Publicado por Gonzalo Gómez en |
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Percibimos por contraste y eso hace que la desigual Nigeria ofrezca el mayor rango posible de sensaciones en materia socioeconómica. Allí, en el país más rico de África, con permiso de Sudáfrica, y el más poblado del continente, los ricos parecen aún más ricos y los pobres más pobres –aunque estos se acerquen mucho a serlo en términos absolutos–. La cuestión va más allá de una sensación, como denunciaba Oxfam hace unos meses al situar a Nigeria como el último de una lista de 152 países ordenados en función de su «compromiso para reducir la desigualdad». El mes pasado, mientras en Abuya el presidente Buhari presentaba en un libro de casi 400 páginas los supuestos logros de su Administración en el ecuador de su mandato presidencial –«el país sale de la recesión», «la lucha contra la corrupción va dando frutos»–, a 700 kilómetros, en Lagos, la policía reprimía las protestas de los que habiendo tenido poco –infraviviendas en un suburbio a las orillas del mar–, lo perdieron todo el día en que las excavadoras irrumpieron y comenzaron a tirar sus casas para despejar el terreno a otras construcciones menos modestas.
El fenómeno tiene un nombre, gentrificación, que tomado del inglés viene a designar cómo los espacios urbanos pobres son rehabilitados y ocupados por clases sociales más adineradas. Lo hemos visto y lo seguiremos viendo en los cascos viejos y centros de aquí y de todo el mundo, pero pocas veces de una manera tan salvaje como en las comunidades pesqueras de Otodo-Gbame o de Ilubirin, en la megaciudad de Lagos. Allí se cumple un año de los primeros desalojos, que con preavisos máximos de 12 días y en contra de varias resoluciones judiciales, se produjeron al amparo de decenas de policías. Fueron ellos los que abrían el camino a las excavadoras, para lo que llegaron a prender fuego a las estructuras de madera y a amenazar a sus habitantes. En marzo, hombres armados con machetes y pistolas hicieron su aparición para acabar lo que la policía había empezado. Entre noviembre de 2016 y abril de 2017 más de 30.000 personas han sido expulsadas de sus casas en estas localidades según denuncia Amnistía Internacional (AI) en un informe presentado este mes. Más allá de los desalojos y de las incontables pérdidas en términos materiales, 11 personas han muerto y 17 desaparecieron durante los hechos.
A día de hoy, el Gobierno no ha contestado al informe, pero en ocasiones semejantes utilizó los argumentos de la salud pública o de la seguridad. La Administración justifica así las intervenciones policiales en base a enfrentamientos producidos en las comunidades o por la necesidad de desmantelar enclaves que pudieran convertirse en criaderos de extremistas. No tiene, por cierto, muy buena reputación la Policía nigeriana a juzgar por el Índice Mundial de Seguirdad Interna y de Policía de 2016. Este documento de la Asociación Internacional de Ciencias Policiales y el Instituto para la Economía y la Paz, coloca a este cuerpo como el peor de los 127 estudiados. A esto sí ha contestado la Policía nigeriana defendiéndose con un ataque: «La fuerza policial de Nigeria es la mejor en operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU, la mejor en África y una de las mejores del mundo», dijo su portavoz, que calificó el documento como falsedad «absoluta y no empírica».
¿Y toda esta violencia para qué? Según AI existen proyectos en Otodo-Gbame e Ilubirin para construir viviendas de lujo frente al mar, algunas de las cuales se habrían vendido ya por casi medio millón de euros. Demasiados para una ciudad en la que 15 millones de sus 23 millones de habitantes se las apañan, o no, con menos de un dólar al día. Las viviendas desalojadas se encontraban en una zona situada entre un mercado de lujo y una urbanización habitada por personas de clase alta.
Los desalojados aseguran no haber recibido compensaciones ni alojamientos. Lo único que se les habría propuesto es alquilar una vivienda oficial de bajo coste, lo que es totalmente inaccesible para la mayoría de ellos, incapaces de llegar a las 16.000 nairas mensuales cuando habitualmente pagaban alquileres de 3.000 (unos siete euros al mes). A mediados de noviembre, más de 600 personas de Otodo-Gbame se manifestaron frente a la oficina del gobernador del Estado de Lago, Akinwunmi Ambode. Pedían respeto a los derechos humanos y poder regresar a sus hogares, y lo hacían respaldados por los tribunales de Lagos, que habían declarado inconstitucionales sus desalojos. También exigían una moratoria en las demoliciones del Estado de Lagos, compensaciones económicas y justicia para las familias de fallecidos y desaparecidos. Su intención era pasar la noche frente a la oficina, pero la policía los dispersó. La intervención fue violenta y tuvo como consecuencia un centenar de arrestos según la versión del grupo Iniciativas de Justicia y Empoderamiento, confirmada posteriormente por AI. La Policía de Lagos no reconoció en su momento estas detenciones pero sí dijo que permanecer cerca de la oficina de un gobernador sin autorización suponía una «violación a la seguridad».
El círculo de este desalentador panorama lo cierra un elemento constante: la corrupción. Varios de los desahuciados acusan al Gobierno estatal de haber conspirado con empresarios para conseguir el máximo beneficio con los terrenos liberados por los desalojos.
Nada nuevo sobre Lagos: en 1990 se produjo una macrodemolición de chabolas que obligó a 300.000 personas a abandonar sus hogares. La historia se repitió, con otros números, en 2013 y en 2015. Tampoco en el resto del país es esta una moda pasajera: en la primera década del siglo las autoridades echaron de sus casas a más de dos millones de personas en Nigeria.
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