«Este es mi lugar»

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P. Laureano Rojo Buxonat, mccj



El P. Laureano Rojo Buxonat nació en Barcelona el 30 de diciembre de 1941. Ha trabajado muchos años como misionero en mi país, República Democrática de Congo, pero también en México y en España, donde fue durante seis años el superior provincial de los Misioneros Combonianos. Sin embargo, el texto que nos ha escrito no está centrado en su experiencia misionera basada en lugares y comunidades en las que ha vivido, sino que relata cómo nació y creció su vocación misionera y sacerdotal. Es un testimonio muy interesante contado «a corazón abierto». A pesar de los numerosos obstáculos que tuvo que sortear, Laureano se mantuvo siempre a la escucha, sin dejar la oración, hasta descubrir lo que el Señor quería de él. Además, nunca fue un solitario, sino que supo dejarse acompañar por otras personas que le ayudaron en el discernimiento. Laureano es hoy un misionero feliz.

El 27 de mayo de 1948, a los seis años de edad, hice mi primera comunión. Aquel día marcó mi vida, pues era muy consciente de que había recibido el Cuerpo del Señor y que, por tanto, debía ser bueno y obediente en mi casa, estudiar mucho y no pelearme ni con mis hermanos ni con los compañeros en la calle.

Después de la primera comunión, mi padre me inscribió en un centro católico de una congregación mariana y, tras un cursillo de preparación de seis meses, me consagré a la Virgen María. Ningún domingo faltaba a la misa dominical en mi parroquia, donde hacía de monaguillo porque me gustaba mucho estar en el altar cerca de Jesús y del sacerdote.

Las enseñanzas que recibía sobre Jesús en la congregación mariana, la Biblia y otras devociones me hacían pensar siempre en la posibilidad de ser sacerdote. Al inicio del curso escolar, muchos de mis amigos del centro mariano entraban en el seminario y me daban ganas de entrar yo también.

Cuando les dije a mis padres que quería entrar en el seminario, no se opusieron, pero me hicieron comprender que en la familia teníamos problemas económicos y que no era posible. Pensé que mi párroco podría ayudarme, fui a hablar con él y aceptó echarme una mano. Además de animarme mucho, una sobrina suya me daba clases para que pudiera superar con éxito el examen de ingreso.

Un día, al regresar a mi casa para la cena, encontré a mis padres hablando con un familiar sobre la posibilidad de encontrar un trabajo para mi hermano mayor, que tenía 13 años, porque la economía familiar iba de mal en peor. Al escuchar la conversación, pedí a mis padres que me buscaran trabajo, y aunque ellos se opusieron, seguí insistiendo hasta que nuestro familiar encontró un empleo para mí. Tenía 11 años.

Es evidente que tuve que dejar mi preparación para ingresar en el seminario. La última tarde que salí de la escuela antes de incorporarme al trabajo estaba entre asustado y triste y fui a ver a mi párroco para explicarle la situación que vivíamos en casa. Me dijo: «No te preocupes, hijo. Si el Señor te llama de verdad, te seguirá llamando más adelante. Ahora tienes que ayudar a tus padres». Me dio un abrazo y salí de su casa más tranquilo.

Mi vida dio un vuelco enorme. En el trabajo era un niño en medio de personas adultas y tuve que adaptarme, algo a lo que me ayudó mucho el sacerdote del centro mariano que me acompañaba espiritualmente. Recuerdo haber vivido mi adolescencia con mucha paz y muy unido al Señor. Procuraba ir a misa muchos días, rezar el rosario y hacer algún tipo de apostolado.


El P. Laureano Rojo con los compañeros de la Provincia comboniana de México. Fotografía del archivo personal del autor

Noviazgo

Siempre he tenido una voz muy bien modulada, lo que me ayudó para participar en diversos grupos escénicos casi como profesional. También he grabado programas radiofónicos de teatro. Este mundo me gustaba mucho, pero yo pensaba siempre en la posibilidad de ser sacerdote. En uno de aquellos grupos conocí a una muchacha con la que tuve la suerte de compartir tiempo en el teatro. Se llamaba Carmen y era guapa, simpática, locuaz y muy viva… Y me enamoré de ella.

Nos veíamos a menudo en los ensayos y un día decidimos salir juntos para conocernos mejor. Teníamos unas conversaciones muy amenas. Nos íbamos entendiendo bastante bien y un día de san José le -propuse que fuéramos novios. Ella aceptó. Ambos éramos grandes bailarines y hacíamos una bonita pareja.

