Negociantes

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Manoel y Ntundo venden conchas en las playas de Pemba, en el norte de Mozambique. Por la mañana temprano recorren la orilla del mar en busca de su botín. Eligen las mejores piezas y las limpian. Luego esperan la llegada de los turistas y los inmigrantes blancos que trabajan en las muchas ONG y agencias internacionales desplegadas en la zona. Son sus principales compradores.

Dicen tener diez y nueve años, y que son primos. Es difícil arrancarles una sonrisa. Sus rostros transmiten dureza y sus ojos dolor. Sus familias tuvieron que huir de su pueblo, Mocimboa da Praia, empujadas por los ataques del grupo terrorista que asola la región. Allí vivían de la pesca. Los padres salían a la mar en sus barcas. Las madres vendían el pescado en el mercado. Ellos ayudaban con tareas menores al salir de la escuela.

Pero llegaron los terroristas. Tomaron el pueblo. Izaron la bandera del Estado Islámico. Y obligaron a todos sus habitantes a jurarle lealtad. Al principio la situación no cambió mucho. La gente seguía con sus vidas. Solo se notaba en que los soldados del Ejército mozambiqueño que residían en la zona habían sido sustituidos por los yihadistas. Ahora eran ellos los que aparecían en los mercados y calles de la ciudad. Pronto las cosas cambiaron. Se impuso la sharía, la ley islámica. Se empezó a molestar a todos aquellos que no la seguían. Se cerraron las escuelas y se sustituyeron por madrasas. La vida se volvió invivible y peligrosa. Unas semanas más tarde, los soldados lanzaron una operación y recuperaron el pueblo. Acusaron a muchos de colaboradores y los fusilaron. Por eso, la mayoría de la población huyó en cuanto pudo.

Caminaron durante noches para evitar ser localizados. De día se escondían. Fatigados y hambrientos llegaron a Pemba, la capital de la provincia. Esperaban poder rehacer sus vidas allí. Volver a sus actividades cotidianas. Pero nada más lejos de la realidad.

Ahora, las familias de Manoel y Ntundo comparten un par de habitaciones a las afueras de Pemba en una casa a medio construir. Sin ventanas, sin puertas y con las paredes sin enfoscar. Si llueve, el tejado provisional gotea. No van al colegio. Sus padres no tienen dinero para pagar la matrícula. Han perdido sus barcas y su medio de vida. Hacen trabajos provisionales con los que apenas pueden mantener a la familia. La ayuda que reciben de las ONG es escasa. Por eso, los dos primos recorren la arena en busca de tesoros que les permitan aportar algo a la exigua economía familiar. 

Manoel y Ntundo sueñan con conseguir bastante dinero para pagar la matrícula del colegio el próximo curso, comprar el uniforme y los libros. Lo dicen serios. Con una madurez que no es propia de un niño. Se afanan en su negocio. Regatean los precios. No cejan en su empeño hasta que el último blanco desaparece de la playa rumbo a los restaurantes o bares donde concluir la jornada. Son buenos negociantes. Pero difícilmente lograrán su objetivo.



En la imagen superior, Manoel y Ntundo ofrecen sus conchas en las playas de Pemba (Mozambique). Fotografía: Chema Caballero

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