Publicado por Josean Villalabeitia en |
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Llega el verano, con ‘v’ de vacaciones… En la olvidada antigüedad de hace pocas décadas, vacacionar significaba dejar el trabajo por unos días. O, todo lo más, irse al pueblo, aprovechando las facilidades que la familia allí ofrecía.Luego vino el desarrollismo y, con él, la posibilidad de explorar nuevas experiencias vacacionales, en la playa o en la sana montaña del país. Ya mucho más recientemente, con los vuelos baratos e Internet, quién no se ha dado una vuelta por algún rincón perdido del planeta, ni ha tomado vacaciones, ni ha hecho nada. Total, que el turismo, que siempre había sido cosa de ricos, se ha popularizado de tal manera que, en cuanto caen unos días libres, a todos nos encanta meternos en el agotador pellejo del viajero y acumular kilómetros y fotografías.
Y lo mismo a otros niveles. Países a los que el turismo nunca dijo gran cosa, tratan ahora de apuntarse con urgencia a ese mercado que tan pingües ganancias promete. Incluidos los más pobres. A fin de cuentas, condiciones para triunfar en el empeño tienen más que de sobra: paisajes idílicos, naturaleza exótica, climas de ensueño, gente amable, precios sin competencia…
Es verdad que algunos problemas, ligados con frecuencia al subdesarrollo, complican no poco sus inmejorables intenciones de entrada. Ahí están, como muestra, las amenazas para la salud asociadas a ciertos insectos o al deficiente tratamiento de las aguas; sus carencias estructurales, que vuelven un martirio aeropuertos, aduanas o desplazamientos por el interior de muchos de ellos; o la nada tranquilizadora inseguridad de sus calles. Pequeñas molestias ligadas al exotismo de un viaje de placer por esos mundos de Dios, que diría un optimista imaginativo…
Es bien sabido que el turismo actúa como potente factor de cambio social en las sociedades que lo reciben, y entre los empobrecidos no iba a ser menos. Resultaba, por ello, previsible que en los países recientemente incorporados al negocio turístico se dejase notar con fuerza su influencia. Pero si algunos cambios sociales parecían inevitables, es probable que, hasta hace todavía pocos años, nadie imaginara los dramáticos estragos que el llamado “turismo sexual” está causando en muchos países pobres. De hecho, hay quien lo considera ya como una de las mayores afrentas a su dignidad que están padeciendo los inocentes habitantes de esos pueblos. Y, por ser claros, en tan despreciable conjunto subrayamos con particular aversión el sexo con menores y la pedofilia.
Porque ciertos viajeros que se interesan por los países empobrecidos no lo hacen para encontrar en ellos solaz y descanso, o enriquecerse con culturas o hábitats naturales sorprendentes, sino para consumar allí con facilidad unas prácticas sexuales que en sus países de origen están severamente prohibidas y son cada vez más perseguidas. Así, lo peligroso en casa se vuelve hasta banal lejos de ella. Para satisfacer sus perversas inclinaciones, estos turistas se aprovechan de cuanto pueda favorecer sus propósitos. Por ejemplo, de la inexperiencia y escasez de medios de unas administraciones poco acostumbradas a controlar movimientos continuos de masas.
Por otra parte, muchas de sus legislaciones no suelen estar al día en cuestiones relacionadas con la pedofilia o el abuso sexual de menores. Y en caso de disponer de leyes apropiadas, no pocas veces sus autoridades prefieren hacer la vista gorda ante ciertos hechos, a cambio de suculentas comisiones de gente nada interesada en denuncias y publicidades.
Pero, sin duda, la gran baza que juegan los turistas sexuales en los países empobrecidos es, precisamente, la de la miseria: el dinero de los extranjeros es allí una solución fácil a las sempiternas apreturas que agobian a sus habitantes, aunque para recibirlo tengan que rebajarse hasta límites intolerables.
La vergüenza y el temor a las represalias y hasta a las maldiciones de las creencias tradicionales hacen el resto. Porque para las víctimas casi siempre es mejor callar y esperar con resignación a que su calvario se desvanezca, aunque no acierten a imaginar cómo.
Algo tendríamos que hacer para combatir esta lacra cuyo dedo acusador apunta sin rubor a nuestros lares, aunque solo fuera sensibilizarnos y ganar en atención social e información.
Y, por supuesto, obligar de algún modo a nuestras autoridades a actuar: colaborando con los países afectados en la elaboración de leyes nada permisivas con estos comportamientos, ayudando a aplicarlas con responsabilidad y firmeza, y poniendo a su disposición nuestros archivos de pederastas, mejor surtidos que los suyos.
Cualquier cosa antes que cruzarnos de brazos, ajenos por completo a la ignominia que se cierne una y otra vez sobre unos niños cuyo único delito consiste en ser pobres.
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