Publicado por Javier Fariñas Martín en |
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lha de Madeira y Ribeira Bote son tierras de rebeldes. O, para ser más precisos, de rebeldías.
En plena crisis mundial, con el comercio en horas bajas y miles de despidos en Mindelo, Nho Ambrósio, un carpintero harto del rugir de las tripas mientras cantidades insultantes de alimentos permanecían guardadas en almacenes a la espera de buenas oportunidades de mercado, lideró una marcha contra el hambre en la ciudad. Fue el 7 de junio de 1934.
Tras Ambrósio, hombres, mujeres y niños portaron trapos, sábanas y ropas de color negro. Eran las bandeiras negras da fome, las banderas negras del hambre. ¿Qué gritaban? Sencillo, que querían comer, que la miseria era insoportable.
El carpintero, conocido como Capitán Ambrósio, al que la historia caboverdiana coloca en peldaños muy cercanos al propio Amílcar Cabral y que da nombre a una calle que se adentra en Ribeira Bote, encabezó una marcha que debía transcurrir pacífica. Pero la necesidad extrema soliviantó los ánimos. Y la gente comenzó a saquear almacenes, tiendas y cualquier espacio donde se guardaran víveres. La respuesta policial provocó la muerte de un niño de 12 años. Además, se encarceló y juzgó a los instigadores de aquello. El capitán fue deportado a Angola. Otros purgaron su pena en Boa Vista o Sal, dos de las islas caboverdianas que en la actualidad tienen más atractivo para turistas de todo el mundo. Entonces no eran más que espacios para el destierro.
A lo largo de la historia, Ribeira Bote e Ilha de Madeira han sido el rincón de los estigmas. Cuando la ciudad tenía 4 000 o 5 000 habitantes [en la actualidad supera los 80 000], ya eran una periferia. Fray Silvino Benetti, un hermano capuchino de nacionalidad italiana que trabaja en la zona desde hace décadas, explica que «Ilha de Madeira ha mantenido siempre esa característica de ser la periferia donde se esconden los vicios, el rijo. La gente de la Ilha siempre ha vivido marginada y alejada, y ha vivido de esa marginación y de ese alejamiento, o sea, de esos vicios». Pasaba lo mismo en Ribeira Bote. Los marineros buscaban sexo y encontraban prostitutas en estas calles. El hermano Benetti habla de estos dos lugares: «Al principio, Ilha de Madeira y Ribeira Bote eran la misma cosa. Después, Ribeira Bote creció y se hizo más grande, pero la Ilha quedó tal cual. Aunque no lo sea, aquí estamos como en una isla, estamos lejos de todo y a veces no llega de fuera lo que necesitamos».
Hace 90 años no llegaban los alimentos y había hambre. Lo que aviva el malestar en la actualidad se llama droga, se llama falta de infraestructuras, de perspectivas, de futuro para la infancia y la adolescencia.
El siglo pasado fue un hombre el que lideró la revuelta en Ribeira Bote. Hoy el movimiento es colectivo, se llama Espaço Jovem y tiene presencia en varios barrios de la ciudad.
La falta de alternativas de ocio y esparcimiento para los jóvenes de la ciudad motivó la fundación del Espaço Jovem en 2003. Con múltiples tentaciones al otro lado de cada calle, fray Silvino pensó en la oportunidad de poner en marcha centros juveniles que paliaran aquel déficit. Ese impulso coincidió con la remodelación de una infraestructura municipal en la zona de Pedra Rolada. Se presentó un proyecto y se firmó un convenio –todavía vigente– con el Ayuntamiento de Mindelo. Aquí funciona desde entonces el Centro de Protagonismo Juvenil Ribeira de Craquinha. Junto a este, bajo el paraguas de Espaço Jovem, funcionan otras dos iniciativas, la Cooperativa Juvenil Pedra Rolada y Barco Ribeira. Presidida por fray Silvino, la asociación obtuvo en 2014 el reconocimiento de utilidad pública.
Aulas para el apoyo escolar. Un gimnasio. Un estudio de grabación. Una escuela de música. Una mesa de pimpón. Un equipo de fútbol –el F. C. Atlético de Pedra Rolada–. Y más. Y más. Todo sirve «con el fin de evitar que los niños queden expuestos a los males de la sociedad y con la intención de garantizar un futuro prometedor y una sociedad saludable», indican en su página web.
