Publicado por Autor Invitado en |
Compartir la entrada "El enigma de tres países en uno"
Por Jaume Portell Caño desde Banyul (Gambia)
Casi toda la política de un Estado puede resumirse en un plato de comida. Cuando está lleno, todo se contempla con más perspectiva. Si se va vaciando, llegan los nervios. Pero si se pierden los mecanismos con los que llenarlo, llega la inestabilidad política y, en última instancia, agotadas las esperanzas de cambio, la huida. En cada país, la comida suele ser un resumen rápido de su historia y sus recursos disponibles. El río Gambia atraviesa el país que lleva su mismo nombre, una franja de terreno dentro de Senegal, en la costa de África occidental. Hace medio siglo, la mayoría de sus habitantes podían nutrirse con el arroz que se producía allí, el país más pequeño del África continental. El pescado era abundante, y a partir de él se elaboraban recetas como el bennekinno (arroz con pescado); el cacahuete, cultivo impuesto durante los tiempos del colonialismo británico, daba lugar al domoda (arroz con cacahuete y carne).
Hoy esos platos siguen existiendo, pero cada vez es más difícil prepararlos: solo un 10 % del arroz que se consume en Gambia es producido en el país; el resto es importado. Cada subida del precio de la gasolina, que impacta en el transporte, acaba con los precios de la comida más altos en Gambia. El pescado cada vez es más caro, en parte como consecuencia de los tratados de pesca firmados con la UE y la llegada de barcos chinos a las costas del país. La presencia de fábricas de harina de pescado, también de capital chino, que retiran oferta del mercado local, remata una ecuación que dificulta la vida de los gambianos. Incluso las hortalizas y las verduras, en un país de agricultores, se han vuelto inasumibles para la guarnición de las comidas.
Cada vez más habitantes del país intentan migrar, y los números les dan la razón: el 28 % del PIB nacional procede de las remesas que mandan esos migrantes, el auténtico bote salvavidas de una economía donde un saco de arroz cuesta más de 30 euros –y el ingreso mensual más frecuente en la economía informal llega, con suerte, a los 100–. Rose Mendy, Veronique Mendy y Sandren Jatta, sin embargo, ni siquiera se lo plantean: «Solo me iría al extranjero para estudiar», dice la primera. Se conocieron en la universidad, donde estudiaron Agricultura en la misma clase, y sus cabezas están llenas de ideas que quieren llevar a cabo en Gambia. Las tres trabajan en centros y empresas vinculados a lo que estudiaron, pero su auténtica ambición es crear su propio proyecto donde aplicar todo lo que aprendieron en la universidad y en su primer trabajo.
«Vengo de una familia de agricultores, cultivadores de arroz. En la universidad aprendí técnicas que han servido para dar consejos a mi familia», dice Sandren Jatta. Natural de Berending, pasó de ser una de las hijas que ayudaban en casa a dar consejos a sus padres sobre qué técnicas hay que implementar para mejorar la producción. En la actualidad, trabaja junto a Rose Mendy, su compañera de universidad, en el National Agriculture Research Institute (NARI), una institución que depende del Gobierno de Gambia. Situado al lado de la carretera principal que conecta Serekunda con Brikama, los dos grandes mercados del país, concentra a una veintena de profesionales que experimentan con semillas de cultivos de todo tipo, desde cebollas, bananas y tomates hasta cacao o caucho. El objetivo del NARI es utilizar distintas técnicas y modos de cultivo para aumentar la productividad y, una vez conseguidos los resultados, compartir este conocimiento con los campesinos del país.
