
Publicado por Javier Sánchez Salcedo en |
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Nací en 1967 en esta isla de São Vicente. Toda mi familia paterna está vinculada al mar: mi abuelo, mi padre, mis tíos, mis primos, mis sobrinos… Mi padre vino de la isla de Maio y trabajaba aquí, en el puerto grande de Mindelo, como mi abuelo. Mi madre vino de Santa Catarina, en el interior de la isla de Santiago, la isla más grande. Trabajaba como empleada doméstica en la casa de un farmacéutico muy conocido, un hombre intelectual vinculado también a la literatura y a la fotografía. Mi relación con este puerto viene desde muy temprano y de ahí la importancia del otro, del que llega, del mundo que está más allá de nosotros. Es lo que te da vivir en una isla. Nuestra primera pregunta filosófica es: ¿por qué he nacido en una isla de 227 kilómetros cuadrados? Y a partir de ahí nace nuestra curiosidad por el otro.
Mi padre trabajaba en una línea de barcos neerlandeses. Viajaba a Sudamérica y a Asia. Cargaba materiales como madera, maíz o cebada para llevarlos al otro lado del mundo. De forma periódica recibíamos en casa discos de vinilo, desde música latina, cumbia o merengue hasta otros estilos que estaban de moda en ese momento. Mi casa tenía siempre un ambiente festivo y empecé a bailar muy pronto. Era una costumbre al final de las tardes. A mi madre le gustaba mucho verme bailar. En casa siempre había mucha gente que venía de otras islas: de Boa Vista, de São Nicolau, de Maio, de Santiago, de Santo Antão… Venían a mi casa, como si fuera una pensión, a esperar la «carta de llamada», una carta en la que alguien que estaba en el extranjero solicitaba que esa persona pudiera salir, viajar y trabajar. En ese contexto empecé a tomar conciencia del movimiento. Más tarde tuve un shock en mi familia, cuando falleció mi madre. Tenía entre 11 y 12 años. Me marcó para toda la vida, pero una forma de seguir conectado con ella era seguir bailando.

Hice un curso de Electricidad en la escuela técnica. Pero cuando terminé, la danza pasó a ocupar un lugar más importante y decidí dedicarme a ella como forma de vida. Formamos el grupo Mindel Stars, bailábamos a diario y ensayábamos dos veces cada día. Hacíamos espectáculos por las islas. Llegamos a actuar en la isla de Santiago en un pabellón polideportivo delante de 2 000 personas. Éramos una especie de estrellas. Cuando salimos por primera vez del país fuimos a Países Bajos y luego a Francia. Conseguí una beca para formarme en Lisboa y estuve viviendo allí unos años. Volví varias veces a las islas para impartir formación y presentar mis propios trabajos. Mi idea siempre ha sido trabajar sobre la memoria de Cabo Verde. Creaba las piezas fuera, pero siempre las traía aquí para ver cómo reaccionaba la gente. Volví a São Vicente cuando el ministro de Cultura, Abraão Vicente, me invitó a dirigir el Centro Cultural de Mindelo. Nunca dejé de ejercer mi profesión, que es la de bailarín, coreógrafo y pensador, soy un agitador cultural.
En general, la escuela, la academia, está muy atada a la silla, al orden, a la disciplina, pero yo creo que el conocimiento no tiene que ver únicamente con esas premisas. Hay otras formas de transmitirlo sin tener que pasar por esa estructura rígida. Pensé en la creación de un espacio más abierto y hoy, con mi actual compañera, Miriam, tenemos un espacio en la ciudad llamado Bombu Mininu, que para nosotros es una universidad abierta en forma de café literario. Uno no va allí solo para beber o tomar algo, sino para pensar y ser cambiado, con la idea de que una sola palabra puede cambiar tu vida. Viene también de la herencia que hemos recibido de los más viejos. Nosotros vimos a la generación de Amílcar Cabral, hoy presentes con 80 o 90 años, compuesta por estudiantes que salieron de las universidades y discutían fervorosamente sobre cómo mejorar Cabo Verde, y eso quedó como una matriz para nosotros, que también queríamos formarnos para luego volver y mejorar este lugar. Cuando salí de Cabo Verde era como un águila de dos cabezas, miraba la realidad en la que estaba y la comparaba con la que dejé. En Ámsterdam o en cualquier otra ciudad del mundo pensaba en dirigir un centro cultural en Cabo Verde y me fijaba en los elementos que podría utilizar allí y en formas de transmitir el conocimiento. Mi generación está entre aquella generación del saber y las personas menores de 30 años, que son el 75 % de la población. Cuando volví a la ciudad pensé en crear un espacio que permitiera la discusión de ideas. Así que mi compañera y yo decidimos hacerlo.