El religioso capuchino se mueve por la ciudad con un Fiat pequeñito color vino muy reconocible en cualquier lugar. El utilitario tiene millones de kilómetros y ningún glamur. Una vez aparcado el vehículo en Ribeira Bote, el fraile avanza a grandes zancadas por unas calles más que solitarias, a pesar de que el reloj no marca el mediodía. De las viviendas emergen hombres y mujeres cuando atisban una oportunidad para resolver el día, cuando intuyen que del bolsillo del paseante de turno pueden salir unos escudos que salven el puchero de hoy.
Una taberna aquí. Un ultramarinos allá. Un centro de apoyo escolar acullá. Abierto desde hace cuatro años, el espacio se llama Barco Ribeira. Aquí se ofrecen clases de refuerzo para alumnos de un amplio arco de edad: han tenido niños y adolescentes desde los 4 a los 17 años. Nélida es una de los cuatro formadores que trabajan aquí. Compagina esta actividad con la gestión de un pequeño negocio de decoración de uñas que le ayuda a mantener a la familia. Hoy está en el patio del centro con su hijo de meses en brazos.
–¿Cómo es la vida en este barrio?
–Es muy complicada porque hay mucho movimiento de drogas. En mi calle hay dos o tres puestos de venta. Voy para otro lado y hay más. Como no se esconden, los niños los ven y se fijan en cómo lo hacen.
Los riesgos en Ribeira Bote golean a las oportunidades.
La educación es una apuesta de riesgo cero. Aunque no se vea. Aunque no haga ruido. Aunque se asemeje al crecimiento de un plantón en medio de un bosque milenario. En muchas ocasiones, como en Barco Ribeira, pasa casi desapercibida a la vista. Es menos protagonista en el paisaje urbano que los numerosos murales de Amílcar Cabral, el Che Guevara o el Sagrado Corazón de Jesús que se ven en los muros de la barriada camino del Centro de Protagonismo Juvenil de Ribeira de Craquinha, otra de las iniciativas del Espaço Jovem.
Aquí los que se han tomado la falta de oportunidades como una cuestión personal son Erick y Djay. A las puertas de las instalaciones se refieren a los orígenes del centro, a la violencia en las calles, a las dificultades para encontrar un ocio sano. Djay tiene 35 años. Comenzó a venir cuando tenía 22. Su nivel educativo era menor que el de chavales de 14 años: «Sentí que tenía que volver a estudiar para estar a su nivel. Solo quería tener la respuesta necesaria en caso de que me preguntaran algo». Y continúa: «Hablo en primera persona, porque yo formo parte de la comunidad y el centro fue lo mejor que nos pudo pasar. De hecho, es lo mejor que me ha pasado en la vida. El Djay que soy en la actualidad se lo debo al centro. Antes no era yo, era un doble de mí mismo». En esta idea insiste Erick: «Voy a tratar de ser lo mejor posible para dar ejemplo. Hay mucha gente fuera que nos observa. Tenemos una imagen que hay que respetar. No podemos pensar solo en hacer cosas».
–Vivir aquí con el salario mínimo es casi imposible –dice.
Con el Fiat como compañero, Silvino no tarda más de 10 o 15 minutos en llegar a Pedra Rolada. La estrella de la Cooperativa Juvenil es un pequeño y humilde estudio de grabación. En un país lleno de músicas, la posibilidad de arrancar con producciones propias a un bajo coste es un aliciente más que razonable para los jóvenes de la ciudad. El gurú de este pequeño espacio es Ravidson Leonor. Voluntario desde los orígenes del proyecto, ahora, con 34 años, soltero y sin hijos, recibe una pequeña gratificación económica por su trabajo. Este pequeño sueldo le ayuda en el día a día. Natural del barrio, subraya la precariedad de trabajos y salarios, lo que le hace ser comprensible con una de las salidas habituales de los jóvenes del barrio [y del país], la emigración.
–¿Has pensado en salir a trabajar fuera del país?
–Claro que lo he pensado. Es la mejor opción. Pero si tuviera la posibilidad de trabajar en algo que me diera para sostenerme, no saldría de mi zona de confort.