Tuve que ir a la mili, pero como me destinaron en un buque patrullero de la Armada con sede en el puerto de Barcelona, esos dos años se me hicieron menos duros. Cada vez que era posible, Carmen y yo nos seguíamos viendo e íbamos haciendo planes para el futuro. Aunque me sentía enamorado, nunca dejé de pensar en el sacerdocio y muchas veces dudaba de si realmente sería un buen esposo.

En mi casa se recibía un folleto misionero de los jesuitas que trabajaban en Bolivia y Chad, y cuando leía aquellos textos me quedaba entusiasmado. Sentía unas ganas enormes de ser misionero, pero siempre me frenaba el hecho de que era adulto y no tenía estudios. Seguía pensando en el matrimonio y cada mes ingresaba una cantidad de dinero en una fábrica de muebles para poder amueblar un piso cuando fuera necesario. 

El 30 de junio de 1969 me licencié del servicio militar, y ese mismo día me fui con Carmen a tomar un aperitivo para celebrarlo, pero ella no estaba tan contenta como yo. No sabía qué le sucedía porque no manifestaba nada, y cuando le preguntaba si le pasaba algo, ella solo respondía: «No, no es nada, no estoy de humor».

En los días siguientes empecé a hablar con Carmen sobre nuestra futura boda. Lógicamente, y para ser sincero, le comenté que desde niño me acompañaba la idea de ser sacerdote, pero enseguida le aseguraba que deseaba casarme con ella y formar una familia. Carmen me comentaba que siempre le había sorprendido mi deseo de no faltar los domingos a misa, de rezar, de hablar tanto de Dios con ella y de mi empeñó por querer hacer algún tipo de apostolado.

Una tarde que tenía libre en el trabajo quedé con Carmen para conversar sobre nosotros. Iba decidido a concretar incluso la fecha de la boda y hasta le dije que podría ofrecerle el alquiler de un apartamento, los muebles y otros complementos para el hogar. Pero mientras le comentaba todo esto, noté que estaba muy seria, sin apenas hablar ni hacer comentarios. Tampoco respondía a mis preguntas. Al final me dijo que no estaba de acuerdo con mi propuesta y terminó nuestro noviazgo. Tenía 23 años y empecé a vivir los días más oscuros de mi vida. No me importaba nada. El tiempo pasaba sin pena ni gloria y me daba igual que hiciese frío o calor. No podía dejar mi trabajo de vendedor de café porque necesitaba el dinero para vivir y para ayudar a mis padres, pero lo habría mandado todo «a paseo».

El P. Laureano con jóvenes de un campo de trabajo misionero en Barbastro
Misionero comboniano

Sin embargo, nunca perdí la fe, y por recomendación de mi acompañante espiritual continué yendo a misa todos los días después del trabajo. Así pasaron cuatro años. Al final de la eucaristía, dialogaba con el Señor, y le pedía: «Señor, por favor, qué quieres que haga con mi vida, dime qué deseas que haga por ti. Hace tiempo que no levanto cabeza y no sé qué hacer».

Después de orar me quedaba un tiempo en silencio por si el Señor quería decirme algo, y un día estando recogido sentí que me hablaba y me decía claramente: «Desde hace unos cuantos años ya sabes lo que quiero de ti: “Sígueme”».

A partir de ese momento, la luz llegó a mi vida y todo se transformó. Sabía que tenía que estudiar, porque no tenía el Bachillerato, por lo que le pedí a mi jefe que me permitiese salir un poco antes del trabajo para poder ir a una escuela nocturna para adultos. Tenía 27 años. Inicié los estudios afrontando múltiples dificultades y, en un momento determinado, mi jefe me dijo que no me podía seguir dando permiso. Dos estudiantes cursillistas católicos continuaron ayudándome y seguí adelante.

Pero mi madre enfermó de cáncer. Mi acompañante espiritual me aconsejó dejar los estudios para poder estar con ella y echar una mano en casa. Me dijo, además, las mismas palabras que mi párroco años antes: «Si el Señor te llama, te ayudará para que le puedas seguir». Cuando mi madre falleció reinicié los estudios.

El 9 de mayo de 1971, en una parroquia de Barcelona, escuché a un misionero comboniano hablar de su experiencia y me dije: «Este es mi lugar». Me puse en contacto con ellos, y el 25 de septiembre de 1972 ingresaba en el noviciado de Moncada (Valencia). Más tarde fui enviado a Roma para realizar los estudios de Teología, y el 24 de julio de 1978 fui ordenado sacerdote y enviado a República Democrática de Congo, mi primer destino misionero.

A lo largo de todos estos años de vida misionera he podido confirmar que el Señor verdaderamente quería que le siguiese. Su voluntad coincidió con la mía y esto me ha hecho inmensamente feliz. No hay nada mejor que seguir a Jesucristo y anunciar el Evangelio.   

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