Publicado por Alfonso Armada en |
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Una de las nociones más nocivas atizadas por el ventilador de la buena conciencia se llama apropiación cultural. Llevada al pie de la letra, ¿solo podrían hablar de África los africanos? Una de las grandes virtudes de la literatura es que nos permite hacernos inmensamente ricos en conocimiento y experiencias leyendo. El talento para recrear, reconstruir, explorar otras vidas, geografías, fantasías, goces y sufrimientos no tiene nada que ver con haber vivido en carne propia todo lo contado. Ni siquiera que haya existido. La imaginación y el don de la sintaxis («una cualidad del alma», según Paul Valéry) no están predeterminados por el género ni por el color de la piel, ni por desgarradoras o sublimes experiencias.
¿Tenía derecho Joseph Conrad a narrar en El corazón de las tinieblas su periplo por el río Congo y las atrocidades cometidas en nombre del rey Leopoldo II? ¿Es la suya una mirada neocolonial, como aventuraron Edward Said o Chinua Achebe? No lo comparto. Cierto que desde su publicación se ha asociado el antiguo Congo belga, y por extensión toda África negra, a un corazón tenebroso. No pocos plumillas perezosos han caído en esa sinécdoque que a veces es metonimia y otras metáfora. Una fórmula tan poderosa y seductora como falsa. Porque de lo que habla –sobre todo Conrad en su viaje río adentro/corazón arriba– es de la espantosa degradación de la vida de los negros a manos de la insaciable codicia blanca. Consigue que miremos el mundo con sus ojos. ¿Estaban infectados de prejuicios? Yo creo que de curiosidad y un prodigioso talento para navegar y contar con una tinta indeleble en el río del tiempo.
De eso habla también La bruma verde, la novela que granjeó a su autor, Gonzalo Giner (Madrid, 1965), el último Premio Fernando Lara de novela. El autor se dio a conocer con El sanador de caballos, una indagación en los orígenes de su oficio de veterinario. En la biografía de la segunda solapa, una frase, «referente de la literatura popular», sirve para cartografiar esta voluminosa novela cargada de dos buenas intenciones: entretener y concienciar. La contraportada ofrece pistas: el nombre de la protagonista, Bineka, adoptada por chimpancés; el rapto de una cooperante española; una trama de corrupción a cuenta de las riquezas de República Democrática de Congo, y dos alusiones para tentar antes de entrar: «vertiginoso thriller» y «conmovedor relato ecologista». A menudo da la impresión de que lo que ha querido escribir Giner es el guion de una película. El trazo de los personajes es burdo. La trama avanza a trompicones, sin que la verosimilitud importe. Pero lo más pesaroso tratándose de una novela es la inexistente calidad de la prosa, una sintaxis descuidada al servicio de la acción y del mensaje. En torno a la página 220, La bruma verde adquiere cierta temperatura y alguna consistencia, pero nada añade a la historia de la literatura y poco al conocimiento de África. No nos enriquece.
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