En busca de los hombres sabios

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En el archipiélago de Bijagós (Guinea-Bissau) se mantiene viva la tradición del fanado



Texto y fotos Sara Martín, desde Canhabaque (Guinea-Bissau)



La tradición del fanado, que se mantiene muy viva en las islas de Bijagós (Guinea-Bissau), es una ceremonia de paso dentro de la edad adulta. En ella participan hombres adultos que, a través de esta práctica, alcanzan el grado más alto posible de sabiduría. La autora ha vivido la ceremonia en la isla de Canhabaque.



A finales de marzo volví a la isla de Canhabaque (Konha), una de las 88 que forman la reserva del archipiélago de Bijagós (Guinea-Bissau). Hacía justo un año que no pisaba la isla, y fui invitada a pasar unos días en familia en la aldea de Endena.

Nené, una mujer a la que conozco desde hace dos años, nada más verme me dijo: 

–Sara, nha home na bai ­fanado.

Aquellas palabras me atravesaron. Después de dos años de idas y venidas desde Madrid, hace un año decidí quedarme a vivir en el archipiélago. Ha sido un proceso intenso y hermoso, de escucha, adaptación y aprendizaje. Con el tiempo he ido conociendo personas, familias, dinámicas comunitarias y, poco a poco, también la lengua criolla.

Gracias a ello pude comprender no solo el significado literal de las palabras de Nené, sino también la emoción profunda desde la que las pronunciaba. No existe una traducción literal, pero lo que Nené me quiso decir era que su matrimonio de 30 años llegaba a su fin, no por desacuerdos, sino por motivos culturales y tradicionales.

El fanado es la última y más elevada etapa dentro de la sociedad bijagó. Aunque existe también una versión femenina, en este caso eran hombres quienes se adentrarían en la selva para alcanzar el grado más alto de sabiduría. A esta fase le precede otra, llamada cavaró, y solo quienes han completado esta etapa están listos para el ­fanado.

La isla de Canhabaque es, probablemente, la que mantiene de manera más firme sus tradiciones. Fue una de las regiones más resistentes a la dominación colonial portuguesa y a la idea de lo que desde Occidente se entiende como progreso. Su cultura está muy vinculada a la brutalidad y a la exuberancia de la naturaleza, donde la supervivencia es una realidad diaria y las condiciones de vida son extremas.

Vista aérea de la tabanka de Endena. Fotografía: Sara Martín



Este archipiélago –y en particular esta isla– mantiene sus tradiciones y estructuras sociales viviendo en una profunda desconexión respecto a los poderes políticos y administrativos del Estado. Cada aldea o tabanka tiene su propia gobernanza –los poderes tradicionales–, con sus reglas, estructuras organizativas y jerarquías sociales, donde los hombres mayores –los ancianos– son los más respetados, ya que en su mayoría han pasado por todas las ceremonias tradicionales, espirituales, ancestrales y culturales, que culminan con el fanado.

La transmisión de la cultura se da, sobre todo, de los ancianos a los más jóvenes. Son ellos quienes atesoran el conocimiento espiritual, medicinal y organizativo de la comunidad. Pero este saber no se ofrece de manera gratuita, sino que es ­necesario merecerlo. Los más jóvenes deben demostrar respeto, paciencia, humildad y, sobre todo, generosidad hacia los mayores. Esa generosidad –que puede manifestarse en forma de ofrendas, cuidados, escucha o servicio– funciona como una especie de moneda de cambio, un gesto necesario para que el conocimiento ancestral pueda ser compartido y perpetuado.

Papa y Tené, en una calle de la aldea. Fotografía: Sara Martín


Un tema sobre la mesa

Durante el mes de marzo, en la isla de Bubaque, donde vivo, solo se hablaba del fanado de la tabanka –o aldea– de Endena y de que pronto llegaría el momento de la riada, la entrada en la selva. 

Durante varios días, las familias y amigos se reúnen y se preparan en la tabanka, y esta se sumerge en una energía distinta. Son días emocionales y tristes en los que dicen que son las mujeres las que lloran a sus maridos porque, desde ese momento, nunca más volverán a cruzar ni una sola palabra con ellos. Pero la realidad es que en toda la tabanka se llora: madres y padres, primas y primos, hermanas y hermanos, hijas e hijos. 

Los hombres que ingresan en esta etapa rondan entre los 35 y los 60 años, y durante tres meses son visitados y guiados por los ancianos de la isla. No todos logran sobrevivir. Tras esos tres meses, son trasladados a una barraca cercana a la tabanka, donde permanecen durante siete años más, sin tener contacto alguno con mujeres. Es una ruptura drástica con la vida anterior: un verdadero renacimiento que implica un nuevo nombre, una nueva familia y un nuevo rol dentro de la comunidad.

Lo que sucede en estas ceremonias es de una dimensión que combina lo sagrado y lo secreto. Hay elementos de esta experiencia que nunca serán revelados ni fotografiados. Nadie sabe qué ocurre durante este período. En ocasiones sucede que no regresan todos los que asisten. Algunos mueren.

