África musulmana entre dos tierras

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La rivalidad saudí-iraní también se disputa en el continente

(Este contenido continúa con la entrevista a Justo Lacunza)

Por Gonzalo Gómez

No tenía ni 48 horas el año 2016 cuando Arabia Saudí anunció que había ejecutado a 47 personas por su vinculación con el terrorismo. Entre ellas habían incluido a un famoso clérigo chií, muy crítico con el régimen saudí. La condena de las autoridades religiosas y políticas de Irán –de mayoría chií– no se hizo esperar, como tampoco las de organizaciones de derechos humanos y varios actores internacionales destacados. En la madrugada del 2 al 3 de enero, en Teherán, la sede diplomática saudí fue atacada e incendiada por una turba enfurecida por el asesinato del religioso. De nada sirvió la condena del presidente de Irán, Hasan Rohaní, que calificó los ataques a la embajada y al consulado en la ciudad de Mashad como actos extremistas que perjudicaban la reputación de Irán –la reacción diplomática del líder supremo iraní, el ayatola Alí Jamenei, se hizo esperar bastantes días más y fue confusa en esas primeras horas–. Lo cierto es que sin llegar a finalizar el día 3 del nuevo año, Arabia Saudí ya había roto relaciones diplomáticas con Irán, y la “guerra fría” que enfrenta a estas dos potencias por obtener un mayor control en la región y por la aspiración compartida a ejercer de modelo en el mundo musulmán, se había tensado hasta límites difíciles de soportar.

Días después, la crisis se extendió. Bahréin y Sudán cerraron filas con los saudíes rompiendo sus relaciones con Irán. No serían los únicos en pronunciarse ante la subida de la apuesta en la vieja rivalidad. Varios países, algunos de ellos africanos, se posicionaron de una manera u otra. Pero esa primera semana de 2016 aún se reservaba una escena: el Gobierno de Irán acusó a la coalición que lidera Arabia Saudí en Yemen de bombardear su sede en la ciudad de Sana. Fuentes oficiales saudíes rechazaron la acusación.

Para intentar comprender el trasfondo de esta sucesión de acciones y declaraciones entre el Reino de Arabia Saudí y la República de Irán conviene tener en cuenta que, apenas unos días después de los hechos, entraba en vigor el fin de las sanciones internacionales a Irán como consecuencia del acuerdo nuclear de mediados de 2015. El visto bueno del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas suponía el fortalecimiento de Irán, que veía desbloqueados decenas de miles de millones de dólares y la posibilidad de aumentar sus ingresos con el petróleo y otros valores de su economía atrapados por las sanciones.

Al igual que en la antigua Guerra Fría –que marcó la política mundial con un enfrentamiento entre bloques que abarcaba todo escenario– la rivalidad entre Arabia Saudí e Irán se disputa a nivel económico, político, religioso e ideológico. Su confrontación se expresa indirectamente en enfrentamientos bélicos actuales como los de Yemen, donde Arabia Saudí combate a los rebeldes hutíes –una rama del chiísmo–, y acusa a Irán de apoyarles; o en Siria, en la que Irán, junto a Rusia, son los principales aliados de Bashar al Asad, mientras que Riad favorece a distintos grupos opositores.

Otro de los campos relevantes en los que saudíes e iraníes miden sus diferencias es el de la exportación petrolífera, como quedó acreditado en las tiranteces que vivieron ambos en abril. No en vano, entre los dos suman casi un tercio de las reservas mundiales. El Reino saudí, que con su elevada producción ha sido un factor decisivo en los bajos precios internacionales del petróleo, se mostró dispuesto en una reunión con los principales productores a rebajar su oferta si todos los demás, incluyendo a Irán, hacían lo propio. Sin embargo, Irán ni siquiera envió a sus representantes a la cita de Qatar, ya que, con el levantamiento de las sanciones, su interés se centra ahora en recuperar su cuota de mercado y no en moderar su producción. Además, durante esos días la Organización de la Cooperación Islámica se reunió en Estambul donde acabó aprobando un comunicado incendiario para Irán. Rohaní, que sí había estado presente en el encuentro, se ausentó de la clausura para no escuchar el comunicado de una organización de 57 países de mayoría musulmana que, entre otras cosas, acusaba a Irán de injerencia regional y de apoyo al terrorismo.

