«Vivo con una angustia que no es real»

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Daniela Ribeiro, artista

Por Alberto G. Palomo desde Luanda (Angola)




La artista plástica nació “por accidente” en Mozambique, pero su país es Angola. Allí se ha criado y vive desarrollando una obra donde mezcla lo ancestral con lo tecnológico.



Su árbol genealógico ya sería suficiente motivo de entrevista. Pertenece a la sexta generación de emigrantes portugueses radicados en Angola. Su bisabuela tuvo 11 hijos que decidieron seguir en este país africano. Todos prosperaron. Su padre ocupó cargos de poder, incluida una cartera ministerial, y su madre fue una de las primeras mujeres al mando de una ONG de ayuda humanitaria. Nunca abandonaron Luanda, a pesar de una guerra civil o de las continuas adversidades. En la capital, de hecho, es donde se crio, donde todavía reside y donde ha desarrollado una carrera única, aunque el lugar de nacimiento que aparece en su documento de identidad es Mozambique, «por accidente», en 1972.

Daniela Ribeiro tiene una agitada procedencia, pero no duda cuando se le hace una sencilla pregunta sobre su origen: «Soy angoleña y me considero una hija de la guerra». Podría dudar o añadir algún matiz: ha pasado temporadas en París, estudió en Lisboa y viaja con frecuencia a distintos puntos del globo. Sin embargo, tiene su base en Luanda, urbe de más de nueve millones de habitantes donde desarrolla su carrera y encuentra la inspiración. Su nave, situada a pocos metros del océano Atlántico, atesora una obra inmensa y heterogénea: la artista plástica lleva décadas investigando sobre ciencia o medioambiente y trasladándolo a su disciplina. 

Es la creadora del término «surrealismo científico», una corriente que ella misma ha bautizado y de la que se proclama pionera. No es un capricho: la trayectoria y la originalidad la avalan. Pero antes de detallar el movimiento en el que se enmarca, en lo que consiste y en cómo ha alcanzado esta posición, Ribeiro retrocede hasta su infancia y recuerda los días del conflicto en una ciudad amenazada. «La verdad es que tuve una juventud muy especial. Faltaba de todo: agua, combustible… y había cartillas de racionamiento para conseguir lo básico, pero fue un período muy bonito porque estábamos muy unidos», comenta en un español fluido.

«Mis padres se separaron cuando tenía 12 años. Crecí en una generación muy amargada por el contexto social», introduce la artista, refiriéndose a la década de los 70 en la que Angola se independizó de Portugal y comenzó una guerra civil entre distintas facciones anticolonialistas que duró hasta 2002. «Me fui a París y al acabar el bachillerato estudié en Lisboa la carrera diplomática», resume. En ese momento se dio cuenta de que no quería seguir una senda tan oficial, tan burócrata, y descubrió la ciencia. «Era muy infeliz. No estaba satisfecha. Veía que en Portugal había mucho retraso cultural y empecé a pintar», afirma.

Por aquel entonces se rindió a las imágenes que tomaban satélites como el Hubble o el Supernova. Sintió «una gran conexión». «Tenía una creatividad muy fuerte y pintaba sol, fuego», apunta. Se enamoró de esos paisajes del universo y centró su interés en los fenómenos atmosféricos y en los productos tóxicos o las resinas: «Un día me presentaron a un responsable de Apple y percibí que había una revolución tecnológica y nadie estaba al tanto». De aquellas composiciones coloridas, inexpugnables, cambió a algo más sólido. «Pasé de los gases a la Tierra», aclara, «no sabía cómo expresar ese cambio y destrocé mi móvil».

De repente, su taller se llenó de piezas de ordenadores y de distintos dispositivos tecnológicos. Ribeiro observó que esas piezas, además de ser sobre lo que orbitaba la vida humana y la causa de un serio impacto medioambiental, podían simular una maqueta. Colocó chips y placas como edificios y convirtió esos elementos inertes en la recreación de planos tridimensionales. La artista ya tenía una marcada tendencia hacia asuntos relacionados con el entorno y la digitalización. 

La artista angoleña con fragmentos de dispositivos informáticos con los que compone sus obras. En la imagen superior, imagen de uno de los trabajos de Ribeiro, en el que sobresalen los componentes electrónicos. Fotografías: Archivo personal Daniela Ribeiro

«Hay una distorsión con la naturaleza. La copiamos de forma artificial. Estamos dentro de una matriz biológica y poseemos un pensamiento colectivo», sostiene Ribeiro, que trata de explicar su obra con una mezcla de datos, previsiones lógicas y teorías que señalan a algo aún por explotar. De ahí sus colecciones: montajes simulando ecos espaciales, ojos biónicos –en la imagen superior– y cuerpos transhumanos, maquetas de ciudades hechas con chatarra electrónica o la que convierte máscaras y herramientas antiguas en objetos del futuro. «A lo largo de los años he tenido un cambio de paradigma. He ido de esos reflejos espaciales a algo más cuántico, que tiene que ver con la transformación mundial y las energías. Pero me cuesta saber que muchos no lo entenderán y me llamarán loca», cavila la precursora del arte-ciencia o del autodenominado surrealismo científico.