A pesar de las dificultades, cree que su infancia fue mejor que la que observa ahora en el barrio. De aquel tiempo recuerda la falta de medios materiales, la ausencia de juguetes, la utopía de los aparatos electrónicos, no tener para comer todos los días. Pero ahora no. Ahora triunfa, como en tantos lugares, el afán individualista. «Todos los días había grupos de niños jugando, haciendo brincadeiras [bromas], pero ahora no», explica. Como Erick y Djay, habla de drogas, de violencia, de bandas, del impacto que tuvo en su momento la serie brasileña Turma do Gueto, sobre la vida en los suburbios de São Paulo, que se emitió entre 2002 y 2004.
En la ciudad que vio alzarse al Capitán Ambrósio y sus bandeiras negras da fome hoy trabajan muchas personas para dar esperanza a un territorio periférico en el que se amontonan las carencias. Sin embargo, fray Silvino ofrece oxígeno al discurso de lo que te cuentan.
–La periferia es un lugar interesante, es un lugar lleno de cosas extrañas. […] Nosotros vamos a la periferia y ahí aprendemos a vivir. […] Los mejores artistas, los talentos, los deportistas, ¿de dónde vienen? De aquí. Es la periferia la que produce novedades. […] Esta marginación crea potencialidades, genera fuerza, ideas, innovación. […] Aunque tenemos que luchar para no tener esta marginación, no podemos obviar que esta realidad tiene sus potencialidades escondidas».
Una vorágine suburbial, con brillos y roñas repartidos a partes desiguales, se ha incrustado en la vida de un fraile. Preguntamos.
–¿Cómo se conjuga la vida religiosa con todo el trajín de actividades e iniciativas que llevan adelante aquí?
–Yo no les digo nada sobre Dios, la oración o Jesús. ¿Por qué? Pienso que hay muchos que ya lo hacen. Hago las cosas que creo que Dios quiere, que Jesús quiere y que la oración construye. Yo me dedico a hacer esas cosas.
Para que el hermano Silvino llegara a Mindelo, en 1991, otros tuvieron que abrir senderos antes que él. Los Franciscanos Capuchinos arribaron en el archipiélago en la década de los 40. El obispo de Santiago les pidió ir al país para apoyar el trabajo pastoral. En aquellos años la orden tenía presencia misionera en Etiopía. Con la salida forzada de aquel país, los capuchinos de Turín se encontraron sin misión, por lo que el provincial aceptó el reto de ir a Cabo Verde. Cuatro frailes, dos de ellos procedentes de Etiopía, fueron la avanzadilla.
Silvino sonríe –o ríe, directamente– cuando recuerda aquello. No por nostalgia, sino con algo de retranca. «Cuando, camino de la misión, los cuatro llegaron a Lisboa, preguntaron: “¿Dónde está Cabo Verde? ¿Cómo se llega?”. Pero en la capital portuguesa nadie sabía darles ninguna información. La única cosa que supieron decirles era que en Cabo Verde la gente se moría de hambre. Entonces llamaron a Turín: “Aquí nadie sabe dónde está, pero nos dicen que allí se mueren de hambre”. Desde Italia les respondieron: “Hemos dicho que vamos y tenemos que ir”. Y no murieron de hambre».
Con la historia como excusa y con la perspectiva de las pobrezas y oportunidades de la ciudad, del barrio, de su realidad, de sus gentes y del trabajo que realizan en el Espaço Jovem, la pregunta a fray Silvino es una oportunidad para hablar de él:
–¿Es feliz aquí?
–Sí, sí. Yo digo que tiene sentido estar aquí. Tiene sentido. Y eso es un pedazo de felicidad.
La idea da para tirar del hilo. Y ahí entra su vocación y la figura de san Francisco de Asís.
–¿Qué es lo que le gusta del carisma franciscano?
–Lo que me gusta, no es que… [piensa]. La pobreza. Me gusta la pobreza en el sentido de que en ella se perciben las relaciones humanas. Esta idea de fraternidad existe por la pobreza.
–Continúe, por favor.
–Si estamos pegados al dinero o a las cosas no estamos atentos ni compartimos la vida con los otros. No existe fraternidad ni hermandad si no renunciamos a nuestra individualidad. Pienso que no es que me guste este carisma, es que es necesario para la vida.
Y eso, vida a espuertas, es lo que sobra en Ilha de Madeira o en Ribeira Bote.
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