Durante siglos, el fanado fue una etapa incuestionable: todos debían atravesarla. Hoy, sin embargo, no todos los que participan lo hacen por voluntad propia. Algunos son elegidos por la comunidad. Hay quienes aceptan ese destino con serenidad y otros que lo viven como una carga, enfrentando una enorme presión social atravesada por valores muy arraigados como la hombría –entendida como demostración de fortaleza, madurez y honor masculino– y el miedo a ser vistos como una amenaza al equilibrio del grupo.

Hasta la actualidad, resistirse a ir no se percibe solo como una decisión personal, sino que puede interpretarse como una traición a los valores identitarios y colectivos. En una estructura social donde todo se sostiene en lo comunitario, tomar una decisión que no esté alineada con las necesidades o expectativas de la aldea puede ser interpretado como un acto cobarde y que cuestiona la tradición, lo que relega a ese hombre a no ser escuchado en las reuniones comunitarias importantes. 

Las nuevas generaciones están luchando para que los mayores, que son los responsables de mantener viva la tradición, acepten también la posibilidad de mantener la relación con la esposa después de completar el fanado

Papa durante la celebración, antes de introducirse con el resto de hombres en la selva. Fotografía: Sara Martín

El proceso

Viajé el 2 de abril y la riada se había previsto para el día ­siguiente. Durante estas 24 horas, las familias reúnen herramientas y otros bienes como arroz, cacahuetes, aguardiente, vino y también, en algunos casos, un cabrito joven. Deben afeitarse el cuerpo entero, incluida la cabeza, y llevar campende, una vestimenta elaborada con la fibra de un árbol con el que también se hacen las faldas tradicionales de las mujeres.

Los días anteriores a mi llegada, Nené y Papa me habían preparado una habitación. El segundo día, cuando me desperté, vi que a Papa le estaban afeitando la cabeza y ya vestía campende, mientras que Nené se tragaba la angustia. Se me hizo un nudo en la garganta. 

Salí del cuarto y Papa al verme me sonrió y dijo: 

–¿Hoy no me das los buenos días?

Se echó a reír y me abrazó. Entre risas y lágrimas le saludé.

Ya no había vuelta atrás. Todos pasaron la tarde sentados en lo que vendría siendo la plaza de la aldea, abanicados y alimentados por sus mujeres. Esa noche ya durmieron en plena calle, a la intemperie. Las mujeres les alimentaban con sopa de ostras y berberechos con fideos, una excelente combinación carboproteica ideal para lo que se les venía encima.

Estas supuestas 24 horas se dilataron más de 48 debido a la tensión y nerviosismo disfrazados de desmayos y taquicardias.

Los hombres, acompañados por la comunidad, se introducen en la selva que rodea la tabanka. Fotografía: Sara Martín



Nené lloraba y se tragaba las lágrimas de manera discreta, sin despegar la mirada de su marido. La emoción aumentaba. Como consecuencia del estado de salud de tres de los participantes –fueron hospitalizados–, Papa había ascendido en el rango: ahora era el elegido para portar la antorcha y guiar a los demás hasta la entrada de la selva.

Tambores sagrados resonando, danzas tradicionales, fuego y llantos. A eso de las  18:30 comenzó la riada, con Papa al frente, seguido por el resto. Corrimos todos en una única dirección, sin mirar atrás, hasta que, en un punto marcado, nos detuvieron, mientras ellos continuaron hasta que les perdimos de vista. Envuelto todo en una densa polvareda, regresamos a la tabanka, masticando en silencio la mezcla de lágrimas y resignación.

Unas semanas antes, cuando Papa y Nené me invitaron a asistir, me senté con mi cámara y grabé una conversación entre nosotros tres.

Nené me contó que no es de Canhabaque. Ella pertenece a otra isla y se mudó allí por su matrimonio. Hay cosas que no se atreve a preguntar por respeto y simplemente asume. La curiosidad no está bien vista. Podría darse el caso de que ya no la necesitaran en la familia y tuviera que regresarse a su tierra, Djiu o isla de Galinhas.

Un hombre toca los tambores antes de que comience la riada. Fotografía: Sara Martín



«La tierra de los bijagós está sostenida y sustentada por los propios bijagós», dice Papa con rotundidad. Para él, pertenecer a esta cultura es motivo de orgullo. La tradición es un pilar que da sentido a su vida. En su familia todos han pasado por el fanado: las abuelas, los padres, las madres. Todos. No hacerlo es quedarse al margen, por lo que te desplazan. Nunca tendrás voz en las reuniones importantes ni serás tenido en cuenta en las decisiones de la comunidad.

Tras completar este período, de vuelta en la tabanka, «puede que conozcas a otra mujer –dice–, y ella a otro hombre. Con otras formas, otras ideas. Hay quienes viven esa nueva etapa como algo lleno de belleza, con apertura, compartiendo desde la generosidad, mientras que hay otros a quienes no les gusta que toquen lo que consideran suyo. Es así. Cada cual lo lleva como puede. Pero lo cierto es que volvemos siendo otros».

Las Bijagós fueron declaradas en 1996 Reserva de la Biosfera por la UNESCO, no solo por su valor ecológico, sino también por la conservación de estas formas de vida y tradiciones que encarnan una resistencia cultural frente a la homogeneización global, el colonialismo y la presión del turismo.   

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