«Vivir la Misión es vivir bien la vida»

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P. Franco Laudani, mccj

Este mes os presentamos a un gran misionero comboniano italiano, el P. Franco Laudani, que ha dedicado 28 años de su vida misionera al pueblo pigmeo en República Democrática de Congo. Los pueblos pigmeos son los pueblos originarios de la selva tropical africana y sus diversos grupos étnicos están diseminados por diversos países. Son seminómadas y viven de la caza, la pesca y la recolección de productos forestales y su cultura tradicional da una gran importancia a la música y la danza.
Los pigmeos sufren racismo, exclusión social y sus derechos civiles no siempre son respetados por los pueblos bantúes. El P. Franco, con su compromiso evangelizador y de promoción humana, ha contribuido a fortalecer su autoestima y su fe.
El P. Franco tiene una edad avanzada y su historia nos desafía. ¿Quién se compromete a continuar su misión entre los pigmeos?

Cuéntanos algo de ti y de tu vocación misionera

Nací en Biancavilla, un pueblo de la isla italiana de Sicilia, y en mayo de este año espero celebrar mis 80 años de vida. De pequeño era bastante indisciplinado. Debido a mis repetidos suspensos en los estudios, mi padre me hizo trabajar duro en el campo durante un año. Tuve la suerte de que una catequista se interesó por mí y con su ayuda pude entrar en el seminario menor de mi diócesis, Catania, donde estuve ocho años. Durante ese tiempo pasaron por allí dos combonianos, los padres Enrico Faré y Mario -Mazzoni, que me entusiasmaron con las misiones. Comencé a leer la revista Piccolo Missionario para niños y jóvenes que los Misioneros Combonianos siguen publicando en Italia y que alimentaba mis ganas de ser misionero. Un día leí en esta revista un artículo firmado por el P. -Bartolucci que me impresionó y agudizó ese deseo. Su titular era: «Nos quedan 25 años para anunciar el Evangelio en África, después de eso será difícil». Además, en 1957 apareció la encíclica Fidei Donum, del papa Pío XII, en la que se invitaba a los sacerdotes diocesanos a colaborar con las misiones. Esos dos acontecimientos hicieron que comenzara a contar los años que me quedaban para ordenarme sacerdote y poder irme como misionero. Al principio mi padre no estaba de acuerdo, pero al final, con lágrimas en los ojos, me dejó partir.

Pero no fuiste misionero fidei donum.

No. Soy misionero comboniano. La urgencia de anunciar el Evangelio me empujaba a la Misión y buscaba la manera de concretarla. En un primer momento quise ser misionero fidei donum, pero después pensé que era mejor formar parte de un instituto grande, con experiencia misionera, que pudiera sostenerme y acompañarme. Podrá parecer una tontería, pero yo me decía a mí mismo: «¿Y si me envían al Polo Norte?, soy siciliano, estoy habituado al calor y tengo miedo del frío», así que pensé en la frase que había escuchado de Comboni: «África o muerte», y me decidí por los Combonianos… y por el calor de África. Así se cumplieron mis sueños. En 1972 fui destinado al entonces Zaire, hoy República Democrática de Congo (RDC), donde espero continuar mientras me queden -fuerzas.

¿Dónde comenzaste tu servicio misionero?

Digo siempre que mi primer amor fue Mungbere, una comunidad situada en plena selva en el noreste de RDC. Comencé mi presencia en aquel bendito lugar con todo el entusiasmo para servir a mis hermanos y compartir mi vida con los más pobres. Sin miedo a las dificultades de los safaris, que es como llamamos a los viajes que realizamos para visitar las comunidades, me sentía más contento en la selva que en casa. Sin embargo, Dios tiene sus planes. Cuando apenas llevaba 11 meses en Mungbere me caí de la moto y quedé medio muerto. Una religiosa que me encontró me salvó la vida y desde entonces he considerado que mi vida es un regalo de Dios que debo entregar con generosidad.

En RDC eres conocido por tu trabajo con el pueblo pigmeo, ¿Cuándo comenzaste este servicio?

En 1973, estando en Mungbere, encontré por primera vez grupos de pigmeos en los caminos de Moley, Dodi y Dingbo, e incluso fui testigo del bautismo de los primeros pigmeos de la parroquia, pero entonces no comencé a trabajar directamente con ellos. A los dos años de estar allí fui destinado a la parroquia de -Nangazizi y luego a la de Rungu, donde pasaba casi todo el tiempo en la selva visitando las 95 comunidades cristianas de esta enorme parroquia, donde la capilla más lejana estaba a 110 kilómetros de la iglesia central. Fue una magnífica experiencia. Después me pidieron que regresara a Italia para un servicio de animación misionera con jóvenes que fue también muy gratificante, pero en 1984 volví definitivamente a Congo. Al llegar, me destinaron a la parroquia de Gombari, pero enseguida quedó vacante el trabajo pastoral con los pigmeos y me presenté voluntario.

