La hora de las urnas

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El próximo domingo, 24 de marzo, los senegaleses elegirán al nuevo presidente del país. Después del intento de suspender las elecciones de Macky Sall, que provocó una contundente respuesta de la sociedad y de los partidos de la oposición, el país vuelve a las urnas. Así han transcurrido estos últimos meses.



Tres de febrero. El presidente de Senegal, Macky Sall, anuncia en televisión  la suspensión de las elecciones a pocas horas del inicio de la campaña. Incredulidad primero, indignación después y, finalmente, una enorme incertidumbre se extienden por el país. La controvertida decisión de Sall fue el colofón de una profunda crisis política y social que dura ya tres años y que ha conducido a la nación a vivir algunos de los hechos más oscuros de su historia reciente, que incluyen a medio centenar de muertos y cientos de detenidos durante meses sin motivo. El empeño de unos pocos por aferrarse al poder, el miedo a perder su impunidad y un enorme negocio en ciernes alimentaron al monstruo. En febrero, Senegal se asomó al abismo.

El drama tiene dos actores principales que, como si se tratara de una partida de ajedrez, han ido moviendo sus piezas y peones. Por un lado, Macky Sall, un presidente que llegó al poder en 2012 sobre la ola de una gran movilización popular. Un tipo sobrio, poco amante de los flases, un tanto introvertido, austero, exigente y, al mismo tiempo, hábil para liquidar toda amenaza a su alrededor, ambicioso y maquiavélico, que soñó con convertir a Senegal en un país emergente, y dio pasos en esa dirección, pero nunca sedujo del todo el corazón de los senegaleses.

En el otro lado, Ousmane Sonko, inspector fiscal y sindicalista, quien en 2014 fundó un pequeño partido, Los Patriotas de Senegal por el Trabajo, la Ética y la Fraternidad (Pastef), y dos años después publicó el libro Petróleo y gas en Senegal: Crónica de un expolio, en el que denuncia las trapisondas de Sall en la adjudicación de contratos del nuevo maná que subyace detrás de esta crisis, el descubrimiento de hidrocarburos. Su inmediata expulsión de la función pública fue la primera piedra de su martirio. Impulsado por su propia inmolación, en 2017 se convirtió en diputado y dos años después obtuvo el tercer puesto en las presidenciales con un 15,6 % de los votos.

Hasta entonces, Sonko era apenas una incómoda presencia. Pero Sall olfateó el peligro, la amenaza que representaba este recién llegado sin pelos en la lengua, que osaba atacarle a él y a su familia y que estructuraba su discurso en torno a la lucha contra la corrupción, el panafricanismo y el anticolonialismo y, sobre todo, la rendición de cuentas y la ruptura con la élite liberal que ha gobernado el país desde el año 2000. Sonko ya no era solo una piedra en el zapato. Ese 15 % de los votos le convirtieron en un obstáculo para la continuidad del proyecto liberal y de los negocios, acuerdos, equilibrios y contratos que han mantenido y alimentado a quienes han ostentado el poder. Ya era un meteorito en trayectoria de colisión.

Convencidos de que podían derribarlo como hicieron con Jalifa Sall o Karim Wade, el mackysmo movió ficha y se lanzó a la ofensiva, tratando de aprovechar los errores de Sonko. En marzo de 2021, una empleada de un salón de masajes que este frecuentaba le acusó de violación. El opositor fue detenido unos días, pero logró su primera victoria simbólica: miles de jóvenes se echaron a las calles en un estallido de cólera sin precedentes que se enfrentó a una violenta respuesta policial. En un discurso televisado, Sall se vio forzado a pedir calma tras liberar a su rival. Pero la partida, así como el via crucis judicial de Sonko, no había hecho más que empezar.



El 15 de febrero fueron liberados cientos de senegaleses retenidos sin cargos durante meses. En la imagen, uno de ellos sale de la cárcel en Dakar. Fotografía: John Wessels / Getty. En la imagen superior, la diáspora senegalesa en Nápoles (Italia) protestó por la anulación de las elecciones decretada por Macky Sall el 3 de febrero. Fotografía: Stefano Montesi / Getty

Las últimas jugadas

En junio de 2023, con las elecciones a la vuelta de la esquina, se produjo un nuevo intercambio de golpes. Sonko fue condenado, pero no por violación, sino por «corrupción de la juventud», un extraño giro de la causa que, de facto, le arrebataba la posibilidad de concurrir a los comicios. Las nuevas protestas no impidieron la detención del opositor y su ingreso en prisión, así como la ilegalización del Pastef, a cuyos líderes se acusó de insurrección. Más de 1.000 personas fueron detenidas en un contexto de fuerte retroceso democrático: matones vestidos de civiles irrumpieron en las protestas para asesinar sin control y los periodistas fueron silenciados. El régimen creía haber ganado la partida. Sin embargo, una vez más, se equivocaba.

Sall decidió no presentarse a los comicios, pero su indefinición durante años sobre una hipotética candidatura había alimentado las ambiciones de unos y otros en el seno de Benno Bokk Yakaar, la coalición en el poder. El presidente escogió a su primer ministro, Amadou Ba, como candidato a la sucesión, pero a esas alturas los cuchillos ya volaban y el partido, el sostén del régimen, con una enorme presencia territorial, se desangraba a la vista de todos. Ba no lograba ni forjar el consenso interno ni despertar pasiones entre los votantes. Comenzaba a fraguarse un plan B, que pasaba por la reunificación de la familia liberal con el candidato Karim Wade como gran aliado para frenar el paso al sonkismo emergente.

El pasado 20 de enero, el Tribunal Constitucional torpedeó este plan. Wade, no pasó la criba por tener la doble nacionalidad franco-senegalesa. Sin embargo, el número dos de Sonko, Bassirou Diomaye Faye, sí estaba en la lista de candidatos. El miedo a perder corrió como la pólvora. La mayoría liberal en el Parlamento aprobó investigar a dos jueces del Constitucional y el 3 de febrero, el presidente suspendió los comicios por un supuesto conflicto entre instituciones. De fondo, la certeza de que ir a elecciones en esas condiciones era casi un suicidio. La Asamblea Nacional fijó la fecha del 15 de diciembre con la idea de ganar tiempo y repartir de nuevo la baraja.

Pero miles de senegaleses se echaron de nuevo a las calles. Tres jóvenes murieron en Saint-Louis, Dakar y Ziguinchor. La presión aumentó y Sall se fue quedando cada vez más solo dentro y fuera del país. EE. UU. y la Unión Europea le exigieron convocar elecciones en el menor plazo posible. Sall, arrinconado, se atreve incluso a evocar la posibilidad de un golpe de Estado. Hasta que el 15 de febrero, de nuevo el Constitucional invalida el decreto de suspensión de las elecciones.

Entonces, el Gobierno empieza a recular. La imagen de la liberación de cientos de presos sin cargos tras pasar hasta ocho meses en prisión es la prueba más evidente de que un régimen moribundo hizo todo lo posible por aferrarse al poder. Ahora la última palabra la tienen los senegaleses en las urnas, que deberán resolver el jaque mate de una partida entre dos hombres que ha mantenido en vilo a todo un país. La vieja política contra la incógnita de Sonko, a quien los suyos idolatran como una especie de gurú y sus rivales tachan de radical y populista. Senegal y una África occidental hoy más dividida que nunca se juegan mucho en el envite.

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