Era un local que me dejó un primo que se marchó a Estados Unidos. Lo reformamos durante seis meses sin que lo supiera nadie. Después invitamos a un núcleo muy pequeño de amigos, a los que dijimos que se trataba de una exposición que habíamos montado. Cuando llegaron empezaron a preguntarnos: «¿Pero esto qué es? ¿Es un café? ¿Una instalación artística? ¿De qué se trata? ¿Cuál es el concepto?». Ese pequeño grupo de personas empezó después a contarlo y a crear curiosidad. El proceso de darlo a conocer y que fuera cobrando vida fue por el boca a boca, de corazón a corazón, sin publicidad. Necesitábamos que se transmitiera ese asombro. El espacio cumple precisamente hoy [el día que se realizó la entrevista] seis años y la gente lo vive así, con asombro. Todos los días recibimos a personas nuevas. Los que llegan son llevados por amigos que ya han estado. Muchas personas que viven en la ciudad aún no lo conocen y a veces es gente de fuera la que les habla de él. «Te voy a llevar a un espacio increíble en el mundo». «Pero ¿cómo conoces esto? ¡Yo vivo aquí, he pasado por aquí delante un montón de veces y no lo conocía!». Así comenzamos. Y se fue convirtiendo en una universidad que provoca la discusión, desde esa idea de que una palabra puede cambiar tu vida un día. Un espacio que favorece el encuentro entre desconocidos, porque el otro siempre tiene cosas que yo no sé. Así que las personas llegan, empiezan a conversar, «¿cómo estás?, ¿qué haces?», y ese espacio cerrado, que es como un café literario, se abre, se transforma en una universidad, en una escuela transnacional en la que cada persona aporta su identidad particular. Esta misma entrevista podríamos haberla hecho allí.

Si me dices «Tony, voy a hacer un trabajo sobre la música en Cabo Verde», os invito al espacio de Bombu Mininu. Hacemos allí la entrevista, junto a otras personas que están en la misma mesa, mientras comemos. Los amigos que están escuchando pueden preguntar también por qué estáis haciendo esto. Y de la entrevista puede salir otro objeto, quizá un libro o alguna otra cosa, y ese libro puede acabar en la estantería de Bombu Mininu. Cuando vuelvas a Mindelo con tus hijos o con tus amigos puedes mostrarles el lugar en el que hiciste esta entrevista. Luego ese amigo traerá a otra persona, y así se va construyendo este sistema de mensajes en el que te puedes acabar encontrando con una persona de Sudáfrica, de Zambia, de Guinea… y vas aprendiendo más del mundo. Esa es la idea y la experiencia que nosotros tenemos del humanismo, de compartir. El amor no es una palabra, es un acto. Cuando yo doy, yo recibo. Y es increíble. Todos los días recibimos un libro, un disco, algo que ha pintado alguien, algo que deja alguien. El primer paso es ese encuentro personal y luego viene la parte de la creación. Creo que esa es la mejor forma de pertenecer y de mejorar el mundo.
Estoy totalmente de acuerdo con esa idea. Lo que hago como bailarín y coreógrafo es llevar al espacio escénico los bailes populares que existen y tienen sus propias funciones en el calendario de celebraciones, en las fiestas. Como creadores, buscamos esas manifestaciones, les damos otras características, una estilización y hacemos una reflexión sobre ellas. Las llevamos a un espacio de cuestionamiento. Eso es lo que aportamos. Mis obras tienen mucho de eso. Bebo de la creación popular para luego cuestionar qué es la danza.