Décadas atrás, tanto iraníes como saudíes eran aliados de Estados Unidos y los países de su órbita. Sin embargo, la revolución del ayatolá Jomeini de 1979 en Irán cambió el curso de los acontecimientos y la diplomacia norteamericana apostó decididamente por Arabia Saudí. El hecho de que Irán haya cumplido sus compromisos con la ONU respecto a su programa nuclear ha ofrecido a la diplomacia estadounidense la oportunidad de acercarse a su antiguo aliado y reequilibrar el peso de los saudíes en la región, matizando así una alianza que no deja de ser problemática, ya que estos acumulan un buen repertorio de las peores prácticas contra los derechos humanos y sus políticas han sido –como mínimo– ambivalentes en relación con la radicalización extremista de sectores islámicos que derivaron en la violencia de grupos terroristas. Sea consecuencia de los acuerdos con Irán o no, lo cierto es que la política exterior de la monarquía saudí se ha mostrado más proactiva en los últimos años y no ha dudado en intervenir militarmente en Siria y en Yemen, a la vez que ha desarrollado una agresiva política comercial con el petróleo que perjudica a las extracciones no convencionales estadounidenses (fracturación hidráulica), y presiona las balanzas de pagos de Rusia, Irán y, quizá indirectamente, de productores como Nigeria, Angola o Venezuela. Arabia Saudí, que ha vivido protestas internas –que muchas veces acaban vinculándose o entremezclándose con el asunto de la minoría chií–, está mostrando una mayor audacia política tanto a nivel interno como externo.

La contienda se desarrolla también a nivel religioso, pues ambos países pretenden ser modelos y exponentes de la autenticidad del islam; a través de ellos se enfrentan las que son las dos principales ramas de su religión: el sunismo, (mayoritario en Arabia Saudí), y el chiísmo (el país con más chiíes en el mundo es Irán).

Si bien es cierto que a menudo se simplifica este antagonismo recurriendo al “chiísmo versus sunismo”, tampoco podríamos aproximarnos a él sin subrayar su relevancia. La rivalidad por la legitimidad del islam entre suníes (mayoritarios) y chiíes proviene de la propia sucesión de Mahoma. Hasta la creación de la República Islámica en Irán, en 1979, la rivalidad estuvo más mitigada por la preponderancia de Arabia Saudí en este terreno, ya que tradicionalmente los saudíes están considerados garantes del islam por proteger sus dos lugares sagrados (La Meca y Medina). Tras la revolución, el líder Jomeini se mostró beligerante con la Casa de los Saud e Irán se erigió como faro y representación del chiísmo, poniendo en guardia a países de mayorías suníes pero con presencia chií como Arabia Saudí, Omán, Siria o Egipto. Episodios no esclarecidos como la muerte de 400 iraníes en 1987 cuando peregrinaban a Arabia Saudí, entre otros desencuentros, no han hecho más que aumentar y enconar la vieja rivalidad.

Irán contra Arabia Saudí en África

En África, con un 43 por ciento de población musulmana –más de 500 millones–, la rivalidad entre Arabia Saudí e Irán es relevante, especialmente en la veintena de países africanos en los que los musulmanes suponen una mayoría.

