Hechos de otra pasta

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TRIBUNA MN




Por Eva Fernández, periodista, corresponsal de COPE en el Vaticano.




Siempre me ocurre algo especial cuando me encuentro con un misionero. Imposible llegar a entender su forma de amar extrema, ajena a titulares y agradecimientos, dejándose la vida en rincones remotos o en grandes ciudades huérfanas de Dios. He tenido la fortuna de conocer a muchos de ellos en viajes apostólicos con el papa Francisco, y tan solo escucharlos me interpela a ser mejor. Contagian un amor desbordante en medio de las dificultades. En Roma pude abrazar a sor María Concetta. En ese momento tenía 85 años y llevaba seis décadas atravesando el río Ubangui, frontera natural entre la República Democrática del Congo y la República Centroafricana para ayudar a nacer a unos 34 000 niños. A falta de incubadoras, envolvía a los prematuros con trozos de algodón y los rodeaba con botellas de agua caliente. Su vida se cruzó con Francisco cuando el Papa inauguró en Bangui el Jubileo de la Misericordia en noviembre de 2015. Se la presentó el obispo de Bangassou, Juan José Aguirre. Aquel día sor Concetta no había viajado sola. Llevaba en brazos a una pequeña de tres años, con ojos abiertos como platos que la llamaba insistentemente «mamá». Francisco le preguntó el motivo y ella le explicó con sencillez que su madre murió en el parto. La pequeña se quedó sola, no tenía familia y la misionera sintió que Dios le pedía que la adoptara para cuidar de ella. El Papa quedó impactado por este relato y al recordarlo posteriormente aseguraba que cuando vio tanta ternura concentrada en una mujer que vivía con esa frescura tan impresionante su vida como religiosa, pensó en la fuerza de la vocación que había detrás de su conducta. Por eso no es de extrañar que en cuanto Francisco supo que sor Concetta estaba de paso en Roma quisiera realizar un gesto excepcional, reconociendo públicamente durante una audiencia general, delante de todos, su vida de entrega. Y junto con ella, la de «todos los misioneros que esparcen las semillas del Reino de Dios en todas partes del mundo. Ustedes “queman” la vida sembrando la Palabra de Dios con tu testimonio. Y en este mundo ustedes no son noticia».

Efectivamente, su trabajo no ocupa titulares, pero daría para cientos de documentales de éxito. Me viene ahora a la cabeza la labor de las Hospitalarias del Sagrado Corazón, en el Centro Telema de Kinshasa (ver MN 674, pp. 38-43), donde recogen a enfermos mentales que caminan como zombis sin rumbo por la calle. O el difícil trabajo de los combonianos en Sudán del Sur, donde conocí al actual obispo de Bentiu, Christian ­Carlassare. Llevaba caminando junto a sus fieles nueve días para poder saludar al Papa. En el trayecto se les fueron uniendo muchas personas de los poblados, la mayoría de creencias diversas, dispuestos a recorrer los kilómetros que hicieran falta con tal de rezar por la ansiada paz. Impactante fue también descubrir el apostolado de los Misioneros de la Consolata en la inmensa Mongolia, donde la temperatura baja hasta los 40 grados bajo cero y los católicos se cuentan casi con los dedos de una mano. En Mozambique conocí al sacerdote Juan Gabriel, al frente de la misión San Benedicto de Mangundze, una pequeña aldea en la que ser inquilinos de la nada marca para siempre. El Papa le traía como parte de su equipaje personal dos sillas de ruedas que sabía que necesitaba para su gente. Confieso que todavía me emociono al recordar, en el viaje a Madagascar (en la imagen), aquella entrada en la Ciudad de la Alegría, una zona repleta de preciosas casitas humildes, construidas sobre lo que antes era lo más parecido al infierno. Cuando el padre ­Opeka, de la Congregación de San Vicente de Paul, llegó allí por primera vez, se encontró con un nauseabundo vertedero a cielo abierto, donde una legión de pobres, entre ellos muchísimos niños, se dedicaban a competir con los animales para conseguir algo de comida en medio de una pila de inmundicia. En este milagro llamado Akamasoa, los que antes recogían basura han construido una ciudad de unas 4 000 casas entre las que también se han levantado hospitales y escuelas, y además se han plantado miles de árboles para alegrar la vida de las familias. 

Todas estas historias tienen un denominador común, son personas que optan por vivir el Evangelio de forma radical: sacerdotes, religiosos y laicos, voluntarios misioneros, familias enteras que aman pensando en las personas sin buscar agradecimientos, pero a quienes no les gusta que les consideren héroes, porque saben que sin la gracia de Dios que los sostiene y el apoyo que les debemos, las misiones no podrían sobrevivir. Y no podemos permitirlo. Las Obras Misionales Pontificias son una especie de colosal avituallamiento material y espiritual de aquellos que trabajan en primera fila, y a los que debemos tanto. Agradezco a mi querida revista Mundo Negro que cada mes de octubre nos recuerde que formamos parte de su misión. Somos equipo y necesitamos que ellos sigan siendo testimonio del Evangelio en las encrucijadas del mundo. La Misión también es responsabilidad nuestra y campañas como la del DOMUND son vitales para el funcionamiento ordinario de las circunscripciones ­misioneras. 

Sé perfectamente que el título de este artículo no les gustará, porque ellos no se consideran hechos de otra pasta. Y cuando son noticia, lo son a su pesar, por haber hecho suyo el dolor del pueblo en medio del cual realizan su tarea. Muchos trabajan en zonas que solo se hacen visibles cuando alguna tragedia las convierte en foco informativo. Allí donde hace llaga el sufrimiento siempre encontraremos a un misionero que permanece, porque ama a su pueblo. El horror es una mochila que pesa muchísimo, y por eso siempre defenderé [aunque les pese], que están hechos de otra pasta. Gigantes que día a día procuran dar lo mejor de sí mismos para defender la dignidad de los que nada tienen.  


Fotografía: Eva Fernández


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