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Por Xisco Navarro
El taxi me deja en Langata Road, justo a la altura de Uhuru Gardens, el parque con nombre de libertad donde los kenianos celebran la independencia de su colonia. Cruzo la avenida y me adentro en una calle, pequeñas tiendas de vigas de madera donde cuelgan productos para su venta contrastan con edificios de lujo de no menos de 4 alturas. Unos moteros me saludan y preguntan a dónde voy. «A Kibera», respondo. Uno de ellos me hace un gesto con la mano, como si no entendiera que yo, mzungu (designación para los blancos), iba a adentrarme allí.
Dejo atrás los altos muros con alambres de pinchos que resguardan las vidas en los apartamentos de Langata y otro paisaje se enfrenta ante mí. Totalmente diferente. Como si el Ártico y el Sahara convivieran a un solo parpadeo de distancia.
Un mar de tejados de chapa se expande hasta allá donde la vista no puede alcanzar, y entre caseta y caseta se puede comprender el bullicio que recorre su entramada construcción de callejuelas. En Kibera se confunde el sonido de la hojalata con las risas y gritos de miles de niños que juegan en sus calles. Libres. Ajenos a cualquier situación que sucede mas allá de las paredes de barro y plancha que unifican el barrio. Apenas seis kilómetros separan la gran urbe de Nairobi con los aproximadamente 1.000.000 de habitantes que residen en Kibera, con una densidad de más de 2.000 personas por hectárea, lo que viene a ser unas cuatro personas por habitación, es decir, por casa. A la entrada me espera Geoffrey, uno de los integrantes de Kibera Creative Arts, un colectivo de artistas locales que tienen como objetivo empoderar a la comunidad a través del arte, tanto a nivel económico como social.
Su sonrisa le delata. Además de ser el administrador del grupo, es humorista, hace monólogos y teatro junto a otros componentes del colectivo. Lo hacen tanto en las calles como en los colegios, al mismo tiempo que amenizan las clases de temas como la higiene o la educación sexual, una materia bastante tabú en Kenia.
Nos adentramos hacía el barrio, saltando y esquivando los interminables ríos de restos de basura y plásticos que se han formado por la falta de un sistema de alcantarillado, y los escasos recursos del servicio de limpieza del cual el Gobierno no quiere ni saber.
Conozco al resto de miembros del grupo y me muestran algunos de los proyectos que tienen en marcha, como una planta de reciclaje de plásticos, una tienda de artesanía, cine para la comunidad o el estudio de música. Todos y cada uno pensados para empoderar a la comunidad.
Es impensable imaginar Kibera sin un niño jugando en las calles, sin un puesto de patatas fritas o sin una taberna donde te hacen el chapati al momento. En Kibera se vive al día, cada mañana la gente se levanta para buscar trabajo. Si ese día no hay trabajo, no hay comida. Esto hace que sea un lugar bullicioso, de idas y venidas. Cientos de personas salen a las 6 de la mañana en dirección a Nairobi en busca de trabajo, y regresan al anochecer.
Por la noche, la vida no cesa. Una red de bombillas encendidas iluminan cada puesto de comida. A casa solo se entra para dormir, pues a parte de una cama, una mesa y un armario, poco más puede haber. La vida está en la calle. Puestos de comida, motos que van y vienen, música, niños que corren o gente que vende sus productos de forma ambulante. Es casi imposible caminar por sus calles y no tropezar con alguien. Así es la vida en Kibera, y así se presenta hoy.
Era casi una utopía que el COVID-19 no llegara a Kibera. Todos los presagios indicaban que llegaría, solo faltaba saber cuándo. Y ya está allí. La cercanía a una macro urbe como es Nairobi, la escasa red de saneamiento de sus calles o el hacinamiento que existe entre su vecindad, no son conceptos favorables para pensar en positivo.
«Ya se han conocido los primeros casos», me comenta Philip desde la distancia, otro de los chicos que dirige el colectivo de Kibera Creative Arts. Ahora su mayor preocupación es cómo van a comer las familias que se ven afectadas con las primeras medidas del Gobierno. De momento el confinamiento en Kenia es parcial, de 7 de la tarde a 5 de la mañana, pero todo apunta a que las medidas van aumentar, y con ello la tensión.
Ya se están sucediendo los primeros altercados con la policía, quien golpea a la gente que no cumple el horario. «¡El que trabaja en Nairobi no puede llegar antes de las 7 de la tarde!», exclama Philip. La gente empieza a no poder salir a la calle en busca de trabajo. Les va a toca estar encerradas en los 12 metros cuadrados de habitación donde viven, y no todas tienen el privilegio de tener un camping-gas para poder hacerse una cena de emergencia. Para colmo, en Kibera los baños son comunitarios.
«Es casi imposible mantener la distancia de seguridad entre los habitantes de Kibera», me comenta Philip. «Hay gente que si se queda en su casa no tiene para poder comer, necesita salir a vender sus productos. Y hay familias que ya han sido afectadas. Ya se han detectado casos. Rezamos para que esto no se expanda y provoque una pandemia incontrolable, como pasó con el ébola en algunos países».
Por ello, el colectivo de Kibera Creative Arts junto a Carmen Álvarez, quien se ocupa de relaciones internacionales en España, se han unido en un grupo de voluntarios y voluntarias creando una campaña de micro mecenazgo. El objetivo no es otro que poder apoyar a las familias que se ven afectadas. «No podemos eliminar el virus, pero podemos proporcionar ayuda y comida a estas familias», termina Phillip