El sueño del padre Camille

Camille Nodjita

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Un colegio a las afueras de Yamena (Chad)
Si no fuera sacerdote, sería profesor. Está convencido de que la educación es la respuesta a muchos de los problemas que padece la sociedad chadiana, especialmente las mujeres. Nos acercamos a la historia de este sacerdote que desde el colegio San Francisco Javier de Toukra está provocando un cambio de mentalidad.

Su nombre es Camille Manyenan Nodjita. Tiene 47 años, es sacerdote jesuita y forofo del ­Real Madrid. Religión y deporte, dos mundos que tienen mucho que ver con quién es y lo que hace. Vive en Chad, su tierra, y trabaja en el colegio San Francisco Javier, a 15 kilómetros de la capital, Yamena. Es su director e imparte clases de Filosofía. Su historia con los Jesuitas comenzó cuando se matriculó en el colegio Charles Lwanga, en la ciudad de Sarh, para estudiar Secundaria. Allí le impactaron dos cosas. Una, la convivencia en el internado con muchachos llegados de diversas partes del país. La otra, el estilo de vida de los religiosos. Franceses, españoles, italianos, chadianos y de otros países de África vivían como hermanos un ideal que a él cada vez le atraía más. Hasta que decidió ser uno de ellos.

El Padre Camille Manyenan Nodjita en un polideportivo de Pozuelo de Alarcón (Madrid) durante una de sus visitas a España. Fotografía: Javier Sánchez Salcedo

Una infancia difícil

Camille nació en Bangoul, un pueblo al sur de Chad cuyos habitantes son de la etnia day. Durante su infancia, el país fue escenario de una cruenta guerra civil. Muchas personas huyeron de las ciudades para refugiarse en los pueblos. El trabajo agrícola se hizo difícil y la comida escaseaba. Cuenta que en la temporada de lluvias, entre junio y agosto, pasar hambre era lo habitual. En el hogar de Camille vivían sus hermanos, sus primos y otras personas que acogía su padre. En total, eran más de 20 bajo el mismo techo. Allí compartían conversaciones, penas, alegrías, y el poco sustento que conseguían. Si querían comer, tenían que estar allí justo en el momento en el que Madeleine, la madre de Camille, acababa de cocinar. No convenía despistarse, porque no se guardaba nada para los ausentes. La rapidez era clave. Y había una regla de oro: prohibido quejarse de los alimentos que había sobre la mesa. Todos permanecían sentados rodeando a Michel, su padre, esperando a que él diera el primer bocado. Después, con la celeridad necesaria, iban a la vez del recipiente del boule –el plato nacional, una pasta hecha con ­mijo– al de la salsa.
En 1984, una gran sequía castigó a todo el sur del país. Entre los recuerdos de Camille, que en aquel momento tenía 12 años, está el de su madre recorriendo la selva en busca de raíces, como hacían todas las madres para alimentar a sus ­hijos. Bastaba cualquier cosa que aliviara el hambre. A veces la gente, desesperada –principalmente los niños–, morían al ingerir plantas tóxicas. «Me vienen a la mente ahora dos hierbas bastante amargas que nos salvaron la vida. En la lengua day las llamábamos nderi y gonion. Pero suponían un riesgo. Si no las tratábamos adecuadamente, eran muy dañinas. Hacía falta destilarlas varias veces antes de obtener de ellas una sustancia comestible. La única cosa de la que mi madre nunca dudaba era de que Dios estaba ahí, en el cielo, y que nos daría de comer». De aquella época, el sacerdote recuerda una anécdota que hoy, tres décadas después, le hace cierta gracia: «Mi sobrino Karam tenía cinco años y su hermano Fidèle, tres. Como siempre teníamos que compartir la poca comida que había, Karam preguntó que por qué no mataban a su hermano pequeño. En su opinión, comía demasiado. Lógicamente, mi sobrino no era consciente de que matar no estaba bien».

No se ha conocido en Bangoul una hambruna como la de aquel año, que dejó imágenes imposibles de borrar en la mente de Camille. Como la muerte de su tío abuelo Mongar. «Pasó por delante de nuestra casa en dirección al campo, buscando algo para comer. Ya no era capaz ni de hablarnos. Después de recorrer 500 metros, se desplomó. Corrimos hacia él, pero éramos niños y fuimos incapaces de levantarlo. Él quería decirnos algo y no le salían las palabras. Se llevaba la mano a la boca, pero no teníamos nada que pudiéramos darle. Murió delante de nosotros. En aquel instante comprendimos que el hambre mata. Desde entonces, nuestra gran preocupación era cómo evitarlo». Lo logró. Pero no era la primera vez que daba esquinazo a una muerte demasiado temprana. Se convirtió en un superviviente al poco de nacer, cuando superó un doble ataque grave de ictericia y malaria. «Mi madre me ama mucho. Sufrió demasiado para sacarme ­adelante».

El colegio San Francisco Javier acoge actualmente a 1.300 alumnos. Fotografía: Sylvia García

Un oasis en Toukra

A su padre le recuerda exigente y poco hablador, pero buen contador de historias cuando les reunía por las tardes. También era muy creyente. «Todos los días teníamos que ir al campo a trabajar. Menos el domingo, que íbamos a Misa a la parroquia de Bekamba, a más de 10 kilómetros. Durante cinco años, cada domingo, caminaba detrás de mi padre hacia la parroquia, y él siempre me decía que Dios, desde el cielo, cuidaba los campos para que pudiéramos ir a Misa. Y la verdad es que ni los pájaros ni ningún otro animal entraban en nuestros campos ese día».