No es un trabajo de oficina. Mendy, Jatta y sus compañeros pasan, en la fase de recolección, jornadas enteras cargando decenas de kilos de cebollas para medir luego cuáles han sido los ensayos más productivos: «Mucha gente considera que la agricultura es un trabajo sin prestigio, por eso me aconsejaban que estudiara finanzas para trabajar en un banco, pero a mí siempre me ha interesado el campo», cuenta Mendy, nacida en Albreda, en la orilla del río Gambia. Su familia también se dedica al cultivo de arroz. «Lo que produzcamos influirá en aquello que vamos a comer», añade Jatta. En las tiendas del país apenas se encuentran productos made in the Gambia, más allá de las botellas de agua mineral y los anacardos empaquetados en bolsas de plástico. En los mercados, buena parte de los productos hortofrutícolas son de importación: las naranjas y manzanas de Sudáfrica, los tomates de Marruecos, las patatas de Países Bajos o los plátanos de Costa de Marfil resumen las perspectivas de un país sin apenas industria y una agricultura estancada. Un factor ha dificultado todavía más la actividad de los agricultores: el saco de fertilizante de 50 kilos ya cuesta 33 euros.
Dos datos sintetizan uno de los problemas estructurales de Gambia. Desde su independencia, la superficie dedicada a cultivos apenas ha aumentado (un 9 % en 57 años). En ese espacio de tiempo, la población se ha multiplicado por seis. La caída en el uso de fertilizantes ha disminuido la productividad por hectárea en cultivos clave como el arroz. Esta situación ha precipitado un cambio demográfico: el desplazamiento de la población desde las zonas rurales hasta las ciudades y las zonas periurbanas. O lo que es lo mismo, se ha producido un éxodo rural que ha provocado que centenares de miles de personas hayan pasado de ser productores a consumidores de alimentos. La fallida política agrícola ha creado tres países en uno: la Gambia rural, la Gambia urbana y la diáspora. Rose, Veronique y Sandren, nacidas a finales de los 90 y principios de los 2000, encajan en esta percepción, en este caso a través de los estudios: «Cuando quieres ir a la universidad tienes que ir a las zonas urbanas. No hay nada parecido en las zonas rurales, así que tienes que venir», cuenta Rose.
El cambio climático es otra de las barreras a las que se enfrenta el sector primario gambiano, tal y como explica Sandren Jatta. Para ella, cuatro motivos explican la reducción de algunos cultivos, y dos de ellos tienen que ver con el calentamiento global: la salinización creciente y la falta de lluvias: «No llueve cuando toca, y cuando finalmente llega la lluvia la cantidad es muy baja», lamenta. Y añade que, en ocasiones, si las granjas no están bien vigiladas, los animales pueden comerse parte de la cosecha. La falta de fertilizante –o su mal uso– completan el panorama: «El fertilizante es caro y mucha gente no tiene acceso a él. Antes los agricultores tenían más ayudas, les daban las semillas gratuitamente; ahora, muchos no las tienen y son agricultores de subsistencia, no tienen acceso a la educación y no saben cómo utilizar de forma óptima el fertilizante químico y a veces ponen demasiado».
Veronique Mendy es la que más conoce de las tres el mundo del fertilizante. Trabaja en una empresa que está utilizando una fórmula que encaja a la perfección con la situación de Gambia: llena bidones con el pescado pasado y lo mezcla con agua, ajo y caliza para convertirlo en fertilizante. Según Mendy, el fertilizante es el corazón de los problemas de la agricultura gambiana: «Hay quien no tiene tierras, pero tiene agua; hay quien tiene agua, pero no tiene conocimientos técnicos, o se ve afectado por los ataques de insectos», comenta. Y sonríe, orgullosa, anunciando en lo que está trabajando: «Lo que estamos preparando sirve como fertilizante y como pesticida. Obtenemos el pescado en Gunjur y Sanyang, o en los mercados, con el producto que sobra».
