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Por Gabriel González-Andrío
Freddy Zihindula Buhendwa (1984, Kabare, provincia de Kivu del Sur, República Democrática del Congo), Médico de Urgencias en el Hospital Panzi, convive con el dolor y la muerte desde su infancia. La Primera Guerra del Congo –1996-1997– puso patas arriba su niñez, fue testigo directo de las atrocidades cometidas por las tropas de las Alianza de Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo (AFDLC), financiadas por Ruanda, Burundi y Uganda, y su familia tuvo que abandonar su ciudad a toda prisa para refugiarse a 80 km, en el pueblo natal de sus padres. Durante la huida vio llorar a padres que veían morir a sus hijos de deshidratación y diarrea por falta de agua potable y atención médica. Tuvieron que enterrar los cadáveres por el camino, mientras continuaba su huida hacia lo desconocido. Algunos miembros de su familia recorrieron más de 1.000 km hasta Kisangani y Kinshasa. «Fue un periodo de dolor extremo, una época en la que la inocencia de la infancia fue brutalmente borrada», recuerda.
Freddy está reviviendo hoy esos duros recuerdos, tras la reciente entrada en Bukavu –capital de Kivu del Sur– del M-23, un grupo rebelde financiado por Ruanda para desestabilizar el este de la República Democrática del Congo (RDC) y hacerse así con la riqueza mineral del país. En esta ocasión no ha tenido más remedio que enviar a su familia –su mujer y sus tres hijos– al masificado campo de refugiados de Bujumbura, en la frontera con Burundi.
El Dr. Zihindula atiende esta entrevista mientras sigue de cerca el parte de una guerra que le ha dejado solo ante el peligro y en continua tensión. Las noticias hablan de asesinatos selectivos e inseguridad en las calles, donde se escuchan ráfagas de metralleta y se ven patrullas del M-23. El Hospital de Panzi, puesto en marcha por el Premio Nobel de la Paz Denis Mukwege, está amenazado.
Con un miedo extremo y una ansiedad permanente que corroe nuestra vida cotidiana. No es un miedo pasajero, es un terror profundamente arraigado, alimentado por más de 30 años de guerra y violencia ininterrumpidas. Una de cada tres familias del este de la R.D. del Congo ya ha perdido a un ser querido, asesinado a tiros o desaparecido en el horror de este conflicto interminable.
Es un objetivo porque nuestro Director Médico, el Dr. Mukwege, ha denunciado en varias ocasiones sus abusos y ha dicho la verdad sobre algo ya conocido: el apoyo de Ruanda al M-23. Quieren silenciar a Panzi, silenciar la verdad, silenciar a quienes se niegan a doblegarse. Pero incluso bajo amenaza, incluso ante el horror, seguiremos cuidando, dando testimonio, luchando. Porque cada vida que salvamos es un acto de resistencia.
Hemos recibido y tratado a pacientes de las Fuerzas Armadas de la RDC (FARDC) y del grupo Wazalendo, pero no del M-23. Estos últimos combatientes prefieren ir al hospital provincial, donde se sienten más cómodos. Esto se debe en parte a que Panzi es conocido por su lucha contra la impunidad, de la que se han beneficiado algunos miembros de estos grupos armados. Nosotros hemos tratado a víctimas de bombas y balas perdidas, pero ninguna organización ha aceptado cubrir sus gastos médicos. En cambio, en el hospital provincial de Bukavu, el centro sanitario estatal congoleño, el M-23 paga el coste total del tratamiento de sus combatientes y de algunas víctimas. Este clima alimenta la desconfianza hacia nuestro hospital. Tememos que las nuevas autoridades locales del M-23 despierten la ira de la población contra nosotros, lo que aumentaría el riesgo de violencia selectiva o destrucción contra el hospital de Panzi. Vivimos, pues, este periodo bajo una gran presión y un estrés permanente.
Las zonas mineras se han convertido en lugares de terror, donde las mujeres son violadas cuando salen a trabajar. La violación se utiliza como arma para romper familias y destruir comunidades. Como consecuencia directa, las mujeres tienen miedo de cultivar, los campos se abandonan y la escasez de alimentos se instala en las ciudades. He aprendido a través del dolor que la vida puede cambiar en un instante. Pero también comprendí que toda experiencia, incluso la más brutal, puede ser el principio de un compromiso. Hoy soy médico, y estos recuerdos dolorosos alimentan mi lucha por la salud y la dignidad de los más vulnerables. Si lucho por el acceso universal a la sanidad en la RDC, es también porque sé lo que es estar abandonado a tu suerte, sin ayuda, sin futuro. Mi padre quería que fuera médico. Ahora entiendo por qué.
