Un país se tambalea

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La batalla entre Macky Sall y Ousmane Sonko hace peligrar la estabilidad de Senegal



El silencio del presidente sobre su posible candidatura a un tercer mandato y su deriva autoritaria unidos a la fogosidad de un líder opositor que llama a la insurrección popular contribuyen a incendiar las calles de un país que vive las protestas más violentas de su historia reciente

Planta cuarta del Ministerio del Interior. Su titular, Félix Antoine Diome, comparece con gesto serio ante un reducido grupo de periodistas extranjeros. Es sábado, 3 de junio, por la noche. En las calles que rodean al edificio, en el barrio de Plateau de Dakar, tan solo se ve la oscura silueta de policías. Senegal acaba de vivir los tres días más complejos de los últimos tiempos, tres días de una violencia desbocada entre manifestantes y fuerzas del orden que ha provocado una veintena de muertos, más de 300 heridos, medio millar de detenidos y numerosos destrozos. Como telón de fondo, la batalla por el poder entre Macky Sall y Ousmane Sonko: uno que se resiste a marchar y otro que quiere llegar a toda costa. En medio, un país secuestrado.

«Fuerzas ocultas con una influencia extranjera atacan a Senegal, quieren desestabilizarnos». El ministro pone cara de interesante, pero a los periodistas se les nota en el rostro la incredulidad. A las preguntas sobre nacionalidades o razones, Diome calla y esboza una sonrisa enigmática. Cuestión de seguridad nacional, dice finalmente. Ese día, un Gobierno senegalés desbordado comienza a fabricar su versión de los hechos, que pivota en torno a la amenaza exterior, un viejo recurso que pretende borrar de la ecuación la cólera de una juventud con pocos horizontes que ve en el martirio de Sonko una encarnación de la injusticia que ellos mismos sienten.



Los días previos

Unas 54 horas antes, una inmensa humareda negra se levantaba sobre Dakar. En el corazón de la universidad, un grupo de estudiantes atrincherado bajo un retrato de Cheikh Anta Diop lanza piedras a un retén de policías que responde con gases lacrimógenos. De repente, un car rapid –el colorido transporte urbano de la capital– trata de sortear las barricadas con una veintena de jóvenes en su interior. Parecen querer huir de allí a toda costa. La policía para el vehículo y, sin mediar palabra, saca a sus ocupantes a porrazos. La consigna estaba clara desde el primer momento. Mano dura. 

Cierto que el desafío que un Sonko en modo insurreccional planteó al Estado de Senegal en los últimos días de mayo fue de órdago. El líder opositor había sido acusado de violación por Adji Sarr, la joven empleada de un salón de masajes llamado Sweet -Beauté que Sonko frecuentó durante la pandemia, según dijo, para aliviar sus dolores de espalda. Desde el minuto cero, el político senegalés defendió que todo era un montaje desde el poder para apartarle de la carrera presidencial, y sus seguidores le creyeron a pies juntillas, entre otras cosas porque no era la primera vez que el régimen usaba el aparato judicial para descabalgar a un rival político. Para muestra, el botón de Khalifa Sall.

La primera detención de Sonko, en marzo de 2021, ya había sido un aviso: 15 muertos y un país en llamas durante cinco días. En su particular huida hacia adelante, el líder opositor ha utilizado siempre la fuerza de la calle, donde tiene la batalla ganada. En respuesta, un balbuceante y desorientado Gobierno ha ido estrechando el círculo de las libertades y acrecentando la violencia de la respuesta policial. Pero lo sucedido entre el 1 y 3 de junio lo sobrepasa todo. Las imágenes de la universidad destrozada o la quema de supermercados y bancos quedarán en la retina y la memoria de Senegal, pero mucho menos que la estampa de agentes usando a niños como escudos humanos ante los manifestantes o de jóvenes armados con fusiles disparando a la población.


Miles de archivos de la Universidad Cheikh Anta Diop, algunos datados antes de la independencia de Senegal, fueron quemados en los enfrentamientos entre estudiantes y policías a primeros de junio. Fotografía: John Wessels / Getty. En la imagen superior, una manifestante hace el gesto de pedir silencio durante una manifestación en la Puerta del Sol (Madrid), el pasado 11 de junio, para pedir la liberación de Ousmane Sonko. Fotografía: David Canales / Getty


Dudas sobre el opositor

Sonko, acorralado y encerrado en su casa manu militari tras saberse condenado antes del veredicto e incitar a sus seguidores a ir a Dakar para dar «la batalla final», ha creído demasiado en la fuerza de su popularidad y, al mismo tiempo, ha mostrado poca cintura política y una preocupante falta de estilo que alcanzó su clímax cuando deslizó la frase, que debería perseguirle toda la vida, de «no he violado a nadie, pero si tuviera que hacerlo no sería a alguien que parece una mona que ha sufrido un accidente cardiovascular». Llamar a la toma de la Bastilla en un país que, pese a las derivas autoritarias, sigue siendo una democracia, acarrea consecuencias. La ideología que transpira su afirmación sobre Sarr y sobre algo tan grave, y al mismo tiempo normalizado, como la violencia sexual contra las mujeres, es más que inquietante.  

La relevancia de Sonko en el panorama político senegalés se explica tanto por sus propuestas de ruptura, adornadas de panafricanismo con aires anticoloniales, y su estrategia de comunicación en redes sociales, que le conectan con una juventud en busca de nuevos referentes, como por los errores del régimen. Las cifras que los ministros presentan a Sall, su control de la vida política, las inversiones en infraestructuras, la entrada de Senegal en el club de países de renta media, todo ello ha ido construyendo un trampantojo a su alrededor, desconectándole de un país donde la pobreza sigue enrocada, la falta de empleo castiga a los jóvenes y millones de senegaleses sufren en un contexto global de subida de precios.

Y, para colmo, la maldición del tercer mandato. Precisamente Macky Sall, que llegó a presidente en 2012 a lomos de una fuerte contestación ciudadana frente al intento de su antecesor de quedarse más de la cuenta. Él, que reformó la Constitución con la promesa de no concurrir a las elecciones en 2024, se ha marcado un wax waxeet, expresión en wolof que significa «donde dije digo, digo Diego». Al cierre de este número, aún no ha revelado si se presenta o no a los comicios, pero ya es tarde: admitió que lo estaba barajando, faltó a su palabra. Más allá de que la Carta Magna prohíba los tres mandatos consecutivos, de que su reforma le habilite a presentarse, o de las consideraciones jurídicas, para millones de senegaleses el wax waxeet es mucho peor.

Hoy por hoy, todo está en el aire. Hay quien dice que incluso las elecciones. A mediados de junio, Sonko cumplía tres semanas en una suerte de arresto domiciliario e incomunicado sin que nadie se atreviera a ordenar su ingreso en prisión, tal y como establece la condena de dos años por «corrupción de la juventud» que le fue impuesta. La calma precaria reinante desde la tarde del 3 de junio podría hacer pensar que lo peor ha pasado, pero la herida se ha cerrado en falso. Una orden de arresto de Sonko o un paso en falso de Macky Sall podría generar otro estallido de cólera. En los próximos meses se decide el futuro inmediato del país más estable de África occidental. O al menos así lo llaman.

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