La fe que tenía su padre fue una influencia esencial para que él acabara dedicando su vida a Dios. Desde hace seis años lo hace en la pequeña localidad de Toukra, en una región semidesértica entre Yamena y ­Kundul. Antes de la construcción del colegio San Francisco Javier, Toukra estaba habitada tan solo por unos centenares de personas. Hoy son cerca de 10.000 habitantes, y el colegio ha tenido mucho que ver. «La educación católica en Chad está muy bien valorada. Tiene muy buenos resultados. Y nosotros en concreto, los Jesuitas, tenemos fama de educar bien a los chicos y a las chicas». La zona es muy pobre. La gente vive de la agricultura o la ganadería, y algunos van a trabajar a la ciudad –mayorita­riamente los hombres–, quedándose en el pueblo las mujeres con los hijos. El entorno físico es duro. Golpea el calor y no hay árboles ni agua cerca. Los habitantes forman una comunidad a medio hacer, de gente recién llegada que apenas se conoce. El colegio, que parece un oasis en medio de este desierto, tiene más de 1.300 alumnos matriculados, desde los cuatro hasta los 20 años, organizados en varios edificios con aulas pequeñas de techos de metal y un par de ventanas, un almacén para material básico y herramientas, comedores, enfermería, biblioteca y un espacio habilitado para la gimnasia artística.

 

Uno de los pozos construidos por la Fundación Ramón Grosso. Fotografía: Sylvia García

¿Gimnasia artística?

«Me gusta mucho el deporte», dice Camille. «Es bueno para los chicos y las chicas. Si hacen deporte, se encuentran físicamente bien de salud para poder estudiar». En el San Francisco Javier, el deporte es esencial como fuente de motivación para que muchos niños que no se plantean estudiar, se animen. Camille cuenta con la ayuda de la Fundación Ramón Grosso, que ha implementado en el centro escuelas de fútbol, baloncesto, judo, balonmano y gimnasia artística. La organización, creada por los hijos del exfutbolista y entrenador español, está dedicada a ayudar a niños con discapacidad y a quienes viven en riesgo de exclusión social. En el colegio, además de los proyectos deportivos, han construido cuatro pozos –y han reparado otros dos– que dan agua potable tanto a niños y profesores como a los vecinos.

Un cambio de mentalidad

«Cuando las niñas descubrieron que existía la gimnasia artística, para ellas fue una revolución». El propio Camille desconocía este deporte hasta que vio a un grupo de niñas practicándolo cuando entró en un polideportivo de Pozuelo (Madrid), durante el Campeonato Internacional de Gimnasia Artística, invitado por la entrenadora Sylvia García (ver MN, noviembre 2018, p. 54). «Me quedé impactado. Le pregunté a ­Sylvia si mis niñas en Chad podrían hacer lo que estaban haciendo las suyas. Y ella me respondió que aunque era difícil, lo íbamos a intentar». El intento se convirtió en realidad, y actualmente el colegio cuenta con un club de gimnasia artística compuesto por unas 70 niñas, que no tiene ni las instalaciones, ni el equipamiento ni los técnicos que desearían, pero que no para de crecer gracias al empeño de sus creadores y las ganas de las jóvenes gimnastas. «Este deporte implica hacer cosas muy difíciles, como dar volteretas o saltar vallas. Un aprendizaje que capacita a estas niñas para superar dificultades y les abre la mente. Les da habilidades para enfrentarse a todo tipo de retos contando con el apoyo de otras personas».

 

uno de los pozos construidos por la Fundación Ramón Grosso. Fotografía: Sylvia García

Ni Camille ni Sylvia esperan que estas niñas acaben siendo gimnastas profesionales. «Nadie vive del deporte en Chad, salvo los que se van fuera», explica el jesuita, que se conforma con que sea una fuente de motivación para estudiar otras asignaturas, así como una posibilidad para vivir nuevas experiencias. Como parte del proyecto, algunas de las alumnas han viajado con el sacerdote y la entrenadora a España. Durante su estancia, reciben formación de entrenadores profesionales junto a gimnastas españolas y conviven con otras familias. Para Grace Funaya, una de ellas, la experiencia fue impactante. «Viene de una familia muy pobre. El año pasado, cuando hicimos las pruebas en el colegio para saber quién tenía cualidades físicas, resultó elegida. Durante el curso anterior le iba bastante mal con las notas y solía estar muy apática. Pero cuando volvió de su experiencia en España, cambió completamente. No paraba de contar a sus familiares y a los vecinos del barrio lo que había vivido. Al curso siguiente sacó unas de las mejores notas. Estaba completamente transformada».

Hay una pregunta a la que Camille se enfrenta de vez en cuando. Esto del deporte, ¿les va a servir realmente para algo? La gimnasia implica un importante desgaste físico y necesitan comer bien y descansar en condiciones para recuperarse. Y de una niña en Chad se espera que haga la comida cuando vuelva del colegio y se ocupe de otras tareas domésticas. «En mi familia las mujeres no han estudiado», explica Camille. «En mi pueblo son pocas las que han ido a la escuela. Se casan muy jóvenes, sufren problemas de salud debido a la ablación del clítoris y tienen muchos niños. La mayoría de las mujeres tienen un papel secundario en mi sociedad. Trabajan mucho y no tienen derecho a tomar la palabra. Quiero cambiar todo eso. Estoy convencido de que las mujeres chadianas podrían llevar mejor los asuntos sociales, económicos y políticos de mi país». Este es el sueño de Camille, que las niñas que pasen por el colegio San Francisco Javier sean mejores mujeres en la sociedad chadiana de mañana. Y se está haciendo realidad.

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