Por tanto, toda una vida dedicada a ellos.

Casi. Desde 1984 hasta 2018, cuando fui reemplazado por otro comboniano, mi vida misionera ha estado centrada en este pueblo. Comencé en la comunidad de Bangane, para regresar poco después a Mungbere, mi primer amor, donde he vivido la mayor parte del tiempo. Durante los diez años que fui responsable diocesano de la pastoral pigmea de Wamba, me desplazaba bastante, pero como Mungbere forma parte de esta diócesis, seguía vinculado a mi comunidad. Creo que hicimos un buen trabajo que ahora continúa el clero diocesano.

¿En qué consistía exactamente su labor?

Estaba centrado en dos ejes fundamentales y complementarios: la evangelización y la educación, aunque también había programas de apoyo a la salud y formaciones más específicas en agricultura y otros campos. La selva es el hábitat natural de los pigmeos. Como se desplazan con frecuencia, uno de nuestros empeños fue crear pequeñas escuelas cerca de los campamentos más grandes para que, al menos durante unos meses, los niños y las niñas pigmeos pudieran estudiar junto a otros niños y niñas bantúes para favorecer su integración. Esto lo complementamos con el internado que pusimos en marcha en Mungbere. Entendíamos que esta era la única manera de que los pigmeos pudieran afrontar los estudios de Secundaria. El pueblo pigmeo es el más pobre en la sociedad congoleña, pero poder ir al colegio con otros niños y niñas bantúes les ha permitido promocionarse. Muchos han aprendido a leer y escribir, bastantes son diplomados y unos pocos han podido ir a la universidad y trabajar como matronas o profesores. Estoy muy contento con los avances que está experimentando el pueblo pigmeo.

¿Cuál es tu mejor recuerdo?

Me quedo con la marcha que organizamos en 2005 para pedir respeto por los derechos de los pigmeos. Unos 2.500 se pusieron en camino y recorrieron, en algunos casos, hasta 300 kilómetros para llegar a la ciudad de Isiro. ¡Lo nunca visto! A pesar de ello, las dificultades persisten y queda mucho por hacer para que los pigmeos sean ciudadanos congoleños con los mismos derechos que el resto. Por mi parte, hace falta mucho más que una vida para acompañar a este pueblo que, como uno de los más pobres y abandonados, es prioritario dentro del carisma comboniano. Ahora no tenemos gente suficiente para la evangelización. Además, la guerra y otras dificultades no nos han permitido avanzar como nos hubiera gustado. Sin embargo, mis recuerdos son de agradecimiento a Dios porque jamás me he sentido solo. La gente, de manera especial los pigmeos, me ha acogido muy bien. Dios nos ha acompañado en todas las circunstancias, incluso durante la guerra, en la que me hicieron prisionero y me tuvieron retenido durante 14 días, jamás me he sentido abandonado. La población siempre nos ha protegido y se ha preocupado de nosotros. Guardo en mi corazón el amor por África y el amor de los africanos hacia nosotros, los misioneros, también ahora que estoy en Kinshasa, muy lejos de los pigmeos.



Escuela Isidore Bakanja, en la localidad de Mungbere (RDC), donde trabajó el P. Laudani. Fotografía: Archivo personal del P. Franco Laudani


Has vivido casi toda tu vida en RDC. Desde allí ¿cómo ves la situación de Europa?

Creo que en Europa hay una crisis de fe vinculada con la búsqueda de las comodidades. Las personas se vuelven indiferentes al sufrimiento de sus hermanos, sean los pobres o los inmigrantes, y el riesgo es de encerrarse en sí mismos perdiendo los valores cristianos, sin compartir. Sin vivir juntos y superar los intereses personales o de grupo vamos a destruir nuestra humanidad. No obstante, hay esperanza. Guardo un buen recuerdo de los cinco años que trabajé en Italia con los jóvenes. Algunos se han entregado al servicio de Dios y otros mantienen su espíritu misionero trabajando como trabajadores sociales entre los más pobres, como catequistas…

Tus últimas palabras para los jóvenes españoles

Hay todavía mucha fuerza entre la juventud, aunque las dificultades de hoy parecen ahogar la fe. Yo diría a los jóvenes europeos y españoles que la Misión continúa. Sin la disponibilidad para salir al encuentro de los otros, nuestra vida pierde sentido. Además, estamos todavía muy lejos de haber anunciado el Evangelio en todo el mundo, pero siguen faltando personas dispuestas para ello. El impulso misionero es la clave de nuestra vitalidad y la fuerza para crear un mundo mejor y un futuro feliz. No malgastéis vuestra vida y vuestra juventud en cosas que no tienen un valor duradero, es mejor vivirla buscando el bien de todos en el mundo. Vivir la Misión es vivir bien la vida.   



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