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Texto y fotos J. Ignacio Martínez Rodríguez, desde Rwamwanja (Uganda)
Cuando, hace diez años, Issa Atibu, un hombre de 39 años, fue padre, su mujer trajo al mundo a dos niñas gemelas y albinas. Lo hizo en la provincia de Kivu Sur, en la parte oriental de la República Democrática del Congo. Pero cuando llegó al campo de refugiados de Rwamwanja, en el sudoeste de Uganda, lo hizo acompañado solo de una de ellas. Ahora cuenta su historia con los ojos llenos de lágrimas sentado en un banco del patio de la que es su casa desde entonces, una parcelita en ese asentamiento que tiene un par de árboles en un maltrecho jardín y una vivienda de adobe y chapa. «Algunas veces mis niñas dormían separadas. Una de esas noches, un grupo de personas asaltó mi casa, entró en la habitación donde se encontraba una de ellas y le cortaron un brazo y la cabeza. La oímos gritar, pero cuando quisimos hacer algo ya era demasiado tarde. La policía nos dijo después que querían vender esas partes de su cuerpo», dice.
Firdaus Atibu, la otra niña, la que sobrevivió, que hoy tiene ya 10 años, escucha lo que dice su padre, asiente cada poco tiempo y lo mira sin añadir nada. Issa prosigue: «Por eso decidimos escapar. Vinimos aquí ella, otras tres hermanas y yo. Pero el campo tampoco es un lugar demasiado seguro. Sigue habiendo persecución, discriminación. Sigo teniendo miedo. Necesito gente que acompañe a mi hija siempre. Al colegio, al médico… A todos los lados».
El campo de Rwamwanja se abrió en 1964 para acoger a refugiados ruandeses y se cerró en 1995 con la repatriación de sus últimos habitantes. Años más tarde, en 2012, se procedió a su reapertura para dar cobijo a miles de personas que huían de la violencia de las provincias de los dos Kivus, en la República Democrática del Congo. Según estadísticas de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), más de 82 000 personas viven en el asentamiento, de las que el 82 % son mujeres y niños. Pese a que hay una comunidad ruandesa y otra sursudanesa, la inmensa mayoría, más del 98 %, son de nacionalidad congoleña, nación devastada por los continuos conflictos. En su página web, ACNUR indica que hay 6,3 millones de desplazados internos en este país. Además, casi un millón de congoleños buscan refugio en otros estados africanos. En Rwamwanja, además, hay habilitada una zona con seguridad reforzada para unas 40 familias con al menos un miembro albino.
Tulipawa Mayani, una mujer de 29 años, llegó a Rwamwanja procedente de Kivu Sur. Lo hizo acompañada de sus cuatro hijos. El mayor, Junior, que ya tiene 12 años, es albino. Y su último bebé, Juliana, que nació en el campo hace dos años, también. «A Junior lo secuestraron recién cumplidos los tres años. Dos hombres lo metieron en una mochila e intentaron llevárselo, pero la policía los descubrió. Entonces fui a la Cruz Roja, les conté lo que había pasado y organizaron mi viaje hasta aquí», cuenta. Y dice también que la vida en el asentamiento es difícil, que ACNUR solo da al mes seis kilos de maíz, tres de alubias y algo de aceite para cocinar por persona, y que esa cantidad resulta insuficiente. El chaval agrega: «Algunos compañeros en el colegio me han mordido. Otros prefieren no usar la misma silla que yo o me dejan solo. Mi mamá me ha dicho que quizás sea mejor que no vaya nunca más a la escuela».
El psiquiatra y dermatólogo Gaylord Inena Wa Inena dirige la asociación Corbetta, enfocada en defender los derechos de las personas con albinismo en la República Democrática del Congo. Dice: «Están en peligro, especialmente aquellas que se encuentran en las zonas rurales y en la parte este del país. Se debe al limitado conocimiento sobre albinismo entre la población y a las creencias distorsionadas de que los albinos poseen algún poder especial en partes de su cuerpo. Esto se ha visto agravado por el aumento del nivel de inseguridad general en esa zona y la influencia de ciudadanos provenientes de naciones limítrofes, donde la situación es peor». Inena Wa Inena explica que los problemas suelen empezar ya en el nacimiento y pueden durar toda la vida. «Hay hombres que rechazan al bebé y acusan a la madre de hacer trampas, así que les retiran su apoyo económico. En la escuela, los albinos sufren rechazo, estigma y bajo rendimiento por la mala visión, por lo que suelen abandonarla. Y en la edad adulta tienen dificultades para encontrar trabajo e incluso para casarse».
