¿Camino del autoritarismo?

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Túnez celebrará un referéndum constitucional y elecciones en 2022, mientras Libia las aplaza sine die

La llamada «excepción» de la que alardeaba Túnez entre los países que vivieron movimientos populares en el mundo árabe hace 11 años ha dejado de existir. Si cuando se analizaba la situación de los países que habían derrocado a sus dictadores, Túnez era el ejemplo más avanzado, «un modelo de éxito democrático», la llegada al poder con un 72 % de los votos de Kais Saied en octubre de 2019 empieza a significar una vuelta a la peor época del régimen del depuesto Ben Ali.

El Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos aseguró en diciembre que se están registrando «abusos inéditos», haciendo alusión a arrestos domiciliarios sin cargos, denegación de permisos para viajar, uso de tribunales militares para juzgar a civiles, represión o acoso tanto a dirigentes políticos como a organizaciones sociales y activistas críticos. Todo comenzó el 25 de julio de 2021, cuando Saied –un profesor universitario populista, habitual en las tertulias televisivas que llegó al poder con la promesa de «devolver la revolución al pueblo»– -destituyó al primer ministro Hichem Mechichi y asumió plenos poderes para «salvar al país». El 22 de septiembre fue la confirmación de que el país se abocaba hacia un régimen personalísimo al imponerse el decretazo con el que se suspendía el Parlamento y se retiraba la inmunidad a los miembros de la Cámara Baja, incluido el presidente, llevando a una concentración mayor del poder en la figura del propio Saied, al mando también de las cuestiones de defensa y seguridad del país magrebí. Un paso que, al estar suspendida la actividad de la instancia provisional de control de la constitucionalidad, le convirtió en único intérprete de la Carta Magna.

Captura de pantalla del momento en el que el presidente tunecino anuncia la suspensión del Parlamento hasta las elecciones de diciembre de 2022. Fotografía: Fethi Belaid / Getty. En la imagen superior, un grupo de manifestantes protestaba el 26 de septiembre contra las medidas adoptadas por Saied para reforzar su poder en el país. Fotografía: Yassine Gaidi / Getty



Cinco meses después, anunció en un mensaje a la nación que el 25 de julio de 2022 habrá un referéndum para reformar la Constitución de 2014 –considerada la más avanzada en libertades y derechos del mundo árabe– a partir de consultas populares gestionadas a través de Internet –aunque solo el 64 % de los tunecinos tiene acceso a la red– y sin la participación de los partidos políticos ni de las activas organizaciones de la sociedad civil. El 17 de diciembre –ese mismo día, en 2010, el vendedor ambulante Mohamed Bouazizi se quemó vivo ante el Ayuntamiento de Sidi Bouzid– se celebrarán elecciones parlamentarias.

«Es una situación preocupante. Si Saied no tiene nada que ofrecer, la falta de salidas puede ser aprovechada por otros actores. La pregunta es qué hará el Ejército si el país cae en una deriva peligrosa. Hay un gadafismo en la mentalidad de Saied respecto a la vida política, a dar la palabra al pueblo desde la base, a partir de un populismo de rechazo de la democracia representativa», explicó a mediados de enero el catedrático Bernabé López en un debate organizado por Casa Árabe en Madrid.

La utilización del artículo 80 para declarar el Estado de excepción fue acogida con júbilo por más del 80 % de la población. Una medida popular porque los miembros del Parlamento quedaban desprotegidos ante posibles casos de corrupción que, como se ha demostrado en la última década, han mermado las posibilidades de desarrollo económico del país. Pero los meses de incertidumbre entre la declaración del Estado de excepción y la hoja de ruta política de Saied para 2022 han mermado algo su popularidad –en la actualidad ronda el 60 %–, y sin duda serán las medidas que exige el Fondo Monetario Internacional (FMI) –el país ha pedido un préstamo de 4.000 millones de dólares–, con recortes salariales y de subsidios, subida de los precios del gas y la electricidad, las que podrían dilapidar su reconocimiento en la calle.

El Gobierno tunecino espera alcanzar un crecimiento del 2,6 % este año, insuficiente para afrontar la crisis económica que arrastra desde hace más de una década, junto con la pobreza, el elevado desempleo –especialmente entre los jóvenes– y la desigualdad social. Najla Bouden, primera ministra nombrada por Saied el pasado mes de septiembre, es la persona encargada de negociar con el FMI, siguiendo las indicaciones del presidente que, al haber disuelto el Parlamento, decidirá también el presupuesto de forma unilateral. 

«Es un escenario desalentador, y me atrevo a decir que el sistema electoral que se va a proponer se basará en candidaturas individuales y directas, obviando la participación de organizaciones como los partidos políticos, un sistema similar al que hay en Irán», explicó Bosco Govantes, de la Universidad Pablo de Olavide, durante el encuentro de Casa Árabe.

El presidencialismo exacerbado y el abuso de poder marcan el presente de Túnez, al margen del golpe de Estado que muchos analistas aseguran que Saied ha ejecutado para convertirse en la única voz autorizada para dirigir el país. Frente a eso está  un pueblo con merecida fama de no conformarse con lo establecido desde arriba.





Elecciones «imposibles» en Libia

Decepción e incertidumbre. Así se podría resumir la situación que vive el país después de que el pasado 22 de diciembre, apenas 48 horas antes de que se celebrasen las primeras elecciones presidenciales desde la caída de Muammar al Gaddafi en 2011, la Comisión Electoral anunciase su aplazamiento. «Tras consultar los informes técnicos, judiciales y de seguridad, informamos de la imposibilidad de celebrar las elecciones el 24 de diciembre de 2021», declaró el presidente  argumentando «circunstancias fuera del control de los que están al cargo del proceso» e instando al Parlamento a que «asuma su responsabilidad adoptando las medidas necesarias para terminar con las restricciones del proceso electoral, incluida una legislación electoral inadecuada».

Tras una década de violencia, caos y de dominio de las milicias armadas, con dos gobiernos rivales –ubicados uno en el este y otro en el oeste del país–, en abril de 2019 el mariscal Jalifa Haftar –que cuenta como aliados a Rusia, Emiratos Árabes Unidos y Egipto y es el líder del autodenominado Ejército Nacional Libio– emprendió una ofensiva sobre Trípoli. Un año después fue derrotado por el Gobierno respaldado por la comunidad internacional –con un destacado papel de Turquía– y aceptó el alto el fuego definitivo en octubre de 2020, además de participar en unas negociaciones bajo la mediación de la ONU. Unos meses más tarde se instauró el Gobierno de Unidad Nacional y se decidió que a finales de 2021 se celebrasen las elecciones para cerrar el período de transición.

Las dificultades surgieron en noviembre de 2021 cuando la polarización volvió a desembocar en el fracaso político. La ley electoral fue autorizada directamente por el presidente del Parlamento, Aguila Saleh, en lugar de ser votada por los diputados. Esto permitió que se presentaran Haftar y Seif al Islam, el hijo mayor de Gaddafi, a pesar de estar acusados de crímenes de guerra, así como el primer ministro, Abdelhamid Dbeibah, aunque la ley electoral dice que no se debe ostentar ningún cargo.

La única certeza en Libia es que hubo un registro masivo de ciudadanos –2,8 millones– para votar en unas elecciones que como apunta Stephanie Williams, asesora especial de la ONU, «deben ser parte de la solución y no del problema en Libia».



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