Queda mucho por hacer. Casi todo. Amílcar Cabral, uno de los grandes arquitectos del pensamiento liberador independentista, decía que debíamos pensar con nuestras propias cabezas, que debíamos reequilibrar nuestro cuerpo, reencontrarnos con nuestras esencias. Cabo Verde juega un papel muy especial en este enfrentamiento entre los tres continentes. Es una especie de no lugar. En antropología lo llaman un «espacio de paso». Fuimos traídos hasta aquí con el objetivo de servir en otros lugares. Y en ese tránsito, ¿qué nos hicieron? Negaron nuestro origen. Nos quitaron el nombre, y cuando borras el nombre borras a la familia. Para volver a tener equilibrio y confianza hay que mirarse en un espejo que es tu cultura. Lo que nos permite la danza es descubrir esas heridas. La danza, como la música, es como una partitura transgeneracional. Con ella, la memoria permanece en el cuerpo. Creo que como las personas sabían que no iban a quedarse aquí, en este espacio de paso, crearon un país a partir de la oralidad, de la inmaterialidad, sin esculturas, ni pinturas. La danza fue como un medicamento para que no desapareciéramos, porque ahí estaba todo. Pero el cuerpo nos fue negado, no podíamos usar el tambor, no podíamos bailar al estilo africano, no podíamos manifestar nuestra africanidad. Fue así hasta 1975, cuando decidimos unirnos y se produjo el grito más sublime de estas islas. Recuerdo que tenía siete años. Hubo un grito enorme y las canciones comenzaron a salir de lugares cerrados. Del interior de Santiago llegaron el funaná, el finaçon, el batuque, los llantos, los lamentos, la música, el acordeón, los gritos… Todo era posible, y comenzamos a apropiarnos de nuestra existencia corporal. Hasta hoy, nuestra duda existencial pasa por preguntarnos quiénes somos, cómo somos. Esa idea de descolonización es una composición continua y permanente que no tiene que ver con estar en contra de algo. Se trata de reparar lo que hay en nosotros para poder africanizar los espíritus.

No, definitivamente creo que es más bien una nomenclatura. Es una ciudad que tiene cultura, como todos los lugares, pero este no es un lugar donde se haya decidido apostar firmemente por esta condición. Se necesita aún mucho trabajo. La música nos ha dado a conocer en el mundo. Cuando llegas, ves que el nombre del aeropuerto es Cesária Évora, te encuentras con una imponente estatua de ella con el micrófono. Vas al cajero y sacas un billete de 2 000 escudos en el que aparece Cesária. Llegas a una plaza de la ciudad con uno de los mejores grafitis contemporáneos con su imagen. Dice mucho de un país que en sus billetes aparezcan músicos, poetas, escritores… En el presupuesto estatal se dedica el 10 % a la cultura. Solo las Fuerzas Armadas tienen más, un 13 %, en un país que nunca ha sabido lo que es la guerra, que no tiene rencor en la mirada. Nos falta perder el miedo y apostar seriamente por la música. Si Nigeria o Angola tienen petróleo y cuentan con un Ministerio del Petróleo, nosotros deberíamos tener el Ministerio de la Música. En Mindelo necesitas unas cuerdas de guitarra y no tienes dónde comprarlas. No hay un conservatorio o una casa de la música donde aprender a tocar el cavaquiño. Hay que apostar para que tengamos una orquesta nacional, que es necesaria. La música de Cabo Verde es buenísima. Soy un coleccionista de música caboverdiana y cada día descubro más. El pueblo logró esto por su cuenta. Cada uno de nosotros es un héroe silencioso en la creación de Cabo Verde. Ahora falta que el Estado haga su parte, que defienda la música, que defienda el arte y la cultura como un modo de estar.
Estas tres puertas son el reflejo de la materia con la que trabajamos. La anciana, con las manos en los oídos, se refiere a que cuando llega la vejez necesita aprender a escuchar de nuevo, porque los oídos empiezan a fallar. Hay que volver a entrenar el oído. La invitación es: «Ven a escuchar». Los jóvenes, en otra de las puertas, necesitan aprender a hablar. Y aquí entra el teatro. Aprender a hablar significa relacionarte con el otro, con el mundo. Y luego está el niño, que antes de tener una palabra propia tiene el movimiento, la danza. Por eso se tapa los ojos con las manos. Viene a bailar para comprender. Son las tres puertas existenciales. El pasado, el presente y el futuro. La música, el teatro y la danza. Los mayores, los jóvenes y los niños, que se interconectan aquí para dejar lo que creemos que conforma al caboverdiano.
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