Publicado por Sebastián Ruiz-Cabrera en |
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La Casa del Migrante, gestionada por Cáritas, se encuentra donde la región semiárida del Sahel da paso al desierto del Sahara, en el límite de la expansión urbana de Gao, una ciudad de más de 85.000 habitantes en Malí, una nación sin salida al mar en África occidental. Justo aquí es donde el documental del discreto observador y realizador Ousmane Samassekou cobra vida. Un oasis donde miles de personas en tránsito migratorio se detienen cada año para recuperar fuerzas. Un lugar donde los sueños vuelan. O no. En el borde del medio de la nada y a solo 320 kilómetros de Tombuctú, un nombre que todavía se define en los diccionarios de inglés como «el lugar más distante imaginable». Sin embargo, la Casa del Migrante es un lugar físico y psicológico que ofrece una parada de descanso para cuando la persona no está cerca de donde va, pero se ha alejado ya demasiado para regresar.
Se abrió en la década de los 90 y, desde entonces, el número de personas de paso ha aumentado mucho. El objetivo, explican desde Cáritas, es «acoger con amor y dignidad a los migrantes, cuyo destino puede estar muy lejos. La estancia máxima era de diez días, pero durante la pandemia, cuando se cerraron las fronteras, los migrantes se quedaron allí hasta tres meses». El documental muestra a los más enérgicos que esperan llegar a Europa, y también a los que no lo lograron y, derrotados, se enfrentan a la cruda conciencia de que su afán por llegar a Francia, Italia, España u otras naciones ha demostrado ser un espejismo sobre un lejano horizonte. Para algunos, Gao se convierte en un lugar para el descanso final, como se aprecia en las humildes tumbas que muestran toda la información que se conoce sobre personas de Guinea, Costa de Marfil o Togo. Y esta es la vida. Al menos, la del último refugio.
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