de la pobreza y el PIB per cápita de los malgaches se ha reducido de 812 $ en 1960 a apenas 461 $ en 2025. A esto se suma que, según el Índice de Corrupción elaborado por Transparencia Internacional, Madagascar ocupa el puesto 140 de 180. La gota que colmó el vaso de la sociedad malgache fueron los continuos y recurrentes cortes de agua y electricidad, en un país en el que solo el 36,1 % tiene acceso al suministro energético y apenas el 14,75 % de la población disfruta de agua potable.

En línea con las protestas en Indonesia, Nepal, Perú, Serbia, Kenia o Marruecos, han sido grupos de jóvenes menores de 30 años, la llamada generación Z, los que han liderado las protestas. Organizados en torno a aplicaciones de mensajería, Discord en esta ocasión, han creado un movimiento que ha superado la capacidad de respuesta de los ejecutivos en el poder. La lucha, que comenzó por la exigencia de garantizar los servicios básicos, ha evolucionado en una demanda más amplia de derechos políticos y económicos. Alessia De Luca, en un análisis para ISPI, recoge tres elementos que tienen en común estos movimientos de jóvenes en el sur global: están protagonizados por la primera generación de nativos digitales, a lo que se suma la ausencia de un líder reconocido o portavoz y la lucha contra la corrupción y por la justicia social. Además, como apunta la periodista en su análisis, «mientras sus coetáneos europeos y norteamericanos muestran su frustración optando por políticas y partidos más extremistas, la generación Z de África, Asia y América Latina se rebela contra el envejecimiento de los líderes, la corrupción, el desempleo, la desigualdad de ingresos y las economías que han dejado atrás sobre todo a los más vulnerables». Shamira Ibrahim, editora del portal Africa is a Country, apunta a la importancia de reconocer la fragilidad de la situación en Madagascar como sistémica y no única, pues «cuando aislamos las crisis de Sudán, Congo, Haití y Madagascar como calamidades distintas, corremos el riesgo de minimizar la importancia de las lógicas coloniales unificadoras que contribuyen a crear un terreno fértil para la calamidad y la inestabilidad».
La naturaleza de esta revolución de los jóvenes está expresada en uno de los símbolos comunes que han ondeado en los tres continentes: una calavera pirata con un sombrero. En el caso de Madagascar, porta un satroka, perteneciente a los betsileos, uno de los grupos étnicos principales del país. El símbolo, tomado de la serie japonesa de anime One Piece, resuena en el imaginario juvenil. En declaraciones recogidas por NPR, un joven manifestante malgache de 25 años, seguidor de la serie y que pide permanecer en el anonimato, explica que «se relaciona y resuena con las protestas de la generación Z en todo el mundo porque sus miembros están tratando de acabar con los sistemas corruptos», para añadir que «el personaje principal, Monkey D. Luffy, se opone a la injusticia y eso es contra lo que luchamos los miembros de la generación Z en todo el mundo».
En el manifiesto de la generación Z de Madagascar se recogen los valores y principios fundamentales que rigen el movimiento: igualdad, solidaridad y comunidad, integridad y responsabilidad, creatividad e innovación, competencia, respeto por la naturaleza y sostenibilidad. Son principios y valores muy profundos que van mucho más allá de la imagen que se presenta de una generación solo preocupada por cuestiones triviales. Pone sobre la mesa la conciencia política de una juventud preparada y consciente a la que le ha tocado lidiar con un complejo mundo del trabajo marcado por las malas condiciones laborales y fuertes inflaciones, el aumento de la polarización política y las consecuencias de la crisis climática. Para Will Shoki, editor de Africa is a Country, lo que está pasando «representa un resurgimiento de la conciencia sistémica mundial desde abajo, la sensación de que las injusticias de la vida cotidiana están vinculadas a la arquitectura del capitalismo global en sí mismo». Shoki afirma que lo presenciado es «el resurgimiento de una contradicción global que ningún gobierno, por muy represivo que sea, puede gestionar de forma indefinida. La revolución aplazada ha reaparecido, despojada de ilusiones y mediada a través de pantallas, pero reconociblemente igual en esencia: una demanda insistente de un mundo que pueda sostener la vida, la dignidad y el significado más allá del mercado, y por el bien de las personas, no del poder o el lucro». Como resume la activista malgache Ketakandriana Rafitoson para DW, las generaciones jóvenes luchan por «un nuevo contrato social en el que el Estado sirva a la gente y no a los intereses de la élite».
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