No esperaba en absoluto irme a Francia. En Panzi, algunos de mis colegas criticaban mi especialidad de medicina de familia, diciendo que no era adecuada para África, sino más bien para Europa. Un día, sin que yo lo supiera, mis colegas votaron enviarme a Francia para formarme en medicina de urgencias. Me quedé estupefacto. Dudé, pero después de pensarlo un poco, finalmente acepté la oportunidad. El mayor impacto fue descubrir su sistema sanitario. Cuando llegué al servicio de urgencias francés, me sentí fuera de lugar. Todo estaba organizado según protocolos estrictos. El acceso a las pruebas complementarias era inmediato y sistemático. Las patologías eran totalmente diferentes de las que teníamos en la RDC. Recuerdo un momento concreto en el que me sentí juzgado y perdido. Mis colegas franceses me criticaban sistemáticamente por no solicitar suficientes escáneres, resonancias magnéticas o exámenes biológicos en profundidad. Para mí, estas pruebas eran un lujo, reservado a los pacientes que podían permitírselas. En el Congo, solicitar un escáner no es un asunto trivial. Es caro. Así que me sumergí en los protocolos franceses. Empecé a leerlos en profundidad, a comprender su lógica y a adaptarme. Al final el hospital me ofreció la posibilidad de quedarme. Podría haber aceptado esta oportunidad, pero en el fondo sabía que mi misión iba mucho más allá de una sola institución. Quería salvar más vidas. Por encima de todo, regresé por mi respeto y admiración al Dr. Mukwege, aunque estas guerras me hacen replantearme esta decisión.
A mi padre. Era un hombre cariñoso, generoso y de notable inteligencia, pero sufrió mucho. Nació pelirrojo y con un color de piel poco habitual en la familia paterna y su propio padre, desconfiando de él, lo rechazó, acusándolo de no ser su hijo legítimo; fue maltratado, privado de ropa y zapatos, castigado por faltas menores. Un día aprendí a extraer garrapatas de la planta de los pies de la gente y así conseguir a cambio algo de comida para mi familia. Fue en ese momento cuando mi padre tomó una decisión que cambiaría mi destino: «Vas a ser médico», aunque yo siempre había soñado con ser piloto. Siempre nos decía: «No puedo dejaros un legado material, pero os dejaré educación».
Perdí un año de escuela a causa de la guerra. Mi padre luchaba por encontrar los medios para enviarme a estudiar, y la educación parecía algo secundario en nuestra pelea por la supervivencia. Años después, por falta de fondos, tuve que interrumpir mis estudios de medicina y decidí dar clases de matemáticas y física en un instituto para mantener a mis hermanos y hermanas. Cada día, me debatía entre el deseo de perseguir mi propio sueño y la obligación de garantizar la supervivencia de mi familia.
Sí, tuve la oportunidad de trabajar en las profundidades de la selva congoleña, entre los pigmeos y las poblaciones olvidadas. Me uní a una misión humanitaria para tratar a los más vulnerables, a menudo sin equipamiento y con recursos médicos limitados. Un día, durante un viaje, nuestro convoy fue atacado por las FDLR (los rebeldes a los que Ruanda acusa de estar detrás del genocidio ruandés y a los que se permitió cruzar al Congo en 1996). Vi cómo disparaban a mi colega en la cabeza ante mis propios ojos. Paralizado por el miedo, me desplomé, temblando, incapaz de huir. Los rebeldes me robaron, me abandonaron en medio de la selva y me encontré solo, perdido, sin medios de comunicación. Tras varios días deambulando, llegué a un dispensario abandonado y salvé la vida de milagro.
Desgraciadamente sí. Pero nos hemos encontrado con un serio problema, ya que algunas pacientes empezaron a falsificar sus historias para tener atención sanitaria gratuita. Poco a poco fuimos notando este fenómeno preocupante. Esto nos colocó en un dilema moral y médico: ¿cómo podemos distinguir a los verdaderos supervivientes de violencia sexual de las personas que utilizan este pretexto para acceder a la atención? Como médico, no puedo hacer la vista gorda ante el sufrimiento de un ser humano, incluso cuando se abusa del sistema. Pero estas manipulaciones ponen en peligro los recursos del hospital, destinado a tratar a los casos más vulnerables.
Mi padre fue un ejemplo en eso. Tenía amigos ruandeses y creía profundamente en la coexistencia pacífica. Era respetado por todos, incluso por los que se suponía que eran sus enemigos, y en una época de tensiones étnicas entre congoleños y ruandeses, fue un hombre de reconciliación. Si hoy ayudo a tanta gente, si me presto voluntario hasta el punto de ponerme a veces en peligro, es gracias a él. Si sigo creyendo en la bondad de las personas, a pesar de las traiciones y las injusticias, es gracias a él.
Lucho todos los días, no sólo como médico sino también como padre, para que un día nuestros hijos jamás vuelvan a vivir bajo la sombra de la guerra. Sueño con un Congo donde puedan correr libremente, ir a la escuela sin miedo, dormir sin sobresaltos. Un Congo donde no les roben la inocencia como les sucedió a tantos niños antes que a ellos.
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