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Por P. Juan González Nuñez (Adís Abeba)
Desde la elección del nuevo primer ministro, Abiy Ahmed, a finales del pasado mes de marzo, Etiopía vive una especie de primavera política. Aunque el miedo a que todas las promesas se queden en puras palabras anida todavía en muchos, un aire nuevo de esperanza se respira por doquier. Cada día sorprende con nuevas medidas y nuevos signos, todos los cuales apuntan hacia una nueva etapa de mayor distensión y libertad democrática.
Más allá de que el nuevo primer ministro sea una personalidad que inspira confianza, su elección supone un nuevo equilibrio de fuerzas dentro del Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope (EPRDF, por sus siglas en inglés) la aparentemente monolítica coalición que gobierna Etiopía desde 1991. Esta ha estado prácticamente dominada hasta ahora por el TPLF, el partido del Tigray cuya guerrilla derrocó al régimen comunista de Menguistú Haile Mariam. Abiy Ahmed, un oromo en extremo universal y cosmopolita, tiene el sustancial respaldo de la población, que en estos dos últimos años ha manifestado disconformidad con la línea dura del gobierno mediante repetidas manifestaciones.
El nuevo ambiente creado con las medidas de distensión tan sustanciales como la liberación de miles de presos políticos, incluida la del activista político Andargachew Tsegge, ciudadano británico que estaba condenado a muerte, ha propiciado el reciente anuncio del levantamiento del estado de excepción dos meses antes de lo previsto. Y es también en este ambiente de distensión y oferta de diálogo que llega el anuncio de que Etiopía está dispuesta a implementar la decisión de la Comisión de Fronteras de Naciones Unidas sobre la frontera con Eritrea.
Para entender el significado de este anuncio, tenemos que remontarnos a la guerra entre las dos naciones de 1998-2000. Se dijo en su momento que aquella guerra había sido un litigio absurdo y sin motivo, «dos calvos que se pelean por un peine», lo definió alguien. Podría parecerlo si se mira solo al trozo de terreno por el que lucharon: Bademé, un triángulo de tierra pequeño y árido, que no compensaba la muerte de las 70.000 personas que se calcula perecieron en aquella encarnizada guerra. Pero Bademé no era más que la concreción simbólica de otras muchas cosas que iban mal en la colaboración entre las dos naciones, tanto económicas como políticas, agravadas por las agrias relaciones personales entre los dos mandatarios del momento, Meles Zenawi e Isaias Afewerqi.
El conflicto comenzó con la invasión de Bademé por parte de Eritrea en mayo de 1998. Etiopía fue cogida por sorpresa, pero se rehízo pronto y su superioridad numérica (80 millones contra 3,5 en aquel momento) se impuso. Incluso hubiera llegado hasta Asmara, la capital eritrea, si eso hubiera tenido algún sentido. Para dar una solución negociada al conflicto, en el año 2000 ambas naciones se comprometieron a aceptar el arbitraje de una comisión internacional, que se llamó Comisión de Fronteras Etiopía-Eritrea (EEBC, por sus siglas en inglés). Esta dio su veredicto en 2002 concediendo el triángulo Bademé a Eritrea.
A la Etiopía de Meles le venía muy cuesta arriba aceptar una decisión semejante. Dijo aceptarla «en principio», pero que su implementación requería previamente una normalización de relaciones entre ambos países. Esa normalización nunca existió durante los 16 años que han transcurrido desde entonces; de ahí que las dos naciones hayan estado en una situación de «no guerra, no paz». La pelota estaba, con todo, en el tejado de Etiopía, que había venido a menos en el compromiso de aceptar la decisión de la EEBC. Y esa era una bonita excusa para Eritrea, la de no aceptar ningún tipo de diálogo.
La decisión del pasado 5 de junio del gobierno etíope de hacer efectiva la retirada de Bademé y otros pequeños territorios en litigio pone ahora la pelota en el tejado de Eritrea. Se comentaba tiempo atrás que no habría paz entre ambas naciones mientras Melés e Isaías estuvieran en el poder. Melés se ha ido hace tiempo; quedó, por supuesto el núcleo duro del TPLF que mantenía la profunda hostilidad hacia Eritrea. Pero también ahora estos están siendo neutralizados y, con el nuevo primer ministro, Etiopía está dispuesta a pasar página en cuestión de inveterados rencores.
No hay que dar por hecho que todo irá bien. En primer lugar, no está claro cómo Eritrea va a reaccionar ante la jugada etíope. Una semana después del anuncio por parte del Gobierno de Adís, los de Asmara no han hecho todavía ninguna declaración. No obstante, las diferencias entre ambas naciones no se limitan al tema de las fronteras. Otros agravios mutuos, políticos y económicos, se han ido acumulando a lo largo de estos años y no les será fácil afrontarlos. Además, el régimen de Eritrea dista de vivir primavera alguna, como la de Etiopía. Arrocado en una férrea dictadura militar, el régimen eritreo necesita de una excusa, de un Bademé en litigio, para mantener la nación en un puño; para tener a su población, hombres y mujeres, en estado de conscripción.
En segundo lugar, está el descontento de los habitantes de la frontera afectados por la medida y que deberían pasar a formar parte de Eritrea, cosa que no aceptan fácilmente. Este malestar ha tenido su caja de resonancia en manifestaciones en la región norteña de Tigray contra la decisión del primer ministro. Y, finalmente, aunque menos probable a estas alturas, no es de descartar un golpe de fuerza de los exponentes del TPLF en la coalición del EPRDF, quienes se ven relegados a un segundo plano. Tal golpe supondría la interrupción del proceso político en curso y la vuelta a las tensiones de estos dos últimos años, agravadas ahora por la frustración de unas esperanzas que se desvanecieron.
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