Este círculo vicioso, que perpetúa la pobreza entre albinos, se condimenta en demasiadas ocasiones con grandes dosis de violencia. Corbetta ha documentado varios casos, tanto de ataques como de exhumación de cuerpos para comerciar con los huesos. Prosigue el doctor: «Los cazan para vender partes de sus cuerpos. Y los defensores de las personas con albinismo como yo nos ponemos también en peligro por denunciar estos casos». Por eso muchas familias huyen a otros lugares en los que sentirse más seguros, como el campo de refugiados de Rwamwanja.
Pero hay otro fuerte enemigo para las personas con albinismo: el sol. Al sufrir un déficit en la producción de melanina –que se traduce en la ausencia de pigmentación en el pelo, en la piel, en los ojos o en todos ellos a la vez–, los rayos del sol son extremadamente perjudiciales. Dice Inena Wa Inena que resulta común que las personas que nacen con albinismo en la República Democrática del Congo mueran por cáncer de piel. «El 80 % de los albinos aquí no llegan a los 40 años y esa es la principal causa de muerte», explica. Y los que viven en el campo de refugiados de Rwamwanja no son una excepción. Este doctor ha estado en varias ocasiones en el asentamiento tratando a pacientes de esta grave lesión, y comenta al respecto: «En 2023, el número de personas con lesiones precancerosas ya se situaba en torno al 37 % y cuatro de ellas han desarrollado un cáncer».
Este aspecto puede ir a más en los próximos años a tenor de las últimas publicaciones de organismos internacionales. La ONU afirmó en octubre de 2023 que el cambio climático está teniendo un impacto peligroso en las personas con albinismo en todo el mundo, contribuyendo a las altas tasas de muerte por cáncer de piel en algunas regiones. «Solo en África se estima que las personas albinas tienen hasta mil veces más probabilidades de desarrollar cáncer de piel que las que no lo son», afirma Muluka-Anne Miti-Drummond, experta independiente en albinismo. También aboga por la gratuidad de los protectores solares. «Es un producto médico que salva vidas de personas que no gozan de medios para permitírselo», zanja. Uganda, donde las estimaciones apuntan a que la temperatura subirá hasta un grado y medio en los próximos 20 años, es una de las naciones más pobres del mundo: aquí, unos 18 millones de personas, el 42 % de la población total del país, debe vivir con menos de dos euros al día, según el Banco Mundial.
Anna Mpanya, de 14 años, sabe también lo que es vivir rodeada de todos estos problemas. Procedente de la República Democrática del Congo, cuenta que llegó a Rwamwanja porque la guerra hizo pensar a su padre que tanto ella como el mayor de sus hermanos, ambos con albinismo, podrían encontrarse en peligro. Fue hace cinco años. Ahora, el primogénito de la familia Mpanya está en Kenia; una ONG le ha costeado el viaje para tratarse un cáncer de piel. Anna vive en una humilde vivienda junto a su padre y a dos de sus hermanos. Habla Philippe, uno de ellos: «Recuerdo una vez que se me cayó una tarjeta de memoria y Anna se agachó a recogerla, pero no la veía por los problemas en los ojos. Todo el mundo se reía de ella». Añade John, el otro: «Ella es vista de una manera diferente; no puede hacer lo mismo que los demás». Concluye Anna: «Ni mi colegio está adaptado ni puedo salir durante el día con mis amigas… Sencillamente, no tengo las mismas oportunidades».
A solo unos metros de la casa de Philippe, John y Anna vive el también congoleño Machumu Cimanuka con su mujer y seis de sus nueve hijos. Su caso es una rara avis: tiene 63 años y tiene albinismo. Llegó en 2015 al campo y vive ahí desde entonces. «A mí me han discriminado desde que era pequeño. Tanto que mi padre pensó que podría ser peligroso para mí ir al colegio, así que no he ido nunca», recuerda. Cimanuka cuenta que ha visto morir a su hermano, también con albinismo, por una enfermedad en la piel. Que vio cómo un grupo de hombres exhumaba su tumba para hacerse con sus huesos. Que, ya como refugiado, lo han atacado con un machete, pero que consiguió escapar. Que denunció a la policía esa y otras agresiones. Y lamenta la pobreza sobrevenida por ser albino. Concluye: «No tengo empleo, pero es que aquí solo se puede trabajar la tierra y para mí es peligroso hacerlo. Vivimos de lo que nos da ACNUR y del maíz y de las judías que cultiva mi mujer. Eso es todo».
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