Con esos retratos plásticos donde funde lo virtual con el pasado o esas planchas en las que hay objetos prehistóricos con ornamentos computacionales, Daniela Ribeiro juega a escrutar una realidad más allá de la dimensión pedestre. «Miramos hacia fuera, pero tenemos todo dentro. Estamos haciendo todo de forma exterior. Primero hay que desarrollar nuestra biología. Se habla mucho de la materia, pero no existe, es todo energía», comenta preocupada. A medida que ha ido avanzando en su trabajo y en la conversación, la angoleña se dirige al tema que más le atrae y preocupa en estos momentos. «Yo estaba en una cultura muy congelada. Y vi que la ancestralidad venía de África. Basta con poner un ejemplo de la evolución: hemos pasado de un cuchillo de piedra inventado en este continente a uno eléctrico. ¡Aquí se conecta con la esencia de la vida!», adelanta.

Lo que le ha supuesto esa transformación es inferir que «el mundo está yendo a algo sin amor». «Hay incluso mecanismos de introducir hormonas en robots. Creemos en la inteligencia artificial, pero nos olvidamos del amor, que es la fuerza más grande», opina. «Estoy en un proceso de comprensión. Estamos creciendo en estructuras cuando todo es energía. Y tiene sus leyes. Estamos mirando al lado», agrega.

Tiene una visión tan amplia de su alrededor que a veces sufre. «El alma es colectiva y la música es muestra del inconsciente», defiende antes de detenerse en uno de sus últimos proyectos, el «trono cuántico». En él hay, efectivamente, un trono y varios paneles, cada uno representando una etapa de la humanidad. «Estamos saturados. Va a cambiar el trabajo. Hay un problema y será algo muy tenso. Yo estoy bien en casa, pero siento angustia. Una angustia enorme que no es real, sino cuántica», revela. Al contrario de lo que parece, no le asusta la inteligencia artificial. Es más, la observa como una revolución del proletariado: «El hombre no tiene tiempo para pensar y esto permitirá meditar, explorar las capacidades físicas, ir a lugares que no son reales». 

Ribeiro cree que existe un territorio geográfico y otro cuántico. “Hay dueños de la humanidad que no tienen que ver con tu casa o tus alimentos. Somos la última generación natural. Vienen más extinciones como la última, que ha dado origen a los mamíferos más inteligentes», relata. Según aclara, se halla en una etapa de mutación hacia el naturalismo. «Voy a intentar explicar por qué tenemos dos ojos para la naturaleza y uno para la energía», arguye quien, a su vez, tiene «una personalidad ciclotímica». «He nacido en el contexto de la comunicación, pero soy bipolar en el plano cultural. Tuve una educación constructivista, pero yo era la loca. Tenía una inteligencia espacial y mucha creatividad. No necesito ver para ver. Sé el cuadro antes de coger el pincel», sostiene.

«Veo mis emociones en colores. Tengo un cerebro disfuncional. Cada vez se me hace más difícil vivir. Me afecta en todo. Conozco algún científico que coincide conmigo o hablo y leo sola, estudio y luego a veces no puedo hablar», añade. «Sigo en Angola, aunque es un país con muchísimas dificultades porque hay mucha fuerza cuántica», incide. Aquí contempla una sabiduría distinta a la de los occidentales: «Los europeos no tienen esta libertad ni el sentido del bien y del mal. Hablo de la ancestralidad. Aquí las reglas son muy distintas. Los africanos son muy civilizados. Los africanos solo cultivan para comer, cazan para comer. Nosotros estamos destruyendo los recursos y la naturaleza. La naturaleza depende de como tú te comportas. El pueblo africano entiende la vida porque entiende la muerte. Y siguen reproduciéndose mucho. Son un alma, un espíritu».

Advierte Ribeiro que los hombres se creen «mejor que los demás». «Ahora planeo los jardines. He comprado un terreno y voy a vivir con lo básico. Mi vida se centra en la curiosidad y en la necesidad de entender la realidad. Y en ese proceso me salen cosas físicas, como mi obra», zanja, adelantando los meses que pasará en Portugal, un próximo viaje a Japón, la inauguración de exposiciones y nuevas peticiones en Angola, donde ya se ve una enorme instalación suya en el aeropuerto internacional de Luanda. «Tendré que ver cómo afronto mi obra, porque materiales que utilizo, como el sílice, desaparecerán en 30 o 40 años. A mí me dieron muchas piezas hace dos décadas, pero me quedaré sin nada para continuar, aunque se valorará como algo pionero», concluye.  

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