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Por Julio Ocampo
Lampedusa parece sacada de una obra de Pirandello. Es como si fuera un personaje que anhela existir de verdad y poder manifestar, de forma independiente, su propio destino. En este caso la isla no busca autor ni reclama la atención del director de la obra sino que pide estar sola para, al menos, poder contar su propia verdad. A su manera, libre de interpretaciones sesgadas, ideologías, instrumentalizaciones o partidas de ajedrez en el tablero geopolítico internacional. Lampedusa, de hablar, suplicaría la extirpación de todos los autores que quieren introducirla, con razón o no, en su novela.
Situada en el Mediterráneo –a unos 200 kilómetros de Sicilia, 170 de Túnez, 220 de Malta y 350 de -Libia– esta pequeña porción siciliana, perteneciente a la provincia de Agrigento, cuenta con poco más de 5.000 habitantes, unas playas paradisíacas, importantes vestigios prehistóricos, un recuerdo imborrable que atestigua la otrora presencia árabe y borbónica, pero también una importante red de cuerpos de seguridad del Estado italiano. Ejército, guardia costera, pesca, agua, inmigración y emigración. Tierra de paso, testigo de contacto de diversas culturas. Todo eso, y mucho más, es Lampedusa, cuyo nombre ha sido objeto de abuso y violación hasta casi terminar por estar manido, desprovisto de alma y significado. Hoy todo el mundo habla de Lampedusa, pero casi nadie la conoce.
«Antes de 1986 los italianos no conocían Lampedusa. Ese año -Gaddafi lanzó dos misiles de fabricación soviética sobre una base estadounidense de nuestra isla. Era la respuesta a un bombardeo americano en Trípoli y Benghazi», recuerda Nino Taranto, director del Archivo Histórico de este territorio que comenzó ahí, a mediados de los 80, a pedir la vez de manera anómala en el mapa internacional. La OTAN entró en juego, y ya nada volvió a ser como antes. «Comenzó a salir en todos los periódicos y se convirtió en foco del turismo masivo. Años después, tras la primaveras árabes comenzaron los flujos migratorios. Durante el Gobierno de Berlusconi tomó forma la hipótesis de vendérsela incluso al dictador libio. Primero fueron tunecinos, casi 10.000. Siguieron los libios, refugiados desesperados que acudían a Europa buscando asilo tras la muerte de Gaddafi. Todos de paso, pues aquí nadie se queda. No hay integración», apunta con voz afilada Taranto, probablemente la persona que más y mejor conoce el carácter, la personalidad, los cambios antropológicos y sociológicos de la isla, testigos de cierta inoperancia para decidir si no es en base a los ojos de la política de izquierdas, de derechas, de los militares, la Iglesia, los medios de comunicación y las organizaciones no gubernamentales. «Tras Silvio llegaron Mario Monti, Renzi, ahora Giuseppe -Conte… Los que antes eran clandestinos pasaron a llamarse migrantes. Vino el Papa, estuvo nominada al Nobel como ejemplo de buena acogida, el director Gianfranco Rosi ganó el Oso de Oro en Berlín por la película Fuocoammare. Retórica de izquierda equivocada. Al otro lado también, porque no es -verdad que sea una isla colapsada, llena de clandestinos. No es cierto que los lampedusanos quemen las barcas de los inmigrantes. Muchos periódicos mienten. Lampedusa es el único lugar de Italia donde no hay migrantes por la calle. ¡El único! Es más, muchos de los que están en los centros se arrepienten de haber venido», razona mientras se afana en mostrar imágenes del lado más alejado de los reflectores, repleto de belleza salvaje, cotidianeidad y contaminación, amianto, una sanidad fantasma y una tierra de héroes, donde se respira vida y muerte a partes iguales. Una isla militarizada y sin Estado.
El teatro comenzó en 2013, cuando 366 inmigrantes murieron en medio del Mediterráneo en lo que supuso una tragedia sin precedentes… Y prosiguió con Salvini y su narrativa del miedo, el odio y la tensión. «Aquí han venido antropólogos y han terminado por desorientarse. No existe la verdad. Nunca se cerraron los puertos. Por ley no se puede hacer. Hay una manipulación orquestada por la política. Lo de Salvini y el Sea Watch fue mera propaganda. Los focos, y los medios, estaban detenidos en ella, pero no lejos de ahí seguían llegando pateras», sentencia mientras aclara que tampoco es correcta la némesis, abanderada por el escritor Roberto Saviano. «Su libro In mare non ci sono taxi –No hay taxis en el mar– lo quité rápido de la librería de aquí. Fue una operación comercial. Su contribución a la isla ha sido marginal». La polaridad genera monstruos… A ambos lados.
Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de la ONU, 91.568 migrantes y refugiados ingresaron en Europa por vía marítima en 2019, con un total de casi 1.100 muertos. De todos ellos, solo 7.633 entraron en Italia que, sin embargo, vive un aumento exponencial en este año. Y es que, según el Ministerio del Interior, hasta el uno de octubre pasado, 23.720 migrantes –de ellos, casi 10.000 tunecinos– han alcanzado las costas del belpaese, siendo Lombardía la región más competente en la acogida, con 10.961 personas. Un éxito notable si no fuera por el proceso: la gincana para llegar hasta allí, a Francia o Alemania, comienza en los países de origen y prosigue, como primera etapa italiana, en Lampedusa, donde a los tentáculos de la criminalidad se suma la tensión entre militares, habitantes del lugar, oenegés, confesiones religiosas, políticos de la región y del Estado que brindan luchas fratricidas para encontrar un ansiado equilibrio entre la solidaridad, la responsabilidad, la ética, la moral y los intereses particulares de cada uno de ellos.
«Nuestro proyecto, In Limine, se basa en estudios jurídicos sobre la inmigración. Nos centramos en una política de frontera que controla a pie de campo. En Lampedusa, por ejemplo, a la gente que llega le enseñamos lo que dice la ley italiana. Tenemos abogados, juristas, coordinadores legales fuera del hotspot (centro de registro)», informa Annapaola Ammirati, una de las coordinadoras encargadas de informar sobre los derechos que tienen en el territorio. «No tenemos coordinación con las instituciones. Las autoridades italianas aplican un mecanismo de selección en base al país de procedencia. Es verdad que en Túnez no hay conflictos como en otros países –Guinea o Nigeria– o en el norte de África –Libia e, incluso, Egipto–, pero todos tienen derecho a ser tutelados», espeta ante lo que ella califica como una injusticia: en los hotspot se distingue a las personas en base a criterios políticos y no humanitarios. Por ejemplo, los tunecinos son repatriados y los refugiados encuentran unas dificultades siderales para obtener el certificado de residencia. «Hay una ausencia del Gobierno y de toda Europa. Es bueno para ellos que no haya testimonios de lo que sucede. A nuestro continente le viene mejor dejar morir personas que permitirles entrar en Europa. A las oenegés no nos dejan trabajar. Criminalizan nuestro trabajo. Así, con estas medidas, esta burocracia… se tortura a las personas», denuncia Tiziana Cauli, responsable de comunicación de Sea Watch Italia.
Los últimos asaltos de esta disputa por el discurso sobre Lampedusa los han protagonizado la ministra del Interior, Luciana Lamorgese, y el primer ministro, Giuseppe Conte, contra el presidente conservador de la región de Sicilia, Nello Musumeci, quien amenazó con cerrar unos hotspots colapsados. «Se ha instrumentalizado todo. Sabe que no se pueden cerrar, de lo contrario no habría un lugar adonde llevarlos. Funcionan bien. En ocasiones están solo 12 horas y luego van a centros de acogida», explica el progresista Salvatore Martello, alcalde de Lampedusa, quien no evita los temas candentes: «En el mar todo el mundo tiene derecho a ser ayudado. Por supuesto que las oenegés pueden hacer su trabajo, faltaría más. Pero la verdad siempre es incompleta. Por ejemplo, mira Salvini, que secuestró el Gregoretti lleno de migrantes. Nadie dijo que allí había 20 militares italianos dentro, que también fueron secuestrados. Fue un rapto de italianos», exclama. Aquí se haría hueco la máxima del escritor siciliano Leonardo Sciascia: «Italia es un país sin verdad. Tranquilos, lo mejor ya pasó». Cómico e infantil.
En el amplio elenco de autores no podía faltar la Iglesia. Años atrás, en una de sus audiencias dominicales, el papa Francisco habló de la falta de amor en la cooperación, en una clara alusión a la excesiva politización de la ONU. Lo cierto es que la Iglesia siempre tuvo consideración con las personas refugiadas y la protección de su integridad.
Lo hizo en los últimos tiempos con una gran cobertura del diario Avvenire, con donaciones millonarias y a través de los corredores humanitarios puestos en marcha por la Comunidad de Sant’Egidio.
