Buscando la gran novela africana

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Mohamed Mbougar Sarr

La más recóndita memoria de los hombres

Traducción: Rubén Martín Giráldez.

Anagrama. Barcelona 2022, 448 págs.

Animado por el entusiasmo de más de un amigo africanista me embarqué en la lectura de La más recóndita memoria de los hombres, del senegalés Mohamed Mbougar Sarr (ver MN 686, pp. 34-39), que con su ambiciosa tercera creación se hizo con el Goncourt. El libro no carece de virtudes, aunque no alcanza a los maestros a los que evoca y, en más de un caso, convierte en personajes: desde el Ernesto Sábato de Sobre héroes y tumbas al Witold Gombrowicz de Ferdydurke, aunque su verdadero Virgilio, no en vano arranca con una larga cita de Los detectives salvajes, es Roberto Bolaño. Como en más de una ocasión hizo el chileno, esta novela convierte a los libros en su espinazo, en este caso el misterio en torno a T. C. Elimane –senegalés como Mbougar Sarr y autor de una única y mítica obra, El laberinto de lo inhumano– que acabó sumido en el olvido. Será el motor de una narración llena de peripecias sexuales, literarias, políticas y existenciales entre Senegal, París y Buenos Aires que a veces te arrebata, pero otras semeja un pastiche, un experimento a la medida de los gustos literarios del sanedrín francés y sus émulos más allá del hexágono. Literatura para quienes consideran que sin el aire de la novela la vida es más pobre, como le pasaba a madame Bovary.

Hay un juego de espejos entre Elimane y el narrador que busca rastros del desaparecido escritor que iba a revolucionar la literatura del continente negro y, por lo tanto, del mundo, Diéganne Latyr Faye, y el propio Mohamed Mgougar Sarr. Los tres vivieron o viven en París, escriben en francés, y son conscientes de las contradicciones que padecen sus compatriotas africanos en la antigua potencia colonial. Tiene también algo nuestro autor de Enrique Vila-Matas a la hora de jugar a crear una ciudad de tinta y sueño a medida de quien siente que la estafa de la vida se conjura con ficciones.

El problema es que la prosa cae en lo raso y rudimentario, la ñoñería y el lugar común (pese a los desvelos del traductor), y la construcción no parece haberse beneficiado de las ayudas que recibió el autor de notables entidades que le permitieron dedicarse por entero a la escritura. Aunque también, y gracias al personaje más logrado, la insaciable escritora Siga D., senegalesa también, la novela cobra vida. Se esmera en que la frase «el azar no es más que un destino que ignoramos, un destino escrito con tinta invisible» sea un verdadero leitmotiv, más que una bonita frase, amén de rasgos de humor negro como la historia de un negro que recurre a otro negro para que escriba un libro a cambio de dinero y que su nombre quede en sombra.

A pesar de mis reticencias, me agrada que contradiga al keniano Ng˜ug˜ı wa Thiong’o y conciba un libro africano en la lengua que impuso la metrópoli y cabalgue sobre dos orillas con elegancia, y haga honor a una expresión que le retrata y retrata a todos los que se dedican al arte de fingir que es dolor el dolor que de verdad sienten: «Todos los autores llevan máscara». ¿Cuál es la de Mohamed Mbougar Sarr?

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