Tras los sucesos de principios de año, Sudán fue el más rápido en mover ficha y cortó las relaciones diplomáticas con Irán –apenas tardó unas horas en corresponder al gesto de Arabia Saudí–. Curiosamente, hasta hace unos años Sudán mantenía vínculos muy estrechos con Teherán. Es sabido que el país asiático proporcionaba armas al africano. Con ellas mantenía con vida sus conflictos en los Montes Nuba y Darfur. Además, Sudán servía de intermediario en el tráfico de armas con la Seleka y otros grupos armados del continente. A cambio, Sudán permitió a Irán la apertura de una treintena de “centros culturales”. Las cosas se empezaron a torcer entre ellos en 2014, cuando Sudán expulsó a un diplomático iraní y comenzó a cerrar estos centros por promover, supuestamente, el islam chií en un país de mayoría suní. Que la versión oficial fuera cierta completamente o solo en parte es difícil de saber, pero tampoco es descabellado suponer que el alejamiento con Irán podría tener que ver con un acercamiento a Arabia Saudí. Sudán, que después de dividirse perdió la gran mayoría de sus reservas petrolíferas –y con ellas gran parte de su economía–, podría haber encontrado un aliado fundamental en Arabia Saudí, y demostrarle lealtad al amigo rico es un ingrediente básico en las relaciones de este tipo. En 2015, Sudán se unió a la coalición que apoya a los saudíes en Yemen. Quizá la ruptura diplomática con Irán fuera una prueba definitiva de hasta qué punto Sudán estaba dispuesto a llegar en su fidelidad. No obstante, también deben ser tenidos en cuenta el medio millón de sudaneses expatriados en Arabia Saudí para entender la relación entre ambos países.

Jartum no fue, sin embargo, el único en llegar lejos en su adhesión a Arabia Saudí. Somalia y Yibuti también cortaron sus relaciones diplomáticas con Irán. Anteriormente, Somalia ya había acusado a Teherán de interferir en sus asuntos haciendo también referencia a una supuesta difusión de la doctrina chií en Mogadiscio. Al igual que sucede con Sudán, la comunidad somalí en la diáspora está bastante más presente en Arabia Saudí que en Irán. En todo caso, la ruptura en las relaciones no era tan drástica en este caso puesto que la ayuda que recibían de Teherán era moderada. Por su parte, Yibuti es un paso estratégico para transportar suministros a Yemen –donde se sucede la guerra entre Arabia Saudí y los rebeldes hutíes–, así que la puesta en juego del enclave a favor de Riad podría suponer unas importantes contraprestaciones económicas para el pequeño país. También Egipto condenó los ataques a las sedes diplomáticas saudíes pero no llegó tan lejos como sus vecinos.

Caso aparte es Nigeria, que pese a no ser un país musulmán –aunque casi la mitad de sus ciudadanos lo profesan–, se ha visto salpicada indirectamente por esta rivalidad. Cuando Arabia Saudí anunció que más de la mitad de su Alianza Islámica Militar, de 34 miembros, era africana, listó a Nigeria en el grupo, aunque el Gobierno de Abuya negó formar parte. Nigeria ha caminado con pies de plomo en la crecida de la tensión entre las potencias de Oriente Próximo y ha evitado tomar partido. Sin embargo, con una importante población chií, el Ejército nigeriano tuvo un brusco enfrentamiento a principios de año con el Movimiento Islámico de Nigeria, apoyado por Irán. Según colectivos de derechos humanos, más de 300 personas del mencionado grupo fueron asesinadas por el Ejército, que acusó al Movimiento de haber intentado matar a un alto cargo militar. Irán intervino exigiendo explicaciones al presidente Muhamadu Buhari, musulmán suní, que evitó amplificar los roces. Nigeria es uno de los países con intención de quedar al margen de la rivalidad, al igual que otros países africanos sin grandes mayorías suníes.

El enfrentamiento entre Arabia Saudí e Irán expresa, al igual que otros de este tipo en el mundo, cómo las marcas religiosas e ideológicas, en este caso sunismo y chiísmo, se entremezclan a menudo con otras motivaciones para servir de coartada e influir (¿manipular?) en las dinámicas sociales e institucionales. Sunismo y chiísmo serían muchas veces los caballos en cuyas tripas se esconden soldados (a veces literalmente) fieles a otros intereses nacionales o estratégicos.

Texto: Gonzalo Gómez
Fotos: Getty Images

 

Este contenido continúa con la entrevista a Justo Lacunza.

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