«Nosotros estamos autorizados por el Ministerio del Interior. Somos la primera asistencia, el primer -abrazo que reciben en la orilla. El calor en una atmósfera militarizada, llena de policía. Analizamos a los tipos de personas que llegan en las barcas, les explicamos sus derechos y deberes. Facilitamos información legal en varias lenguas. Colaboramos con la parroquia, con los ciudadanos y con asociaciones locales. Tutelamos su situación de vulnerabilidad y, además, somos los únicos que estamos permanentemente aquí, a diferencia de algunas oenegés. Médicos sin Fronteras, por ejemplo, van y vienen», explica Claudia Vitali, miembro de Mediterranean Hope, un programa de migrantes y refugiados de la Federación de Iglesias Evangélicas en Italia. «Nacimos en 2014 en Lampedusa. Recibimos donaciones de los cristianos protestantes alemanes y estadounidenses. Además del 8 por 1.000 de la Iglesia valdense en la declaración de la renta. Ahora la situación con el coronavirus no es fácil. Se ralentiza todo más. Llegan muchos de Túnez, sí, pero también de Pakistán, Costa de Marfil, Liberia, del Cuerno de África… La identificación de las personas que llegan es muy heterogénea y el camino muy, pero que muy largo», afirma sin obviar los episodios de los tiburones que huelen la sangre. «Claro que hay mafias y traficantes de seres humanos, pero estos no conducen los barcos. Son ricos y viven en sus países de origen, por ejemplo Arabia Saudí. Cobran, de media, 1.000 dólares por persona por facilitarles el viaje a Occidente», prosigue Vitali.
Muchas de las víctimas llegan hasta Vitali de manos de Salvamento Marítimo Humanitario (SMH), que los socorre en mitad del Mediterráneo. Porque así lo decretó el Convenio internacional para la seguridad de la vida humana en el mar de 1974: cualquier barca que tenga conocimiento de personas en peligro debe proceder a su asistencia con toda rapidez. Además, y siempre según la organización marítima internacional de tareas de rescate, es necesaria la «coordinación para que personas rescatadas desembarquen en un puerto seguro con premura». La realidad, según algunos protagonistas de esta obra escrita en el entorno de Lampedusa, es otra. «La respuesta institucional no es la que te esperas. Todo se hace en base al público, al electorado. Nos han cerrado la puerta en las narices. Es inhumano, poco ético. Grecia, Italia, España, especialmente Malta, carecen de humanidad y empatía al respecto. He trabajado en el Mediterráneo central, conozco los hotspots de Grecia… Son estercoleros», explica sin miramientos Iñigo Mijangos, presidente de SMH, que colabora en la asistencia de botes con inmigrantes irregulares en aguas internacionales.
Como su compañera Izaskun Arriaran –enfermera e integrante de Salvamento Marítimo–, no esquiva la crítica, la responsabilidad y la denuncia. «Nos criminalizan, sí. Italia concretamente nos aplica un reglamento rígido –con tarifas altas– para demostrar a la gente que no respetamos el reglamento», asevera mientras aclara con aplomo su visión sobre la presunta corrupción de algunas oenegés en connivencia con algunas mafias. «No lo creo. Lo que sí te digo es que recibimos llamadas de desconocidos. Una vez en Turquía, creo que era 2015, alertamos que hacía mal tiempo. Solo ahí respondimos. No sabíamos quiénes eran. Todo lo notificamos a la Guardia Costera, a las autoridades, cuando vemos un bote en el agua. Actuamos con transparencia, y el protocolo es equivalente en las organizaciones no gubernamentales», justifica Iñigo.
Es de noche, y mientras se sigue debatiendo sobre el Reglamento de Dublín –para los solicitantes de protección internacional– y se mueven las fichas del tablero de ajedrez, ya casi nadie se acuerda de la dificultad que siempre tuvo Italia con el color negro. El ya fallecido sociólogo Mauro Valeri lo dejó por escrito en su libro Afrofobia: los sicilianos, con una tez oscura, sufrieron racismo en EE. UU. cuando emigraron allí hace un siglo. Pero lo peor fue con la primera experiencia que tuvo el país al entrar en contacto con una población negra. «Sufrieron una dolorosa derrota militar en Adua contra los etíopes en 1896. A partir de ahí, cogieron miedo por nuevas derrotas ante poblaciones que consideraban inferiores».
Según la OIM, hay 272 millones de migrantes internacionales en el mundo, el equivalente a un 3,5 % de la población total. Una milésima parte de ese porcentaje está en Lampedusa, que grita a todos los autores que intentaron darle un papel para poder vivir en paz su propia existencia en el teatro de la vida.
Con este artículo aún sin imprimir –ya papel -mojado– acaban de llegar casi 800 clandestinos en dos días a Lampedusa, la mayor parte procedentes de Túnez. Con un hotspot con capacidad para 200, ya aguardan en la nave Azzurra, donde harán la cuarentena. Como cantaba Mina en un ejercicio poético de la incomunicación, el vacío, la indiferencia, la ausencia de sentimientos puros… «No sé cómo explicar que este amor ha terminado justo cuando acaba de nacer».
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