Los costes son muy bajos, y el objetivo del equipo en el que trabaja es fabricar fertilizante que sea más barato que el importado. Mendy enumera los precios de las materias primas: «El pescado lo obtenemos de forma gratuita o casi; el resto no cuesta más de 200 dalasis (menos de tres euros) para hacer un saco de 50 kilos. Habría que añadir los costes del transporte y la energía para fabricarlo». Cree que, si consiguen comercializarlo, este ingrediente podría revolucionar la agricultura gambiana: contando que un saco de fertilizante cuesta 33 euros, por el mismo precio los agricultores gambianos podrían conseguir varios sacos del fertilizante local hecho con pescado. Muestra una parte del proceso, que tiene grabado en su móvil: separan las espinas de la carne, tras dejarlo fermentando en agua durante un día, y después aprovechan los nutrientes de ese pescado para hacer el fertilizante. Los resultados son inmediatos: «Algunos agricultores no se fían al principio, pero luego vienen a pedirnos más», dice Mendy.
Muchos gambianos no confían en los productos que se hacen en Gambia. Esta paradoja, presente en todos los mercados, es uno de los obstáculos a la hora de emprender proyectos industriales destinados a los consumidores locales: «Los gambianos muchas veces prefieren los productos importados», critica Veronique Mendy. En un mercado preferirán comprar las cebollas producidas fuera antes que comprar las que se han plantado en Gambia, que en algunos casos acabarán pudriéndose. Veronique Mendy confía en el producto que está aprendiendo a fabricar para superar esta reticencia, y confía especialmente en los más jóvenes: «Cuando los campesinos ven que producen más bananas y que son más grandes, quieren más fertilizante. Hay que incentivar que los jóvenes se dediquen a la agricultura». Su compañera Rose Mendy añade otro reto a solucionar: «Si toda la gente de las zonas rurales viene a la ciudad, no habrá producción allí. Estaremos todos aquí. ¿Quién va a producir? Nadie». Por eso, las tres quieren convertir sus palabras en hechos y crear su propio proyecto agrícola. Para ello, deben lograr sobreponerse a otro de los actores crecientes en la economía gambiana: el sector inmobiliario. La compra de terrenos por parte de inversores extranjeros y gambianos de la diáspora está disparando los precios de la tierra. En muchos casos, se utilizan para construir edificios destinados al turismo, algo que también está contribuyendo a la deforestación. «Deberíamos conseguir un terreno cuanto antes; si esperamos tres años, será mucho más caro», dice Veronique Mendy.
Quieren combinar la horticultura –el punto fuerte de Rose y Sandren– con la ganadería, que serviría para hacer fertilizante –el punto fuerte de Veronique– con el abono. Su objetivo es tener la máxima autosuficiencia posible, solamente importando aquellos insumos que no se fabriquen en el país. De momento, buscan capital para empezar con su inversión: «Estamos consiguiendo apoyos para cultivar una hectárea, y en nuestro caso no necesitamos contratar a un experto que nos asesore: podemos hacerlo nosotras», explica Veronique Mendy. El objetivo de su proyecto debería combinarse con otras medidas: una mejora en el almacenamiento, y un suministro de electricidad más estable. Si no, deberán gastar más en generadores, en un momento en el que el precio de la gasolina en Gambia ya supera 1,10 euros el litro. «Con más suministro, podríamos garantizar que haya cebollas en el mercado todo el año», añade.
El vaivén del precio de las cebollas es, precisamente, uno de los episodios recurrentes en el país: o hay sobreproducción cuando todos los vendedores van al mercado a la vez –y los precios caen– o hay escasez cuando se acaban –y los precios se disparan–. En un país que en 2022 gastó más de 500 millones de dólares en importar alimentos, las palabras de estas jóvenes son la punta de lanza de una idea que navega en dirección contraria y que rápidamente choca incluso con la política. Los grandes empresarios de Gambia, que financian las campañas de los políticos, son importadores de alimentos. La autosuficiencia alimentaria les expulsaría del mercado. En ese sentido, la última pregunta de Veronique Mendy es un planteamiento que puede cambiar el modelo económico de Gambia: «¿Por qué importar si hay gente trabajando duro y ya hay suficientes cebollas para todos?».
Compartir la entrada "El enigma de tres países en uno"